Título original: The foodlegger
Año: 1952
Los vehículos se detuvieron entre chirridos de frenos; unas maldiciones ahogadas rebotaron contra los parabrisas. Los peatones saltaron hacia atrás, con los ojos dilatados y la boca abierta en una incrédula O.
Una gran esfera de metal había aparecido, como brotada del aire, en mitad de la intersección.
—¿Qué, qué? —balbuceó el agente de tránsito, abandonando la fortaleza de su isla de cemento.
—¡Buen Dios! —gritó una secretaria, inclinándose fuera de una ventana del tercer piso—. ¿Qué será eso?
—¡Brotó de la nada! —barbotó un viejo—. ¡De la nada, caramba!
Gritos sofocados. Todo el mundo se inclinó hacia adelante, con el corazón agitado. La puerta circular de la esfera se estaba abriendo.
Un hombre saltó de ella y miró a su alrededor, interesado. Clavó sus ojos en la gente, la gente lo miró a su vez.
—¿Qué significa esto? —vociferó el agente de tránsito, sacando su libreta de informes—. ¿Conque busca problemas?
El hombre sonrió. Los que estaban más próximos le oyeron decir:
—Soy el profesor Robert Wade. Vengo del año 1954.
—Puede ser, puede ser —gruñó el funcionario—. Antes que nada, saque ese armatoste de aquí.
—Pero eso es imposible —dijo el hombre—. Al menos por el momento.
El agente proyectó el labio inferior.
—Imposible, ¿eh? —desafió.
Dio un paso hacia el globo de metal. Lo empujó. El artefacto no cedió un ápice. Lo pateó y soltó un aullido:
—¡Ay!
—Por favor —dijo el extranjero—. No servirá de nada.
Enojado, el agente empujó la puerta y echó una mirada al interior. Retrocedió de inmediato, con un grito ahogado en los labios pálidos.
—¿Qué? ¿Qué? —gritó, en fabulosa incredulidad.
—¿Qué pasa? —preguntó el profesor.
La cara del agente estaba sombría y perturbada. Le castañeteaban los dientes.
Parecía atónito.
—Si usted… —comenzó el hombre.
—¡Cállese, puerco inmundo! —rugió el agente.
El profesor retrocedió alarmado, con la cara contraída por la sorpresa.
El agente se estiró hacia el interior de la esfera y sacó algunos objetos.
Pandemónium.
Las mujeres desviaron el rostro con chillidos de asco. Los hombres más fuertes ahogaron gritos de asombro, y contemplaron aquello en parálisis total. Los niños echaron miradas furtivas. Las doncellas se desmayaron.
El oficial se quitó la chaqueta, escondió rápidamente los objetos bajo de ella y sostuvo el bulto con una mano temblorosa. Luego aferró violentamente el hombro del profesor.
—¡Sabandija! —bramó—. ¡Cerdo!
—¡Que lo cuelguen! ¡Que lo cuelguen! —coreó un grupo de damas coléricas, marcando el ritmo con sus bastones sobre la acera.
—¡Qué vergüenza! —murmuró un sacerdote, cuya cara se encendió rápidamente en bermellón.
El profesor se vio arrastrado calle abajo. Tironeó, protestando. Los gritos de la multitud le asfixiaron. Lo golpeaban con paraguas, bastones, muletas y revistas enrolladas.
—¡Villano! —acusaban, blandiendo dedos acusadores—. ¡Libertino desvergonzado!
—¡Qué repulsivo!
Pero en los callejones, en los cafetines, en las salas de juego, locas fantasías se ocultaban detrás de las sonrisas maliciosas. La voz se iba corriendo. Risitas ahogadas y formidablemente obscenas latían por las calles de la ciudad.
Llevaron al profesor a la cárcel.
Dos hombres de Tránsito se situaron ante el globo metálico. Alejaban a todos los curiosos. No dejaban de mirar hacia dentro con ojos brillantes.
—¡Justo allí! —decía uno de los agentes, lamiéndose los labios con entusiasmo—. ¡Tremendo!
Cuando sonó el fonovisor, el Comisionado Principal Castlemould estaba contemplando tarjetas pornográficas. Contrajo violentamente sus hombros escuálidos; el susto le hizo chasquear los dientes postizos. Recogió aprisa la pila de tarjetas y las arrojó dentro del cajón de su escritorio. Echándoles una última mirada, cerró el cajón de un golpe, obligó a su rostro huesudo a adoptar una máscara de dignidad oficial y oprimió la llave de control.
Sobre la pantalla del fonovisor apareció el capitán Ranker de la Policía de Tránsito; la gruesa papada rebasaba su cuello duro.
—Comisionado —canturreó el capitán, con las facciones empapadas de obediencia—, siento molestarlo durante su hora de meditación.
