2025/06/16

Estación de término (Lee Harding)


Título original: Terminal
Año: 1962


Soplaba un viento procedente de los montes Brobdingnangian que se extendían a través del lejano horizonte. Un viento que se deslizaba rápidamente por encima de las estériles llanuras, para ascender después las suaves laderas de la colina donde se había posado la nave espacial. Un viento que gimió lúgubremente alrededor de Lassiter, que estaba de pie en la parte exterior de la abierta cámara de descompresión, para alejarse después hacia otra interminable llanura.
Lassiter pensó que no era un viento frío, sino hostil. Estéril, también, como el paisaje que barría. Pero a pesar de sus pensamientos, Lassiter descubrió que estaba temblando y se arrebujó todavía más en su chaqueta, mientras sus ojos escudriñaban el cielo, en busca de alguna señal del regreso de la nave de exploración de Agara.
Empezaba a oscurecer. La temperatura era de unos trece grados, y en el cielo crepuscular no había ninguna nube. Pasada una hora, la oscuridad cerraría sus impacientes dedos alrededor de la árida esfera de Centauro Cuatro.
¿Árida? Quizá no del todo. Las cajas de Boardman contenían varias muestras de la escasa flora y de la aún más escasa fauna del planeta. Todas ellas mostraban un nivel de desarrollo primario. No existía, o no la habían encontrado hasta entonces, una especie sobre la cual pudieran colocar la etiqueta de "Especie Dominante". No habían tenido éxito, aunque quizá la expedición de Agara sería más fructífera. El animal más evolucionado era un pequeño marsupial de unas nueve pulgadas de longitud que poseía la capacidad mental de un ratón terrestre. El planeta parecía incapaz de producir una forma de vida más compleja, del mismo modo que no parecía interesado en producir más que un puñado de diferentes especies vegetales.
A su alrededor, el mundo era improductivo y desnudo, grandes llanuras donde podían encontrarse tres variedades de arbustos y únicamente dos de hierbas. Hacia el Sur, había una sola clase de árboles. A través de toda aquella enorme aridez pululaban algunos animales diminutos, que se arrastraban por el suelo o avanzaban a saltitos como sus equivalentes terrestres, y ninguno de ellos era mayor que el brazo de Lassiter.
Era extraño. Un mundo envuelto en una atmósfera muy rica en oxígeno, que sólo sustentaba un tipo de vida primario. Contaba con dos amplios mares e innumerable ríos, que discurrían plácidamente hacia sus destinos. Escasos bosques salpicaban los tres continentes, pero no había ningún cinturón de selva alrededor del cálido ecuador, un hecho que seguía intrigándoles. Únicamente las interminables estepas separando las zonas más fértiles, que eran patéticamente escasas. Había una sola cordillera importante, situada al norte de la nave, y hacia allí se había dirigido Agara aquella mañana, en busca de respuestas al infradesarrollo del planeta.
Era como si el Creador, pensó Lassiter, hubiese dejado aquel planeta sin terminar, quizás hasta una fecha posterior.
En muchos aspectos, parecía un enorme parque. Alrededor de ellos había una sensación de paz, como si el gran motor de la vida se hubiera parado y todas las cosas existieran en un estado de perpetuo e idílico éxtasis; un hipnótico Edén del cual habían sido expulsados todos los elementos perturbadores.
Aunque no absolutamente todos.
Lassiter se encontró de nuevo temblando, y sus ojos se entrecerraron para tratar de penetrar la creciente oscuridad.
Allí había algo, algo que él podía sentir, pero no ver; captar, pero no tocar. Algo imposible de definir, más semejante a una presencia que a una sustancia, más idea que materia, más sueño que realidad.
¿Por qué no lo habían captado los demás? Quizá lo habían captado sin expresarlo. Quizá la imaginación le estaba gastando una broma a Lassiter. ¿Había realmente algo oculto más allá de su percepción visual, más allá quizá de sus cinco sentidos, algo malévolo y vigilante escondido tal vez, detrás de los picos de las montañas que se erguían al Norte?
Mitchell atribuía sus ataques de depresión a factores psicológicos, provocados por su alejamiento de la Tierra. ¿Cómo se explicaba, entonces, que seis semanas en el subespacio no hubieran producido en ellos ningún efecto, y dos días de estancia en aquel extraño planeta hubieran empezado a minar su confianza?
Lassiter conocía la respuesta. Y la respuesta era que allí había algo que ninguno de ellos podía explicar, algo que les estaba espiando, que jugaba quizá con sus mentes en tanto que ellos no tenían conciencia de la intrusión.
De pie allí, con los ojos y los pensamientos dirigidos hacia el invisible espía, Lassiter notó que sus sensaciones quedaban como barridas por una gigantesca garra, y por un breve instante casi pudo sentir la cosa. Pero la impresión se borró de inmediato.
A lo lejos, algo blanco se deslizaba sobre las estepas. A la leve claridad del crepúsculo, Lassiter reconoció la forma familiar de la nave de exploración de Agara. Las alargadas sombras de las montañas parecían perseguir a la nave, y la impresión de irrealidad a la cual habían sucumbido sus sentidos era tan intensa que, por un momento, Lassiter imaginó que aquellas sombras se alargaban para agarrar la diminuta mota y hacerla retroceder hacia las insondables negruras que dormitaban en las fronteras de la noche. Se apoderó de él una especie de vértigo, y el paisaje pareció difuminarse ante sus ojos.
—Agara —murmuró—. Agara...
Y entonces su visión se aclaró. Las montañas recobraron sus familiares perfiles. Y la nave de exploración avanzó zumbando hacia el navío espacial. Lassiter podía ver ya el rostro de Agara a través del parabrisas.
Entró en la nave y se dirigió al hangar de las embarcaciones de exploración, pulsó un interruptor y esperó mientras una sección del casco se deslizaba a un lado para admitir a la diminuta aeronave.
Agara desaceleró rápidamente y se acercó a la abertura tan ligera como una pluma. Aparcó con suavidad al lado de la otra nave. El zumbido de los motores se apagó.
La diminuta cámara de descompresión se abrió y Agara saltó ágilmente al suelo.
Era un hombre bajito, de facciones angulosas y ojos negros e inquisitivos.
Lassiter pulsó otro interruptor y la puerta volvió a cerrarse, borrando la visión y los sonidos del mundo exterior, aunque sin desvanecer la impresión que yacía en las capas más profundas de su conciencia.
—¿Y bien? —preguntó—. ¿Has encontrado algo?
Agara parecía cansado, como si el viaje le hubiera agotado más de lo previsto. Se pasó la mano por la frente, con aire absorto, y empezó a despojarse de su traje de vuelo.
—Poca cosa —respondió—. Un par de plantas... y nada más. 
Lassiter pareció sorprendido.
—¿Vas a decirme que en todas esas montañas no has encontrado ni siquiera un ejemplar nuevo?
—Exactamente.
—Pero, ¿hasta dónde has llegado? Quiero decir si has cubierto todo el territorio.
Agara no le miró. Terminó de quitarse el traje de vuelo y fue a colgarlo en uno de los armarios. Estaba preocupado.


