Título original: The biography proyect
Año: 1951
Hasta un endurecido periodista como Wellman Zatz, escritor de suplementos dominicales, estaba impresionado por la importancia del acontecimiento que debía relatar, la inauguración del Instituto Biofilm.
Arlington Prescott, obrero de una fábrica de lentes de contacto, había inventado, mientras buscaba una máquina del tiempo, la Cámara Biotempo. Parecida a una cámara de cine común, sin sonido, por supuesto, proyectaba una onda temporal, la reacumulaba y la enfocaba sobre una película sensibilizada a la luz temporal. Cuando descubrió que debía conformarse simplemente con fotografiar el pasado, sin poderlo visitar físicamente, Prescott abandonó sus inventos y se dedicó a dirigir un jardín de infantes.
Y, sin embargo, explicaba Zatz a sus lectores, dictando sus notas por persfono a un impresor de voz de la oficina de telenoticias, el Instituto Biofilm se basaba en el repudiado invento de Prescott. Mil cámaras Biotempo habían sido instaladas en un edificio inmenso, macizo, casi todo bajo tierra, estilo siglo XXIII, donación de Humboldt Maxwell, el riquísimo fabricante de las Píldoras Banquete. Había mil equipos de historiadores, biógrafos, analistas militares, etc., para el primer intento de registrar la historia tal como había ocurrido en la realidad, prestando especial atención, según había exigido Maxwell, a los pretéritos genios de la industria, la política, la ciencia y las artes, en el orden mencionado.
Al recorrer el Instituto Biofilm, Wellman Zatz sólo consiguió entrevistas cortas y de mala gana con los Bioequipos; la tarea de pescar incidentes o personajes en el tiempo los ponía nerviosos y no querían interrupciones.
Por fin se quedó con un grupo que parecía algo menos hostil. Estaban observando en la pantalla monitora lo que parecía una escena de la Inglaterra isabelina.
—Sir Isaac Newton —gruñó Kelvin Burns, el biógrafo de hombres de ciencia, en respuesta a la pregunta de Zatz—. Gran hombre. Queremos averiguar por qué se volvió loco.
Zatz estaba enterado, por supuesto.
Durante siglos los escritores baratos habían usado el caso de Sir Isaac como argumento en favor de ciertas teorías sobre los fenómenos psíquicos. Después de hacer sus asombrosos descubrimientos a la edad de 25 años, el gran dentista del siglo XVII había empleado el resto de su larga vida buscando la precognición, la piedra filosofal y otras chucherías del misticismo.
—Mi diagnóstico —dijo Mowbray Glass, el psiquiatra— es paranoia causada por un sentimiento de soledad en su niñez.
Pero la pantalla mostraba un chico feliz, en lo que parecía ser un hogar normal del siglo XVII, y una escuela adecuada. Glass se fue intrigando cada vez más, a medida que Sir Isaac iba encontrando su teorema del binomio, el cálculo diferencial e integral y se ponía a trabajar en la teoría de la gravitación, sin mostrar el menor síntoma de desequilibrio emocional.
—Tiene la mayor capacidad deductiva y demostrativa que he visto —comentó Pinero Schmidt, el integrador científico—. No puedo creer que un hombre así se haya vuelto místico.
—Pero así fue —dijo Glass, y al mismo tiempo cambió de color—. ¡Miren!
Solo, en su estudio amueblado con exceso, el hombre de la pantalla levantó de pronto la vista. Miró directamente a la onda temporal por un instante, y luego desvió la vista a las sombras del cuarto. Aferró un candelabro de plata y, sosteniéndolo como un arma, comenzó a registrar los rincones.
—Está murmurando algo —informó González Carson, el lector de labios—. ¡Espías! Cree que alguien quiere robarle sus descubrimientos.
Burns parecía desorientado.
—Es la primera señal de enfermedad que vemos. ¿Pero por qué ocurrió?
—Maldito sea si me doy cuenta —admitió Glass.
—¿Herencia? —sugirió Zatz.
—No —dijo Glas con firmeza—. Ya se ha investigado.
El Bioequipo pasó horas escrutando la vida del sabio. Al llegar a los treinta años ya era una costumbre mirar hacia arriba y sonreír secretamente. En su lecho de muerte, cuarenta años después, movió sus labios alegremente, ya sin miedo.
—Mi ángel guardián —leyó en ellos Carson en voz alta—, me has vigilado con sumo cuidado y delicadeza durante toda mi vida. Estoy contento de encontrarte ahora.
Glass se atoró. Fue a recorrer los demás Bioequipos, uno tras otro, haciéndoles una concisa pregunta. Al volver, estaba temblando.
—¿Qué pasó, doctor? —preguntó ansiosamente Zatz.
—No podemos volver a usar la Cámara Biotempo nunca más —dijo Glass, y parecía enfermo—. Mis colegas han estado investigando las psicosis de Robert Schumann, Marcel Proust y otros que tuvieron delirio de persecución…
—Pero ¿por qué? —insistió Zatz.
—Porque todos ellos creían que alguien los estaba espiando. Y tenían razón. ¡Éramos nosotros!
FIN
No hay comentarios:
Publicar un comentario