—Bueno, bueno, ¿de qué se trata? —preguntó secamente Castlemould, tamborileando en su impaciencia la superficie lustrosa del escritorio.
—Tenemos un prisionero —dijo el capitán—. Dice ser un viajero del tiempo, proveniente de 1954.
El capitán echó a su alrededor una mirada culpable.
—¿Qué busca? —tartajeó el comisionado.
El capitán Ranker extendió una mano en ademán apaciguador. Luego, inclinándose por debajo de la mesa, recogió los tres objetos y los puso sobre su carpeta secante, donde Castlemould pudiera verlos.
Los ojos de Castlemould estuvieron a punto de saltar de sus órbitas. La nuez de Adán se le subió hasta la nariz.
—¡Ahhhh! —graznó—. ¿De dónde sacó eso?
—El prisionero lo traía consigo —respondió Ranker, incómodo.
El viejo comisionado devoró aquellos objetos con la vista. Por un rato, ninguno de los dos habló. Castlemould se sintió invadido por un mareo sensual. Su nariz dilatada soltó un bufido.
—¡Espere! —jadeó, en voz alta y entrecortada—. ¡Un momento!
Cortó la comunicación, pensó durante un segundo y volvió a oprimir la llave. El capitán Ranker retiró bruscamente la mano del escritorio.
—Mejor que no toque esas cosas —le previno Castlemould, con los ojos entrecerrados—. No las toque. ¿Comprendido?
El capitán Ranker se tragó el corazón.
—Sí, señor —balbuceó, mientras un intenso rubor se expandía por su cuello carnoso.
Castlemould hizo un gesto de burla y volvió a interrumpir la comunicación.
Entonces se levantó de un salto, con una risa fuerte y aguda.
—¡Jaajaaa! —gritó—. ¡Jaajaaa!
Cruzó cojeando el cuarto, frotándose las manos. Hurgó deleitado la gruesa alfombra con sus finos zapatos negros.
—¡Jaajjaaaj! ¡Ja jaaj jaaj jaaj!
Y llamó a su coche particular.
Pasos. El fornido guardia quitó el cerrojo y abrió la puerta.
—Levántese, usted —graznó, con los labios torcidos en una mueca de disgusto.
El profesor Wade se levantó y atravesó la puerta, echando a su carcelero una rápida mirada antes de salir al vestíbulo.
—A la derecha —ordenó el guardia.
Wade giró hacia la derecha y cruzaron el salón.
—Por qué no me habré quedado en casa —murmuró Wade.
—¡Silencio, perro impúdico!
—¡Oh, cállese! —dijo Wade—. Todos ustedes han de estar locos. Tanto lío por un…
—¡Silencio! —rugió el guarda, mirando presuroso a su alrededor, con un estremecimiento—. Ni siquiera mencione esa palabra en esta limpia cárcel.
Wade levantó hacia él sus ojos implorantes.
—Esto ya es demasiado —anunció—. De cualquier modo que se lo mire.
Se le introdujo en un cuarto en cuya puerta se leía: Capitán Ranker, Jefe de la Policía de Tránsito.
El jefe se levantó bruscamente al verlo entrar. Sobre la mesa estaban los tres objetos, discretamente tapados con un paño blanco.
Un hombre apergaminado, vestido como para un velorio, dirigió a Wade una mirada aguda y deductiva. Dos manos señalaron simultáneamente una silla.
—Siéntese —dijo el Jefe.
—Siéntese —dijo el Comisionado.
El jefe se disculpó. El comisionado hizo un gesto entre burlón y despectivo.
—Siéntese —repitió Castlemould.
—¿Quieren ustedes que me siente? —preguntó Wade.
Sobre las facciones del capitán Ranker, ya rojizas, se expandió un apoplético escarlata.
—¡Siéntese! —barbotó—. ¡Cuando el comisionado Castlemould ordena sentarse, quiere decir que se siente!
El profesor Wade se sentó. Ambos funcionarios lo rodearon, como aguiluchos que esperaran la oportunidad de lanzar el primer picotazo. El profesor miró al jefe Ranker.
—Quizá usted quiera decirme…
—¡Silencio! —saltó Ranker.
Wade dio una palmada furiosa sobre el brazo de la silla.
—¡No me callaré! Estoy harto de tanta cháchara estúpida. Miran ustedes en mi cámara del tiempo, encuentran esas tonterías y…
De un manotazo apartó la tela que cubría los objetos. Ambos funcionarios dieron un salto atrás, ahogando un grito, como si Wade hubiese arrancado las ropas de sus respectivas abuelas.
Wade se levantó, arrojando el paño sobre la mesa.
—¡Por el amor de Dios! ¿Qué pasa? —gruñó—. Es comida. Comida. Un poco de comida.