—Desde luego que lo he cubierto; a eso iba. 
Se volvió en redondo y contempló a Lassiter con una expresión intrigada.
—Muy raro, ¿verdad? Parece que en un mundo como éste tendría que haber... —Se interrumpió, frunciendo el ceño. Luego se encogió de hombros—. ¡Oh! ¡Tonterías! —exclamó—. ¿Por qué hemos de medir cada mundo nuevo de acuerdo con nuestras normas?
Lassiter se mordió el labio inferior. Sus ojos se alzaron cautelosos hasta la cerrada puerta del hangar, y se preguntó si las montañas eran todavía sólidas y reales, o si habían vuelto a descomponerse en sombras. La tentación de abrir la puerta de pronto y sorprender quizás a las montañas en su engañosa transformación, fue muy poderosa. Pero la resistió, y se volvió hacia Agara.
—Lo que quieres decir —observó— es que en un planeta de atmósfera tan rica en oxígeno como éste, cabe esperar que existan formas de vida más complejas que las que hemos visto hasta ahora, ¿no es eso?
La pregunta pareció turbar a Agara.
—Algo por el estilo —respondió.
—Piensa en ello. Incluso un cadáver de planeta disecado, como Marte, contiene cuatro veces más variedades de las que hemos encontrado aquí.
—Sólo llevamos dos días en este planeta —observó Agara—. No podemos pretender haberlo visto todo en tan corto espacio de tiempo.
Lassiter le miró burlonamente.
—Confiesa que aquí no hay mucho que ver.
Agara enarcó las cejas. Lo que Lassiter acababa de decir era cierto. La aridez de Centauro Cuatro era tal, que la detección de formas de vida resultaba relativamente fácil para los mecanizados medios de la nave espacial. Los mares ya eran otra cosa, desde luego, y habría que esperar una investigación más sistemática de la segunda expedición antes de emitir un veredicto definitivo. Hasta entonces, los mares parecían en estrecha correspondencia con la tierra, es decir, sólo albergaban unas cuantas variedades, de naturaleza primitiva y subdesarrollada.
Agara se limitó a asentir.
—Supongo que tienes razón.
Avanzó un paso, como disponiéndose a salir del hangar, pero, de repente, Lassiter le cogió del brazo.
—Dime —inquirió, en tono casi desesperado—, ¿lo has visto? 
Agara palideció.
—¿Si he visto qué?
La desesperación asomó a los ojos de Lassiter, y luego se desvaneció.
Tartamudeó:
—En... en realidad no... no lo sé. Pero está ahí, puedo sentirlo. ¿Y tú, Agara?
Únicamente un leve centelleo en las profundidades de los ojos de Agara traicionó su falta de sinceridad.
—No sé de qué estás hablando —dijo, con demasiada rapidez. 
Lassiter le miró fijamente.
—Sí, sí, lo sientes, Agara... lo mismo que Boardman y el capitán, sólo que están demasiado asustados para admitirlo. Pero todos lo sabemos, ¿no es cierto, Agara? Sabemos que está esperando ahí, vigilándonos, espiándonos...
—Voy a ver a Mitchell —dijo Agara.
Lassiter le contempló mientras se alejaba hacia la sala de navegación. Su rostro se ensombreció y volvió de nuevo su atención hacia la abierta cámara de descompresión. Se acercó a ella y tendió su mirada por el paisaje cada vez más oscuro.
Las montañas aparecían opacas y desvaídas... Brobdingnagian. Paladeó la palabra, satisfecho de haberla pescado en los casi olvidados recuerdos de sus lecturas juveniles.
En cuanto dirigió su atención al mundo exterior, Lassiter se dio cuenta del retorno de la enigmática presencia, que pugnaba por abrirse paso hasta su conciencia. Y descubrió que si concentraba su atención en las lejanas montañas su sensibilidad aumentaba, hasta el punto de que todo su cuerpo empezó a temblar como un receptor que vibrara tratando de captar las ondas generadas por las extrañas fuerzas procedentes de las llanuras en sombras.
Alguien estaba espiándoles, algo estaba esperando. ¿Pero qué?