Los dos hombres soltaron respingos bajo el repetido impacto de esa palabra, como si recibieran ráfagas del viento del purgatorio.
—¡Cierre su sucia boca! —dijo el capitán, con voz fuerte y sibilante—. ¡No queremos oír sus obscenidades!
—¿Obscenidades? —gritó el profesor Wade, abriendo incrédulo la boca y los ojos—. ¿Es que oigo bien?
Levantó uno de los objetos.
—¡Esto es una caja de galletas! —aclaró, incrédulo—. ¿Van a decir que es obscena?
El capitán Ranker cerró los ojos, estremecido. El viejo comisionado recuperó los sentidos y ahuecó los labios grisáceos, observando con ojillos astutos. Wade arrojó la caja sobre la mesa. El viejo palideció. El profesor tomó los otros dos objetos.
—¡Una lata de carne envasada! —exclamó furioso—. ¡Un termo con café! ¿Qué diablos hay de obsceno en la carne y en el café?
Un silencio mortal llenó el cuarto al final de ese alegato.
Todos se miraban mutuamente. Ranker temblaba como algo sin huesos, sofocado por el aturdimiento. La mirada del anciano se paseaba entre el rostro indignado de Wade y los objetos que había vuelto a dejar sobre la mesa. Sus centros cerebrales estaban tensos, en meditación.
Finalmente, Castlemould asintió y soltó una tosecita significativa.
—Capitán —dijo—, déjeme a solas con este canalla. Quiero llegar al fondo de esta atrocidad.
El capitán miró a su superior y asintió con un gesto de su grotesco cráneo. Salió rápidamente sin decir palabra. Lo oyeron alejarse a los tumbos por el vestíbulo, soltando bufidos.
—Ahora —dijo el comisionado, hundiéndose en la inmensidad de la silla de Ranker—, dígame su nombre… —su voz era halagadora, como si estuviera bromeando a medias.
Levantó el paño con dedos serenos y lo dejó caer sobre aquellos "objetos ofensivos", con el decoro de un sacerdote que cubriera con su túnica los hombros desnudos de una bailarina de cabaret.
Wade se hundió en la otra silla con un suspiro.
—Renuncio —dijo—. Vine del año 1954, en mi cámara de tiempo. Traje un poco de… comida… para cualquier emergencia. Y todos me dicen que soy un perro impúdico. Temo que no entiendo nada de esto.
Castlemould plegó las manos sobre su pecho hundido y asintió lentamente.
—Hummm. Bien, joven, me siento inclinado a creerle —dijo—. Es posible, lo admito. Los historiadores hablan de cierto período en el que el… ejem… sustento físico se tomaba por vía oral.
—Me alegro de que alguien me crea —dijo Wade—. Pero me agradaría que me explicara qué pasa con la comida.
El comisionado dio un ligero respingo ante la palabra. Wade volvió a mostrarse sorprendido.
—¿Es posible que la palabra "comida"… se haya vuelto obscena? —observó.
Ante el sonido reiterado de la palabra, algo pareció entrar en acción en el cerebro de Castlemould. Se inclinó hacia adelante y retiró el paño con ojos centelleantes. Pareció comerse con los ojos la caja, el termo, la lata. Su lengua recorrió los labios secos. Wade lo miró fijamente, con una sensación cercana al disgusto.
El viejo pasó una mano temblorosa sobre la caja de galletas, como si fueran las piernas de una corista. Sus pulmones lucharon con el aire.
—Comida…
Murmuró la palabra con el aliento entrecortado por la salacidad.
Luego, rápidamente, volvió a cubrir los artículos, como si el verlos lo aturdiera. Sus ojos viejos y brillantes se dirigieron al profesor Wade. Tomó una pequeña bocanada de aire.
—C…, bueno —dijo.
Wade se recostó en la silla; la confusión le quemaba el cuerpo. Meneó la cabeza e hizo una mueca al pensar en todo aquello.
—Es fantástico —murmuró.
Bajó la cabeza para evitar la mirada del viejo. Luego, al levantarla, vio que Castlemould espiaba otra vez bajo el paño, trémulo como un adolescente en su primera visita al teatro de revistas.
—Comisionado.
El viejo, sobresaltado, se sacudió en la silla y recogió los labios en un siseo asustado. Trató de reponerse.
—Sí, sí —dijo, tragando saliva.
Wade se levantó. Retiró el paño y lo extendió sobre el escritorio. Luego apiló los objetos en el centro y recogió las puntas, anudándolas. Hecho eso, dejó colgar el paquete a un costado.
—No quiero corromper esta sociedad —dijo—. Supongamos que averiguo lo que quiero sobre esta época y me marcho en mi… con esto.
En aquellas facciones arrugadas se dibujó el terror.
—¡No! —gritó Castlemould.
Wade lo miró, suspicaz. El comisionado se mordió mentalmente la lengua.
—Es decir, no tiene por qué marcharse tan pronto. Después de todo… —hizo un ademán extraño con sus brazos apergaminados, continuando—: Usted será mi huésped. Venga. Iremos a mi casa y…
Se aclaró violentamente la garganta; de inmediato se levantó y dio la vuelta al escritorio. Palmeó a Wade en el hombro, con los labios retorcidos, la sonrisa de un hospitalario chacal.
—En mi biblioteca podrá encontrar todos los datos que necesite —dijo. Wade no replicó. El viejo echó a su alrededor una mirada culpable.
—Pero será mejor que usted… hum…, no deje aquí ese bulto. Mejor llévelo consigo.
Dejó escapar un cloqueo confidencial. La suspicacia de Wade se acrecentó.
Castlemould dio a sus palabras un tono severo.
—No me gusta decirlo —dijo—, pero no se puede confiar en los subordinados. Podría causar un terrible revuelo en el departamento. Me refiero a eso.
Y miró al lío con afectado descuido. Su delgada garganta sufrió una contracción de honestidad.
—Nunca se sabe lo que puede pasar —continuó—. Alguna gente, como usted sabe, carece de principios.
Lo dijo como si ese horrendo pensamiento acabara de aparecer involuntariamente en su prístino cerebro. Para evitar toda discusión, se dirigió hacia la puerta. Mientras aferraba el pomo de la puerta se volvió, diciendo:
—Espéreme aquí. Voy a tramitar su excarcelación.
—Pero…
—No es nada, no es nada —dijo Castlemould, saltando hacia el vestíbulo.
El profesor Wade meneó la cabeza. Luego metió la mano en el bolsillo y sacó de él una barra de chocolate.
—Será mejor esconder bien esto —se dijo—, o me veré ante el pelotón de fusilamiento.
Ya en la entrada de su casa, Castlemould dijo:
—A ver, deje el paquete. Lo pondremos en mi escritorio.
—No me parece —dijo Wade, conteniendo la risa ante la cara ansiosa del comisionado—. Podría ser demasiada… tentación.
—¿Para quién, para mí? —exclamó Castlemould—. ¡Jaaj! ¡Qué divertido!
Sin soltar el paquete del profesor, hizo un puchero.
—Le diré qué podemos hacer —regateó, empecinado—. Iremos a mi estudio y yo cuidaré su paquete mientras usted toma notas de mis libros. ¿Qué le parece, ahhh? ¿Ahhh?
Wade siguió al hombre cojo hasta el estudio de techo alto. Aún no comprendía. Comida. Probó el sonido en su mente. Sólo una palabra inofensiva. Pero, como cualquier otra, tendría el significado que la gente quisiera darle.
Vio que las manos de Castlemould, de venas hinchadas, acariciaban el atado; notó la expresión codiciosa y taimada que invadía su cara vieja y severa. Se preguntó si podría dejar la… Sonrió para sí ante la vacilación de su mente. Se estaba contagiando.
Cruzaron juntos la ancha alfombra.
—Tengo la mejor colección de la ciudad —se jactó el comisionado—. Completa.
Guiñó un ojo surcado de venillas rojas y prometió:
—Sin censura.
—Qué bien —dijo Wade.
Ya ante los estantes, recorrió los títulos con la vista, inspeccionando las hileras paralelas que cubrían las paredes de la habitación.
—¿Tiene algún…? —comenzó, volviéndose.
Se interrumpió. El comisionado no estaba ya junto a él, sino sentado ante su escritorio. Había desenvuelto el atado y contemplaba la lata de carne con la impúdica mirada de un avaro que contara su oro.
—¡Comisionado! —llamó Wade en voz alta.
El viejo saltó violentamente, arrojando la lata al suelo. De inmediato desapareció de la vista, para aparecer un momento después, lleno de avergonzada mortificación, con la lata bien sostenida en ambas manos.
—¿Sí? —preguntó, gentilmente.
Wade se volvió sin perder tiempo; los hombros le temblaban por la risa reprimida.
—¿Tiene algún texto de historia? —preguntó, con voz entrecortada por la hilaridad.
—¡Sí, señor! —espetó Castlemould—. El mejor texto de historia de la ciudad… —tomó el volumen de un estante cubierto de polvo—. Precisamente el otro día lo estaba leyendo —dijo, alcanzándolo al profesor Wade.
Éste asintió, mientras soplaba el polvo del libro, que se levantó en una nube.
—Muy bien —dijo Castlemould—. Ahora usted se sienta aquí… —palmeó el resquebrajado respaldo de cuero de un sillón—. Le traeré algo para que escriba —agregó.