Mitchell aceptó los resultados negativos de la expedición de Agara con la adecuada falta de sorpresa.
—Al parecer, hemos encontrado todo lo que había que encontrar —dijo—. Resulta un poco decepcionante, ¿verdad?
Mitchell era un hombre alto, robusto, de poco más de cuarenta años; un verdadero torrente de energía, dotado de una admirable tenacidad que, cuando se aplicaba a los problemas de la exploración extraterrestre, adquiría su punto máximo. Tal poder de dedicación a su trabajo le había valido el honor de pilotar la primera nave exploradora interestelar. La perspectiva de regresar con un informe tan poco brillante resultaba descorazonadora, más aun teniendo en cuenta lo prometedor de su análisis preliminar del planeta.
El corto espacio de tiempo pasado en aquel lugar parecía haber secado en Mitchell la fuente de energía característica de su temperamento. A Agara le dio la impresión de encontrarse ante un hombre completamente agotado y ansioso por regresar a casa.
Pero, ¿acaso no lo estaban todos? En aquel planeta había algo que hacía desear el inmediato regreso a la Tierra.
—Quizá con un poco más de tiempo... —sugirió Agara.
—Ni pensarlo —gruñó Mitchell—. Hemos terminado nuestro trabajo. Teníamos orden de pasar cuarenta y ocho horas aquí y regresar. La Segunda Expedición se encargará de terminar nuestra tarea.
Agara suspiró aliviado. Por lo menos, él había hecho el ofrecimiento. Y el capitán tenía razón. El mando había sido muy explícito en sus órdenes: Una tripulación de cuatro hombres iría hasta Alfa Centauro y regresaría lo antes posible, a fin de que la nave y los hombres fueran revisados para decidir las mejoras que debían realizarse antes de organizar una Segunda Expedición.
Mitchell se volvió hacia Agara y dijo:
—Parece usted cansado. ¿Por qué no toma algún somnífero? Su trabajo ha terminado. Despegaremos dentro de doce horas.
Agara asintió, con expresión agradecida, y luego una sombra de preocupación nubló su rostro.
—¿Ocurre algo? —preguntó Mitchell.
—¡Oh! Supongo que no... Se trata de Lassiter.
—¿Greg? ¿Qué le pasa? 
Agara sacudió la cabeza.
—No estoy seguro. Habla continuamente de esa cosa de las estepas.
—¿Una cosa? ¿Qué clase de cosa?
—Creo que ni él mismo lo sabe. A juzgar por sus palabras, diríase que hay algún animal por ahí. Al parecer, es incapaz de describirlo. Pero, sea lo que sea, le tiene muy asustado.
Mitchell fingió mirar a través de una de las ventanillas de observación, para que Agara no pudiera notar la crispación de su rostro.
—¿Cree usted que Lassiter puede estar... algo desquiciado?
Agara tragó saliva. La incertidumbre se había extendido entre aquellos dos hombres como una tensa cuerda de violín, y ninguno de ellos era capaz de reunir el valor necesario para expresar sus temores.


—No sé qué pensar. Pasamos juntos el examen psiquiátrico... y Greg estaba tan sano como cualquiera de nosotros...
Pero en su fuero íntimo pensó: "Si alguien tiene que ser menos estable que los demás, si alguien tiene que desquiciarse, será él...".
Mitchell se volvió en redondo. Ahora, su rostro estaba tranquilo, sus gestos seguros.
—Tal vez no se trate de nada grave. De todos modos, este planeta nos está afectando a todos de un modo extraño, ¿no le parece? Menos mal que emprenderemos el regreso mañana por la mañana.
Allí estaba, expresada finalmente en voz alta, la admisión de que algo invisible, algo inexplicable les había dado motivos para sentirse intranquilos y desconcertados, aunque ninguno de ellos lo había experimentado de un modo tan intenso como Lassiter.
—Sí —asintió Agara, sin mirar a Mitchell—. Pero pasarán otras seis semanas antes de que volvamos a ver la Tierra. Creo que no deberíamos perder de vista a Lassiter.
—Buena idea.
Agara salió del cuarto de navegación y cerró cuidadosamente la puerta detrás de él. Durante un largo espacio de tiempo, después de la marcha de Agara, Mitchell permaneció contemplando, pensativo, un punto indeterminado del techo, con una expresión preocupada en sus oscuros ojos.
Al fin, se puso en pie y pulsó un interruptor. La telepantalla se encendió inmediatamente. La noche envolvía a Centauro Cuatro. Mitchell experimentó una sensación de alivio al pensar que la noche no duraba más que seis horas y media, y que con el amanecer llegaría la promesa del retorno a la Tierra. Al fin y al cabo, no era extraño que Lassiter estuviera nervioso: Hasta entonces, ningún hombre había estado tan lejos del suelo natal. Una vez sumergido en la vorágine de los ultraespacios, a una distancia fuera de toda posibilidad de comprensión, un hombre podía sentir que la realidad con la cual estaba familiarizado se escurría de entre sus dedos, dejando en ellos el temor a lo desconocido que amenazaba separarle de todo lo que había amado, como si no hubiera sido más que un sueño.
La mano de Mitchell estaba temblando cuando desconectó la telepantalla. Se dejó caer en una de las sillas y el temblor se extendió a todo su cuerpo. Los diminutos dedos de la duda habían empezado a escarbar en su cerebro. ¿Acaso Lassiter estaba en lo cierto? En vez de imaginar cosas, ¿había realmente alguna oscura presencia moviéndose a su alrededor, algo que incluso los más exactos detectores no habían registrado?
Mitchell contempló con fijeza la pantalla apagada, mientras dejaba que su imaginación vagara de un rincón a otro de su mente, en un esfuerzo por encontrar alguna explicación a la intranquilidad que se había apoderado de todos.