Wade lo contempló mientras volvía apresuradamente al escritorio y tironeaba el cajón superior. Será mejor que lo deje con la comida, pensó, mientras Castlemould volvía con un grueso bloc de artipapel. Wade iba a decirle que tenía su propio bloc, pero cambió de idea; tal vez le vendría bien tener una muestra de papel del futuro.
—Ahora usted se sienta aquí y toma todas las notas que quiera —dijo Castlemould—, y no se preocupe por su c… No se preocupe.
Se tranquilizó.
—¿Y usted? ¿Adonde va?
—¡A ninguna parte, a ninguna parte! —aseguró el comisionado—. Me quedaré aquí. Cuidando la…
Su nuez de Adán dio otra zambullida ante los objetos y la voz se le apagó en una pasión agotadora.
Wade se recostó en la silla y abrió el libro. Sólo una vez volvió a mirar al anciano; Castlemould estaba sacudiendo el termo de café para escuchar su borboteo. Su rostro sumido tenía el aspecto de un idiota meditabundo.
"La destrucción de la capacidad terrestre para producir c… se completó por el uso militar generalizado de los rocíos bacteriológicos. Esas diminutas gotitas de gérmenes penetraron en los suelos a profundidad suficiente como para imposibilitar el crecimiento de las plantas. Destruyeron también la mayor parte de los animales que proveían proteínas, así como los comestibles oceánicos, en favor de los cuales no se tomaron medidas precautorias en el último ataque desesperado de la guerra.
Asimismo, quedaron impotables las mayores reservas de agua del planeta. Cinco años después de la guerra, en el momento de escribirse esta obra, continuaba la intensa contaminación que las últimas lluvias no habían logrado disminuir.
Más aún…"
Wade levantó la vista del texto, meneando sombríamente la cabeza y miró hacia el comisionado. Castlemould estaba recostado en su silla, jugueteando pensativo con la caja de galletas.
Wade volvió a su libro y finalizó rápidamente el trozo escogido. Echó una mirada a su reloj. Era hora de regresar. Completó sus anotaciones y cerró el libro. Ya de pie, volvió a colocar el volumen en su sitio y se dirigió al escritorio.
—Ahora debo irme —dijo.
Los labios de Castlemould temblaron, descubriendo sus dientes de porcelana.
—¿Tan pronto? —dijo, y en esas palabras había algo cercano a la amenaza Recorrió la habitación con la vista, en busca de algo—. ¡Ah! —exclamó.
Dejó suavemente la caja de galletas y se puso de pie.
—¿Qué tal un bolo intravenoso? —propuso—. Uno cortito, antes de marcharse, ¿eh?
—¿Un qué?
—Bolo intravenoso.
Wade sintió que la mano del comisionado le tomaba el brazo para conducirlo otra vez al sillón.
—Venga —dijo Castlemould, extrañamente jovial.
Wade se sentó. "No pierdo nada", pensó. "Dejaré la comida. Eso lo tranquilizará".
El viejo hacía rodar una incómoda mesita ubicada en un rincón del cuarto. En la parte superior tenía un indicador y múltiples zarcillos brillantes, cada uno terminado en una aguja achaparrada.
—Es nuestra forma de…
El comisionado echó una mirada en su torno, como un vendedor de tarjetas prohibidas y concluyó suavemente:
—… beber.
Wade le vio tomar uno de los zarcillos.
—A ver, deme la mano —dijo el comisionado.
—¿Duele?
—No, en absoluto —respondió el viejo—. No tiene nada que temer.
Tomó la mano de Wade y clavó la aguja en la palma. Wade ahogó un grito. El dolor pasó casi de inmediato.
—Podría… —comenzó Wade.
En ese momento sintió que un tranquilizador fluir de licores corría por las venas.
—Bueno, ¿verdad? —preguntó el comisionado.
—¿Así beben ustedes?
Castlemould clavó una aguja en su propia palma.
—No cualquiera tiene un modelo especial como éste —dijo, orgulloso—. Este juego intravenoso es un regalo del gobernador del Estado. En agradecimiento por mis servicios, ¿sabe usted? Por llevar ante la justicia a la banda de Tom.
Wade se sentía placenteramente aletargado. Sólo un momento más, pensaba, y después me iré.
—¿La banda de Tom? —inquirió.
Castlemould se acomodó en el borde de otra silla, explicando:
—Apócope de… ejem… banda de los Tomates, grupo de famosos criminales que intentaban cultivar… tomates. ¡Para venderlos al por mayor!
—Horror —comentó Wade.
—Fue grave, muy grave.
—Grave. Creo que ya basta para mí.
—Mejor cambiar un poco —dijo Castlemould y se levantó para manejar los diales.
—Es suficiente para mí —insistió Wade.
—¿Qué le parece esto? —preguntó Castlemould.