Agara no se dirigió a su camarote; se encaminó al camarote donde Boardman guardaba los ejemplares.
Boardman era el miembro más joven de la tripulación. En aquel momento sostenía en alto un pequeño y peludo animal. Cuando entró Agara, Boardman murmuró un distraído saludo, sin apartar la mirada del animal que tenía entre sus manos.
—¿Ha encontrado usted algo nuevo? —preguntó.
—Un par de plantas. Están en la nave exploradora, si es que quiere verlas.
—No corre prisa.
Boardman acarició al animal y luego miró a Agara.
—Un bicho muy pequeño, ¿verdad?
Alzó la tapa de una de las cajas de plástico y dejó caer dentro al diminuto animal. La tapa volvió a cerrarse y el animal quedó encerrado, con el rostro pegado a una de las transparentes paredes.
Agara se inclinó para examinarlo de cerca. El peludo rostro le devolvió la mirada, con los ojillos casi ocultos entre la espesa pelambrera pardusca. El animal se sostenía sobre sus patas traseras, y sus extremidades anteriores eran mucho más cortas. Su tamaño no llegaba a las nueve pulgadas.
—¡Un canguro! —exclamó Agara—. ¡Es un canguro en miniatura!
Boardman sonrió.
—Existe un gran parecido, ¿no es cierto? Y es el animal más listo de la colección. 
Agara sacudió la cabeza, dejando vagar sus ojos por las cajas que contenían ejemplares de la fauna del planeta, maravillándose de nuevo ante la sorprendente falta de variedad, de verdaderas rarezas entre las escasas plantas y animales.
—Verá —dijo—, siempre creí que el Universo era un lugar de variedad infinita. Sin embargo, todas las formas de vida que hemos encontrado, aquí, y en Titán, y en Marte, y en el resto de los planetas del Sistema, no son realmente muy distintas, ¿verdad?
Boardman contestó:
—Desde luego. Pero, ¿se ha parado usted a pensar en el número de astros que existen?
Agara suspiró.
—Supongo que tiene usted razón. Después de todo, éste es el primer planeta extrasolar que hemos estudiado. Tal vez fuera de aquí...
En aquel momento se oyó un leve choque transmitido a través de las paredes de la nave. Agara frunció el ceño. El sonido era fácil de identificar: El leve retroceso de una nave exploradora en el momento de abandonar el hangar.
—¿Qué diablos...?
Agara echó a correr hacia el hangar. Antes de abrir la puerta sabía lo que iba a ver.
Una de las pequeñas naves había desaparecido. Y Lassiter también. Agara se dirigió rápidamente al cuarto de navegación.

Lassiter mantuvo la nave de exploración a poca altura rumbo a las montañas, apenas visibles en la oscuridad nocturna.
En su interior, algo vibraba con la sensibilidad de una cuerda de violín muy tensa; era un receptor para un centenar de distintas percepciones sensoriales, todas desconocidas e inclasificables. Era como si hubiera dejado de ser humano para convertirse en un vasto receptáculo psíquico en armonía con los impulsos emitidos por algo que planeaba a su alrededor.
Su mente estaba recibiendo unas impresiones tan extrañas, tan incomprensibles, que tuvo que empujar los restos de su raciocinio a las celdillas de su cerebro y dejar que su conciencia creciera y se hinchara de modo que pudiera encerrar aquellas nuevas sensaciones.
Se sentía como imaginaba que Ulises debió sentirse cuando oyó por primera vez la poderosa llamada de las sirenas. Pero, al contrario de aquel casi enloquecido héroe, Lassiter conservaba el completo dominio de sus motivaciones mentales. Era como si su cerebro se hubiera partido en dos, dejando una parte para atender al gobierno de la nave y a las otras funciones humanas de razonamiento, en tanto que la nueva, esta parte desconocida de él se dedicaba a establecer contacto con la vasta presencia que le estaba esperando más allá de las montañas. La parte humana se sentía empujada por una insaciable curiosidad, un ansia de encontrar la respuesta al inquietante silencio, de resolver el problema de su estado mental y demostrar que el motivo del trastorno de sus sentidos no tenía su origen en la imaginación.
"Pero, ¿dónde?", se preguntó. "¿Dónde lo encontraré?"


En el cielo brillaban miríadas de estrellas. Lassiter permanecía sentado, rodeado por el calor de la cabina, mientras el piloto automático le conducía hacia su invisible destino. Quizá no llegase a encontrar nada, como le había sucedido a Agara, y su única recompensa sería el conocimiento de que su mente se había debilitado con las peripecias del viaje, y esto representaría el final de toda posibilidad de continuar en el Servicio de Exploración Estelar. Por su futuro, y por su salud mental, debía demostrarse a sí mismo que había algo que le llamaba con un tipo de percepciones desconocidas; demostrar que sus sensaciones no eran producto de su mente, sino reales.
En su cerebro pareció resonar un ¡ping! y por un instante sintió que había tocado realmente aquel indefinible algo.
La nave se acercaba a las colinas y los gravitadores desaceleraron suavemente. Una lucecita roja parpadeó, reclamando atención al tablero de mandos. Lassiter sé inclinó hacia adelante, desconectó el piloto automático y guió la nave en la dirección que su intuición le estaba sugiriendo.
La sensación de una presencia extraña se hizo más intensa. La nave pareció sacudida por una poderosa corriente de fuerza psíquica. Lassiter casi pudo sentir el pulso de la cosa hinchándose y contrayéndose como un gran diafragma.
¿Pero por qué no lo había sentido Agara?
Aunque... Tal vez Agara lo había sentido, pero había sido incapaz de enfrentarse con ello y había huido ciegamente, demasiado avergonzado por su conducta para informar acerca de lo que había visto o sentido. Sí, esto podía explicar su inquietud.
Las olas de conciencia crecían y crecían a su alrededor.
"¡Aquí!", pensó, excitado. "¡Aquí!"
Pero, ¿cómo localizarlo?
Dejó que la nave descendiera hasta situarla a poca altura de las onduladas crestas, y marcó un rumbo en el piloto automático que le conduciría más allá de los picos de las montañas. Luego se reclinó en su asiento, esperando, mientras el robot guiaba la nave a través de la tortuosa cordillera.
Lassiter estaba sudando y su corazón latía aceleradamente. Abrió uno de los compartimientos que había frente a él y sacó un desintegrador de corto alcance. Lo introdujo en un bolsillo de su chaqueta. Y pensó que obraba de un modo absurdo al adoptar aquellas precauciones.
Lassiter no se sentía como un hombre que corría hacia las fauces del peligro. Tal vez debiera haberse sentido como un pájaro hipnotizado esperando la succión mortal de la cobra, pero la parte humana de su mente estaba orientada con demasiada claridad para perderse en un miasma de temor. Por el contrario, se creía un hombre a punto de vivir una gran experiencia.
La proa de la nave se irguió de repente para cruzar la primera de las largas líneas de picos, disponiéndose a transportar a Lassiter más allá del mundo normal y dejarle en otro mundo desconocido, que ni siquiera había sido imaginado.
Lassiter se preguntó si lo que estaba viviendo era real o si se trataba de una espantosa pesadilla, producto de su mente cansada. Un sueño compuesto de años luz de aislamiento de todos los puntos de referencia de la realidad cotidiana. Sin nada a que aferrarse, excepto a la compañía de los otros tres hombres y la solidez de la nave espacial. Lassiter comprendió que el contacto con su mundo se desvanecía, para dejarle vagando por las capas de una nueva dimensión.
Resonó otro ¡ping! en su cerebro, como un eco que le advirtiera que la presa estaba cercana.
De pronto, todo le pareció dudoso. Incluso sus manos, cuando las alzó delante de sus ojos, las vio extrañas y sujetas a interrogante. Incluso la nave de exploración le pareció intangible.
La nave había sobrevolado el primer pico y descendía a lo largo de un valle poco profundo. Comenzó a elevarse de nuevo para cruzar un segundo pico, más alto que el anterior.
En el transmisor de radio brillaba un lucecita verde, pero Lassiter no le prestó atención. Había estado brillando desde que abandonó la nave espacial, y no había modo de apagarla. Era un dispositivo de seguridad destinado a informar a quienquiera que pilotara la nave de exploración que alguien estaba tratando de establecer contacto con él.
Lassiter no deseaba establecer contacto con sus compañeros. Unas palabras de explicación por su parte señalarían su posición, y no tardaría en presentarse la otra nave exploradora. Podían esperar. Pronto descubrirían lo que le había llevado a las montañas.
A medida que la nave ascendía, la presencia vibratoria se hacía más intensa en el interior de la cabina. Pero la nave seguía ascendiendo, envuelta en un largo silencio que se extendía hacia el infinito. Alcanzó la cima de la montaña y la cruzó para sobrevolar el valle que había detrás de ella.
Una ola psíquica pareció envolver y engullir a la diminuta nave. Lassiter notó que su cuerpo se encogía.
Una corriente de incertidumbre pareció invadir las fibras de sus nervios y, por primera vez desde que había salido de la nave espacial empezó a sentirse inseguro acerca de su suerte. La incertidumbre no tardó en cristalizar en los primeros espasmos de miedo. Su mente estaba vacilando en la intensa comunicación establecida alrededor de su conciencia, como un enfurecido mar sin orillas.
Y un viento rugió a través de su alma. Penetró a través de su miedo y lo rompió en pedacitos.
En un último acto de volición consciente, Lassiter pulsó el botón que llevaba la indicación "Descenso", y notó que la nave se posaba suavemente en el valle.
La calma era absoluta, pero el gran pulso que latía en su cerebro creaba un ruido indescriptible. Parecía disminuir y crecer con rítmica intensidad, como si fuera el corazón del universo. El lugar en que se encontraba no se parecía a la frágil nave de exploración, ni a cualquier otro lugar conocido por él. Era una ciénaga viscosa que ondulaba y se transformaba continuamente.
El mundo de un loco.
Lassiter inclinó la mirada y vio que su propio cuerpo ondulaba y se movía en armonía con el gran Pulso Universal, y lo que quedaba de su mente humana se horrorizó. Un grito de terror quedó ahogado en su garganta y brotó a través de sus labios como un gemido.
Todo estaba condensado.
Se produjo un estruendoso ¡clap! psíquico en el interior de su cráneo, y el mundo volvió bruscamente a ser claro y racional.
Lassiter sacudió la cabeza como si despertara de un sueño. ¿Dónde estaba la nave de exploración? ¿Qué estaba haciendo él allí, solo, de pie sobre la corta hierba del valle?
Parpadeó y miró a su alrededor; pero bajo el cielo sin luna no se veía ni rastro de la pequeña aeronave. Una fresca brisa acariciaba suavemente su rostro.
Alzó la mirada... y sintió que su mente se encogía ante el impacto de la enorme presencia que se extendía sobre él. Sus oídos se llenaron con el sonido de una pesada y terrible respiración, al tiempo que intuía la proximidad de algo enorme, algo cósmico.