Wade parpadeó, sacudiendo la cabeza para despejar las nieblas.
—Basta —dijo—, estoy mareado.
—¿Y esto?
Wade sintió que el calor aumentaba. Parecía correrle fuego por las venas. La cabeza le daba vueltas.
—¡Basta! —dijo, tratando de levantarse.
—¿Y esto? —preguntó Castlemould, quitándose la aguja.
—¡Ya basta! —gritó Wade.
Se inclinó para quitarse la aguja, pero tenía las manos entumecidas y volvió a caer en la silla.
—Apáguelo —dijo, débilmente.
—¿Qué le parece esto? —exclamó Castlemould.
Wade gruñó; un chorro flamígero corría por su cuerpo. El calor retorcía su organismo, trepando a saltos por él. Trató de moverse. No pudo. Estaba ya inerte, en un coma alcohólico, cuando Castlemould apagó al fin el artefacto. Quedó hundido en su silla, con los diminutos tentáculos aún prendidos de la mano. Sus ojos semicerrados estaban vidriosos y abotagados.
Sonidos.
Su cerebro drogado trató de situarlos. Parpadeó. Era como tener el cerebro apresado entre piedras calientes. Abrió los ojos. El cuarto era un borrón. Los estantes se superponían en hileras acuosas de lomos de libros. Meneó la cabeza. Los sesos parecieron sacudírsele en una risita tonta.
Las neblinas empezaron a disiparse una a una, como los velos de una bailarina. Vio a Castlemould ante su escritorio.
Estaba comiendo.
Encorvado sobre el escritorio, con la cara convertida en una mancha de negro rojizo, llevaba a cabo algún fanático rito carnal. Tenía los ojos inseparablemente fijos en el alimento esparcido sobre el paño. Estaba absorto, el termo golpeaba contra sus dientes. Lo sostenía entre sus dedos entrelazados, mientras el cuerpo le temblaba al pasar el líquido fresco por su garganta. Hacía chasquear estáticamente los labios.
Cortó otra rodaja de carne y la encerró entre dos galletas. Su mano temblorosa llevó el emparedado a su boca húmeda. Mordió los lados crocantes y masticó ruidosamente, con los ojos relucientes de excitación.
El rostro de Wade se contrajo por el asco; permaneció allí sentado, contemplando al anciano. Castlemould miraba ciertas postales mientras comía. Tenía la mirada clavada en ellas, y sus mandíbulas se movían esforzadamente. Brillaban sus ojos. Su vista pasaba de lo que comía a las tarjetas.
Wade trató de mover los brazos. Eran como troncos. Con bastante esfuerzo, logró deslizar una mano sobre la otra. Se quitó la aguja, soltando un ronco suspiro. El comisionado no lo oyó. Estaba perdido y absorto en su orgía digestiva.
A modo de prueba, Wade estiró las piernas. Parecían ajenas. Comprendió que, si intentaba ponerse de pie, caería de cara contra el suelo.
Se clavó las uñas en las palmas. Al principio no sintió nada. Después, la sensación fue volviendo lentamente, hasta llegarle al cerebro, barriendo la niebla.
No quitaba los ojos de Castlemould. El viejo comía entre estremecimientos, acariciando cada bocado. Wade pensó: Está haciendo el amor con una caja de galletas.
Luchó por recuperar el dominio sobre sí mismo. Tenía que regresar.
Castlemould ya había vaciado completamente la caja de galletas y recogía las migajas restantes. Las levantaba con un dedo húmedo y se las metía en la boca. Tras asegurarse de que no dejaba restos de carne, levantó el termo, ya prácticamente vacío, y lo suspendió sobre la boca abierta.
Las gotas restantes cayeron —tac, tac— en la cavidad de dientes blancos, y rodaron por la lengua hacia la garganta. Con un suspiro, bajó el termo. Volvió a mirar sus fotografías, con el pecho agitado. Después las dejó a un lado con un ademán de borracho y se dejó caer hacia atrás en la silla. Soñoliento, inexpresivo, contempló su escritorio, la caja vacía, la lata y el termo. Se pasó dos dedos cansados por la boca.
Después de algunos minutos, la cabeza se le cayó hacia adelante. Sus sonoros ronquidos levantaron ecos por toda la habitación.
El festival había concluido.
Wade se levantó con gran esfuerzo. Tropezó; el suelo parecía querer levantarse hasta su cara. Fue a dar contra una esquina del escritorio, donde se sujetó, mareado. Dio la vuelta al escritorio, apoyándose en su cubierta. El cuarto seguía girando ante sus ojos.
Se detuvo tras la silla del viejo, mirando los restos de aquella violenta cena. Aspiró una bocanada de aire, profunda y entrecortada y se sostuvo en la silla, cerrando los ojos, hasta que hubo pasado el mareo. Luego abrió nuevamente los ojos y volvió a mirar hacia la mesa, reparando en las tarjetas. En su rostro se dibujó una expresión incrédula.
Eran representaciones de comida.
Una cabeza de repollo, un pavo asado. En algunas de ellas, mujeres semidesnudas sostenían hojas de lechuga disecadas, magros tomates, naranjas secas, presentándolas en profano ofrecimiento.
—¡Dios, me quiero ir! —exclamó.
Iba ya hacia la puerta cuando recordó que no tenía idea de dónde estaba su cámara del tiempo. Se detuvo, balanceándose sobre la alfombra raída, escuchando los estridentes ronquidos de Castlemould.
Por último retrocedió y se detuvo, mareado, junto al escritorio; sin quitar la vista del comisionado, que dormía con la boca abierta, comenzó a abrir los cajones.
En el último encontró lo que buscaba: Un extraño tubo en forma de revólver. Lo tomó.
—Levántese —dijo, enojado, asestando al viejo un coscorrón.
—¡Aaahhh! —gritó Castlemould, dando un salto.
Se golpeó el diafragma con la esquina del escritorio y volvió a caer en la silla, privado de aliento.
—Levántese —dijo Wade.
Castlemould, confuso, levantó la vista. Trató de sonreír y una miga le cayó de entre los labios.
—¡Oiga, joven!
—Cállese. Va a conducirme hasta donde está mi cámara.
—Eh, espere un…
—¡Ahora!
—No juegue con eso —le advirtió Castlemould—. Es peligroso.
—Espero que sea muy peligroso —dijo Wade—. Ahora levántese y lléveme hasta su coche.
Castlemould se puso rápidamente de pie.
—Joven, esto es…
—¡Oh, cállese, viejo cabrón senil! Lléveme hasta su coche y ruegue que no se me ocurra apretar este botón.
—¡Por Dios, no lo haga!
Mientras se dirigía hacia la puerta, el comisionado se detuvo súbitamente. Hizo una mueca, doblándose en dos: Su estómago comenzaba a protestar contra aquella violación.
—¡Oh, esa comida! —murmuró, hecho una piltrafa.
—¡Ojalá tenga el mayor dolor de estómago de la historia! —dijo Wade, empujándolo—. Se lo merece.
El viejo se llevó las manos al vientre, gruñendo:
—¡Ohhh, no me empuje!
Salieron al vestíbulo. Castlemould cayó contra la puerta del armario, aferrándose a la madera.
—¡Me muero! —anunció.
—¡Vamos! —ordenó Wade.
Castlemould, sin hacerle caso, abrió la puerta y se hundió hacia el fondo del armario. Allí, en esa obscuridad mal ventilada, se descompuso totalmente.
Wade se volvió, disgustado.
Por último, el viejo volvió a salir, a tropezones, con el rostro pálido y sumido.
Cerró la puerta y se recostó contra ella.
—¡Oh! —dijo, débilmente.
—Se lo merecía —dijo Wade—. Sobradamente.
—No hable —rogó el viejo—. Todavía puedo morir.
—Vamos —respondió Wade.
Estaban en el coche; el comisionado, ya recuperado de su descompostura, iba al volante. Wade, sentado a lo ancho del asiento delantero, sostenía el arma a la altura del pecho.
—Quiero disculparme por… —empezó el comisionado.
—Conduzca.
—Bueno, no me gusta sentirme poco hospitalario.
—Cállese.
El rostro del viejo se puso tenso.
—Escuche, joven —dijo, en una tentativa—, ¿le gustaría ganar bastante dinero?
Wade adivinó lo que seguiría, pero de cualquier modo preguntó:
—¿De qué modo?
—Muy fácilmente.
—Trayéndole comida —concluyó Wade.
—Y bien —gimió Castlemould, con la cara contraída—, ¿qué tiene de malo?
—Y tiene el coraje de preguntármelo —observó Wade.
—Oiga, joven. Hijo mío…
—¡Oh, por Dios, cállese! —replicó Wade, encogiendo los hombros, disgustado—. Acuérdese del armario de su vestíbulo y cierre la boca.
—Pero, hijo —insistió el comisionado—, eso fue porque yo no estoy acostumbrado. Pero ahora… —de pronto adoptó una expresión astuta y demoníaca—, ahora le he tomado el gusto.
El coche giró en una esquina. Mucho más adelante, Wade pudo ver su cámara.
—En ese caso, piérdale el gusto —replicó sin quitarle los ojos de encima.
El comisionado parecía desesperado. Sus escuálidos dedos aferraban el volante, mientras el pie izquierdo tamborileaba decididamente sobre el suelo.
—¿No va a cambiar de idea? —preguntó, amenazante.