Lassiter miró a uno y otro lado, buscando un camino para huir, pero la presencia parecía envolver el cielo del valle. Las montañas se erguían por todos lados, hostiles y brutales.
De repente, su pánico se desvaneció. Había ido allí en busca de su desconocido algo. ¿Por qué huir ahora que lo había encontrado? Y si tenía que morir, al menos podría ver a su asesino.
De modo que se volvió y se enfrentó con su algo.
Al principio no hubo nada que ver; sólo el poderoso pulso de la cosa fue audible en el receptor psíquico forjado por sus propios sentidos olvidados. A su alrededor no había más que las indiferentes estrellas y los furiosos picos de las montañas.
Luego, todo volvió a agitarse. Esta vez, de sus labios fuertemente apretados no brotó ninguna exclamación de miedo.
—¡Hazte visible! —gritó—. ¡Hazte visible!
Y el mundo se detuvo.
Lassiter empezó a tener conciencia de algo en un plano visual como una sucesión de extrañas formas geométricas retorciéndose e interponiéndose en el aire delante de él. Su mente flaqueó ante el asalto, pero se enfrentó con él, decidida.
Luego asumió otras formas, otras dimensiones, y un desfile de desconocidos simbolismos pasó ante sus ojos. Algunos de ellos le hicieron sentirse enfermo, otros le asustaron, pero se negó a dejarse vencer por el miedo antes de descubrir la verdadera forma de su algo.
La presencia terminó por cansarse de sus sorprendentes giros. Una gran calma flotó sobre el valle. Se produjo otra de aquellas extrañas sensaciones de agitación, y cuando Lassiter recobró la visión normal, el mundo estaba inmóvil y las estrellas brillaban apaciblemente en el oscuro terciopelo del firmamento.
Delante de Lassiter, un gran ejército parecía extenderse hacia las más alejadas laderas de las montañas, una masa amorfa que sugería un conjunto de formas humanas fundidas en una gran mancha. No había ninguna sugerencia de individualidad, sino una serie de extensiones de un vasto e invisible organismo.
Una de las figuras se separó de la masa y se acercó a Lassiter. A sus ojos inseguros, la forma parecía moldearse a sí misma a medida que se aproximaba a él, de modo que cuando estuvo a un centenar de metros tenía dos piernas y una indudable forma humanoide y, cuando se detuvo a unos cuantos metros, su aspecto era realmente humano. Un hombre viejo, andrajosamente vestido y con la luz de la sabiduría brillando cálidamente en sus ojos. Su aspecto recordó a Lassiter el que había imaginado que debían tener los antiguos filósofos griegos.
Lassiter tragó saliva y dio unos pasos inseguros hacia el anciano. La solidez del suelo, bajo sus pies, le hizo recobrar el valor.
—¿Quién eres? —preguntó, excitado.
—Eso no tiene importancia —respondió el anciano.
—¡Para mí la tiene!
—No lo creas. Pero tú no puedes comprenderlo. 
Lassiter le miró, asombrado.
—Estás hablando en inglés.
—No. Ese vocablo no tiene ningún significado... aquí.
—Telepatía...
—No. No puedes comprenderlo.
—¡Al diablo con que no puedo comprenderlo! ¡Necesito una explicación!
—La tendrás. 
El anciano sonrió amablemente como si le estuviera explicando algo muy difícil a un niño.
—Yo no soy lo que tú crees ver.
"Eso es bastante razonable", pensó Lassiter. Estaba convencido de que el ser que tenía delante de los ojos no era real, sino una ilusión creada por su algo.
—Estoy hipnotizado —acusó, mirando duramente al anciano—. ¿Qué estás tratando de hacer conmigo? ¿Por qué me has llamado para que viniera aquí?
—Yo no te he llamado. Tú... me has oído. Quizá sería más exacto decir que me has intuido. Eres mucho más receptivo que tus compañeros.
De modo que él había estado en lo cierto acerca de ese punto.
—No has contestado a mi pregunta. ¿Quién eres? ¿Qué eres? 
El anciano se encogió de hombros.
—Es difícil de explicar. Pero como es evidente que otros de tu raza te seguirán hasta este punto, tal vez sea mejor que lo intente.
Lassiter frunció el ceño. Aquello no tenía sentido.
—¿Qué quieres decir con lo de "hasta este punto"?
—Hasta el fin... ¿Qué otra cosa podría ser?
—¿El fin de qué?
—El fin de su universo.
Lassiter se pasó una mano por los ojos, con un gesto de cansancio.
—Temo no comprender lo que estás diciendo. 
El anciano sonrió.
—Ya te lo había advertido.
Lassiter alzó la mirada y se quedó contemplando fijamente las estrellas. Una mano helada pareció oprimir su corazón. ¿Por qué le parecían tan artificiales, tan insubstanciales?
—Permíteme que trate de explicártelo —continuó el anciano—. A tu raza le fue concedida la capacidad de conocer y una parte de realidad para que la moldeara de acuerdo con sus necesidades. Extrajeron un orden del caos primitivo, adaptaron una bola de barro para vivir sobre ella. Más tarde, se les hizo necesario dirigirse hacia todas aquellas luces que veían esparcidas a través del cielo nocturno, y trataron de extenderse hacia ellas y convertirlas en parte de su mundo. Pero la distancia era demasiado grande. Los instrumentos que habían inventado no podían penetrar en tan gran espacio. Los telescopios les habían permitido estudiar someramente los planetas más cercanos, pero las estrellas estaban demasiado lejos... Aquí no existe más que una sugerencia de su realidad, y más allá no existe... nada.
»Temo que su realidad termine aquí. No pueden ir más lejos. 
Lassiter dijo:
—O estás loco... o yo estoy soñando. 
El anciano se encogió de hombros.
—Estás soñando.
—Entonces tú eres un producto de mi sueño...
—No. He asumido esta forma por curiosidad, por el deseo de penetrar en su mundo.
—Entonces, ¿qué es lo que eres?
—Yo soy dueño de este lugar. Mira...
Y Lassiter se sintió transportado a una vasta extensión de disforme materia, que se arremolinaba y fundía en torno a un ardiente núcleo central, un universo que se hinchaba y reventaba a su alrededor como un gigantesco fragmento de alguna estrella en explosión, un universo más allá de su capacidad de comprensión, la imposible enajenación final. Su cerebro amenazó con estallar, y gritó una silenciosa protesta al torbellino que le rodeaba.
Lassiter sintió que el Dueño agarraba con firmeza la materia insustancial de su mente, y notó la terrible fuerza con que la moldeaba, dándole una forma que le permitiera resistir las enormes presiones generadas a su alrededor. Y entonces, cuando pareció que su personalidad empezaba a perderse, pudo notar que era transportado de nuevo a través de la remolineante sustancia. En forma vaga pudo percibir una gran luz que brillaba en el vacío, algo que su mente pudo agarrar con firmeza, un rasgo de cordura en un universo que había enloquecido. De repente, las estrellas parecieron estallar a su alrededor, esparciéndose a través de su campo visual como una lluvia de arena, hasta el punto de que Lassiter imaginó que podía extender la mano y coger un puñado de ellas.