—Dé gracias porque no disparo.
Castlemould no dijo más; se limitó a contemplar la ruta con ojos entornados y calculadores. El coche se detuvo junto a la cámara con un silbido.
—Diga a los oficiales que quiere examinar la cámara —ordenó Wade.
—¿Y si no lo hago?
—En ese caso recibirá en el estómago lo que hay dentro de este tubo, sea lo que sea.
Castlemould forzó una brusca sonrisa y los oficiales se aproximaron.
—¿Qué significa…? —empezó el oficial.
Pero de la truculencia pasó visiblemente a la reverencia.
—¡Ohhh! ¡Comisionado!
Se quitó la gorra con una sonrisa de oreja a oreja y agregó:
—¿Qué puedo hacer por usted?
—Quiero echar un vistazo a esa… cosa —dijo Castlemould—. Necesito verificar algo.
—Sí, sí, señor.
Wade advirtió, en voz baja:
—Voy a poner el tubo en mi bolsillo.
El comisionado le dejó abrir la puerta sin decir nada. Los dos se aproximaron a la cámara. Entonces, Castlemould dijo en voz alta:
—Entraré primero. Puede ser peligroso.
Los oficiales comentaron apreciativamente aquel coraje. Wade crispó los labios.
Se contentó pensando en el puntapié con que lanzaría al viejo afuera.
Los huesos del comisionado crujieron ruidosamente al subir los dos peldaños de la puerta. Trepó soltando un gruñido entre los dientes apretados. Wade lo ayudó con un empujón y disfrutó con el ruido que hizo el anciano al golpear contra el mamparo de acero.
Levantó su mano libre. Pero no podía entrar con una sola mano; le hacían falta las dos. Se tomó de los peldaños y subió de un empujón.
En cuanto Wade entró, Castlemould le metió la mano en el bolsillo y sacó de allí el arma.
—¡Aaah jaaj! —su aguda voz levantó ecos estremecedores dentro de aquella pequeña concha.
Wade se apretó contra el mamparo. Podía ver poca cosa en aquella penumbra.
—¿Qué piensa hacer ahora? —preguntó.
—Usted me llevará de regreso —dijo Castlemould, haciendo centellear sus dientes de porcelana—. Voy con usted.
—Aquí sólo hay lugar para una persona.
—Entonces iré yo solo.
—No sabe operarlo.
—Dígame cómo se hace —ordenó Castlemould.
—¿Y si no?
—Si no, lo quemo.
Wade se puso tenso.
—¿Y si lo hago? —preguntó.
—Se quedará aquí hasta que yo regrese.
—No le creo.
—Tendrá que hacerlo, joven —cloqueó el comisionado—. Ahora, dígame cómo funciona.
Wade llevó la mano al bolsillo.
—¡Atención! —le advirtió Castlemould.
—Quiere la hoja de instrucciones, ¿no?
—Démela. Pero atención. Conque hoja de instrucciones ¿eh?
—No entenderá una palabra —replicó Wade, introduciendo la mano en el bolsillo.
—¿Qué es eso? —preguntó Castlemould—. Eso no es papel.
—Una barra de chocolate —pronunció Wade—. Una barra de chocolate, gruesa, dulce, cremosa, rica…
—¡Démela!
—Aquí está. Tómela.
El comisionado arremetió. Perdió el equilibrio y el arma apuntó al suelo. Mientras se inclinaba, Wade lo tomó por el cuello. Lo arrojó por la puerta y el viejo cayó despatarrado en la calle.
Gritos. Los oficiales quedaron horrorizados. Wade arrojó la barra de chocolate.
—¡Perro obsceno! —gritó, temblando de risa al ver que la barra rebotaba sobre el cráneo abultado del viejo.
Por último cerró la puerta e hizo girar la rueda hasta sellarla por completo. Accionó unas cuantas llaves y se aseguró al asiento, riendo aún al pensar en los esfuerzos que haría el comisionado para quedarse con la barra de chocolate.
La intersección estaba libre en ese punto, con excepción de unos vestigios de humo acre. Sólo había un sonido en aquella quietud mortal: El contemplativo gañido de un viejo hambriento.
La cámara se detuvo con un sacudón. La puerta se abrió, y Wade bajó de un salto. Se vio rodeado por hombres y estudiantes que vinieron a torrentes desde el cuarto de control.
—¡Bueno, lo lograste! —dijo su amigo.
—Por supuesto —replicó Wade, sintiendo con placer que las cosas eran mucho más importantes de lo que expresaban las palabras.
—Esto hay que celebrarlo —dijo su amigo—. Esta noche iremos a cenar y pediremos el bistec más grande que hayas visto en tu vida… ¡Eh! ¿Qué te pasa?
El profesor Wade se había ruborizado.
FIN
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