Luego, se encontró descendiendo de nuevo a la superficie de un planeta. Vio las grandes montañas Brobdingnagian que salían a su encuentro, y la hierba del valle brotando alrededor de sus pies.
Lassiter miró con fijeza al anciano, y a las borrosas hileras de hombres-sombras que se extendían detrás de él, hacia las montañas.
—Estoy soñando —repitió, como si fuera incapaz de aceptar lo que le había sucedido.
—No —rectificó el otro—. Esta vez no has soñado. He llevado tu mente más allá de las fronteras de tu universo, para mostrarte lo que hay allí. Un universo infinito, que rebasa la ridícula comprensión de sus mentes infantiles.
Lassiter retrocedió unos pasos. Sus ojos estaban llenos de temor.
—¡Estás loco! —dijo—. ¡Loco!
—No —contestó el anciano—. No estoy loco, ni soy un producto de tu imaginación.
—Entonces, ¿quién eres? —preguntó Lassiter, asustado.
El anciano se echó a reír, y Lassiter se estremeció al oír el sonido de aquella risa. Las montañas se agitaron bajo el impacto de su hilaridad, y Lassiter quedó convencido de que iban a desgarrarse si volvía a reír.
—Permíteme mostrarte hasta qué punto es real su preciosa realidad —dijo el anciano, con acento levemente sarcástico. Y, de repente, el valle fue mucho más brillante que antes, hasta el punto de que cada árbol, cada brizna de hierba se destacó con notable claridad, a pesar de que el cielo nocturno seguía envolviendo el paisaje.
—¿Qué altura tiene aquel árbol? —preguntó el anciano.
Lassiter parpadeó y miró en la dirección que señalaba la mano. Vio un árbol bastante alto, muy parecido a un álamo.
Tragó saliva.
—Unos... unos treinta pies. ¿Por qué?
—Mira.
El anciano extendió la mano hasta que el árbol quedó preso entre sus dedos pulgar e índice, de modo que pareció una miniatura de apenas una pulgada de altura. Delante de los incrédulos ojos de Lassiter, el anciano arrancó el árbol de sus lejanas raíces y lo acercó a él.
—Y ahora, ¿qué altura tiene?
Lassiter contempló fijamente el diminuto árbol, reposando en la palma de la mano del viejo, y mientras lo contemplaba vio que los nudosos dedos se cerraban alrededor del árbol y lo rompía a trocitos. El anciano los tiró.
Lassiter sacudió la cabeza.
"Debo de estar soñando", pensó—. "¿Dónde están Agara y Boardman? ¿Por qué no vienen a rescatarme?"
El anciano le miró con expresión de triunfo.
—¿Ves?
Y con la otra mano arrancó un pico de las montañas y lo acercó a él. Una diminuta roca, en su mano, que luego dejó caer al suelo y aplastó con el pie.
—Esta es su realidad —dijo el anciano.
Y alargó un brazo y cogió un gran puñado de estrellas del cielo nocturno, pasándoselas de una a otra mano como brillantes gemas, mientras el terror se extendía por el rostro de Lassiter. Frotó vigorosamente una contra otra las palmas de sus manos, y sopló el polvo que había quedado en ellas. El polvo se esparció en alas de la brisa nocturna.
El mundo de Lassiter empezó a girar, cada vez con más rapidez acelerando los sonidos de su descompasado corazón. Lo último que oyó fue el universo temblando ante la terrible risa del anciano. Después, perdió la conciencia.

Boardman fue el primero en ver la desaparecida nave de exploración. Se la señaló con un gesto a Agara, que estaba a su lado, e inmediatamente descendieron hasta el valle.
La nave estaba en perfectas condiciones. Pero no había el menor rastro de Lassiter.
Amanecía cuando se elevaron de nuevo, cada uno en una nave, y empezaron la búsqueda.
Agara descubrió a Lassiter, vagando ciegamente por la parte más alejada del valle, con sus ropas hechas jirones y el rostro cubierto de arañazos.
Lassiter no reconoció a su salvador. Sus ojos tenían una expresión ausente, como los de un hombre que ha presenciado algo extraño y espectacular.
Agara transportó el cuerpo de Lassiter a bordo de la nave. Cuando lo hubo instalado en uno de los asientos, llamó a Boardman.
—Aquí, Agara. Le he encontrado. Está vivo, aunque no lo parece.
Lassiter se reanimó un poco cuando le sacaban de la nave y le instalaban en su camastro. Murmuró débilmente, sin reconocer a ninguno de sus compañeros, hasta que Mitchell se inclinó sobre él y dijo, bruscamente:
—Lassiter, vuelva en sí.
Las palabras parecieron penetrar ligeramente a través de la niebla que rodeaba el cerebro de Lassiter. Hizo un esfuerzo para enfocar sus ojos, pero sólo pudo ver a un grupo de formas vagas moviéndose delante de él. Parecía haber perdido contacto con la realidad.
—Le he visto —murmuró—. Le he visto.
—¿A quién ha visto?
Una expresión de asombro se extendió por las facciones de Lassiter.
—No... no lo sé. No lo sé.
No notó cómo la aguja se clavaba en su brazo, y unos instantes después estaba profundamente dormido.
Boardman, con la jeringuilla en la mano, miró al capitán.
—¿Y bien?
Mitchell sacudió la cabeza.
—No sé. ¿No creen que puede haber tropezado con algo? 
Agara movió negativamente la cabeza.
—Nosotros no vimos nada cuando fuimos en su busca.
—¿Absolutamente nada? Quiero decir, ¿ninguna señal, o algo por el estilo?
Un fragmento de recuerdo brotó en la mente de Agara, y por un breve instante una réplica se inmovilizó en su garganta. ¿Acaso no había notado, o mejor dicho, intuido algo cuando aterrizaron en el valle? Algo parecido a un olor, un olor psíquico, como si una cosa desconocida hubiera descansado allí brevemente... y hubiera vuelto a marcharse.
No, aquello había sido producto de su imaginación.
—Absolutamente nada —respondió, y se preguntó si estaba diciendo la verdad. El capitán suspiró.
—Bueno. Mantendremos a Lassiter bajo vigilancia hasta que recobre el conocimiento. Tal vez entonces pueda decirnos algo coherente.
Boardman asintió y guardó la jeringuilla en su estuche. Agara y el capitán salieron del camarote y Boardman se quedó solo con el dormido Lassiter, contemplando los músculos de su rostro que se tensaban de cuando en cuando, como si sufriera una pesadilla.
Durante un rato, Boardman se sintió intranquilo, recordando la extraña sensación que había experimentado cuando aterrizaron en el valle, y preguntándose si había sido producto de su imaginación, o si Lassiter había visto algo que les evitó a ellos.
Pero en seguida se tranquilizó. Después de todo, ¿por qué preocupares por aquello? Que resolviera el problema —si es que había problema— la Segunda Expedición. Suponiendo, claro está, que ellos regresaran a la Tierra.


Una hora más tarde, la nave espacial despegó lentamente. Su cerebro electrónico central había digerido ya las coordinadas correctas para la Tierra. Poco después, la nave penetraba en el subespacio.
Se oyó un intenso ruido procedente del camarote ocupado por Lassiter. Cuando Mitchell acudió para ver lo que sucedía, encontró a Boardman luchando con Lassiter para impedir que se librara de las ligaduras que le mantenían sujeto a su camastro.
—¡Está usted loco! —gritaba—. Todos ustedes están locos. 
Boardman miró al capitán con expresión desesperada.
—¡Ayúdeme a sujetarlo, por favor!
Mitchell agarró fuertemente a Lassiter, mientras Boardman le inyectaba una dosis doble. Lassiter se agitaba furiosamente, gritando:
—¿Es que no lo comprenden? ¿Es que ninguno de ustedes lo comprende? No estamos en el subespacio... el subespacio no existe. No existe, en... realidad... no... existe.
Boardman se puso en pie y se pasó una mano temblorosa por la frente.
—¡Uf! —exclamó—. Gracias a Dios que ha vuelto a quedarse dormido. Le he inyectado una dosis capaz de tumbar a un elefante.
Mitchell se sentó en el borde del camastro.
—¿Cuánto tiempo llevaba así?
—Desde que penetramos en el subespacio. La sacudida debió despertarle. 
Una expresión preocupada empezaba a extenderse por el rostro del joven. Mitchell le miró fijamente.
—¿Sucede algo? —inquirió.
—¿Eh? ¡Oh, no! Sólo que...
—Sólo qué...
Boardman se encogió de hombros.
—¡Oh! Supongo que ha sido lo que ha dicho antes de volver a caer en el histerismo... Ha estado hablando de la cosa que encontró en el planeta, o de lo que imaginó haber encontrado. Habló acerca de los sueños, y de la naturaleza de la realidad, y de cosas por el estilo. Parecía creer que carecemos del conocimiento de la realidad, que nuestras mentes no son aptas para penetrar en la esencia de las cosas... Eso es lo que ha estado diciendo. Y, ¿sabe usted una cosa? —Boardman se volvió a mirar a Mitchell, con una extraña expresión—. Sus palabras no resultaban absurdas, ni mucho menos. ¿Comprende lo que quiero decir?
Mitchell sintió que un escalofrío helaba la respuesta en su garganta, como si un enorme puño se hubiera cerrado sobre el frágil caparazón de la nave espacial.
Sí, él sabía exactamente lo que Lassiter había querido decir.
Durante las semanas que siguieron, trataron de ignorar los accesos de Lassiter y le mantuvieron bajo el efecto de los sedantes el mayor tiempo posible, con la esperanza de evitar la desintegración de su inteligencia, conservando al mismo tiempo su propia paz de espíritu.
Hasta que el largo viaje llegó a su término y la nave volvió a abrir un agujero en el espacio normal y, en lugar del acogedor espectáculo del Sol y de sus planetas circundantes, no encontraron más que un oscuro vacío, como si una mano gigantesca los hubiera cogido, dejando aquel terrible boquete en la galaxia donde no existía meta... para ellos.


FIN

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