2025/06/16

Estación de término (Lee Harding)


Título original: Terminal
Año: 1962


Soplaba un viento procedente de los montes Brobdingnangian que se extendían a través del lejano horizonte. Un viento que se deslizaba rápidamente por encima de las estériles llanuras, para ascender después las suaves laderas de la colina donde se había posado la nave espacial. Un viento que gimió lúgubremente alrededor de Lassiter, que estaba de pie en la parte exterior de la abierta cámara de descompresión, para alejarse después hacia otra interminable llanura.
Lassiter pensó que no era un viento frío, sino hostil. Estéril, también, como el paisaje que barría. Pero a pesar de sus pensamientos, Lassiter descubrió que estaba temblando y se arrebujó todavía más en su chaqueta, mientras sus ojos escudriñaban el cielo, en busca de alguna señal del regreso de la nave de exploración de Agara.
Empezaba a oscurecer. La temperatura era de unos trece grados, y en el cielo crepuscular no había ninguna nube. Pasada una hora, la oscuridad cerraría sus impacientes dedos alrededor de la árida esfera de Centauro Cuatro.
¿Árida? Quizá no del todo. Las cajas de Boardman contenían varias muestras de la escasa flora y de la aún más escasa fauna del planeta. Todas ellas mostraban un nivel de desarrollo primario. No existía, o no la habían encontrado hasta entonces, una especie sobre la cual pudieran colocar la etiqueta de "Especie Dominante". No habían tenido éxito, aunque quizá la expedición de Agara sería más fructífera. El animal más evolucionado era un pequeño marsupial de unas nueve pulgadas de longitud que poseía la capacidad mental de un ratón terrestre. El planeta parecía incapaz de producir una forma de vida más compleja, del mismo modo que no parecía interesado en producir más que un puñado de diferentes especies vegetales.
A su alrededor, el mundo era improductivo y desnudo, grandes llanuras donde podían encontrarse tres variedades de arbustos y únicamente dos de hierbas. Hacia el Sur, había una sola clase de árboles. A través de toda aquella enorme aridez pululaban algunos animales diminutos, que se arrastraban por el suelo o avanzaban a saltitos como sus equivalentes terrestres, y ninguno de ellos era mayor que el brazo de Lassiter.
Era extraño. Un mundo envuelto en una atmósfera muy rica en oxígeno, que sólo sustentaba un tipo de vida primario. Contaba con dos amplios mares e innumerable ríos, que discurrían plácidamente hacia sus destinos. Escasos bosques salpicaban los tres continentes, pero no había ningún cinturón de selva alrededor del cálido ecuador, un hecho que seguía intrigándoles. Únicamente las interminables estepas separando las zonas más fértiles, que eran patéticamente escasas. Había una sola cordillera importante, situada al norte de la nave, y hacia allí se había dirigido Agara aquella mañana, en busca de respuestas al infradesarrollo del planeta.
Era como si el Creador, pensó Lassiter, hubiese dejado aquel planeta sin terminar, quizás hasta una fecha posterior.
En muchos aspectos, parecía un enorme parque. Alrededor de ellos había una sensación de paz, como si el gran motor de la vida se hubiera parado y todas las cosas existieran en un estado de perpetuo e idílico éxtasis; un hipnótico Edén del cual habían sido expulsados todos los elementos perturbadores.
Aunque no absolutamente todos.
Lassiter se encontró de nuevo temblando, y sus ojos se entrecerraron para tratar de penetrar la creciente oscuridad.
Allí había algo, algo que él podía sentir, pero no ver; captar, pero no tocar. Algo imposible de definir, más semejante a una presencia que a una sustancia, más idea que materia, más sueño que realidad.
¿Por qué no lo habían captado los demás? Quizá lo habían captado sin expresarlo. Quizá la imaginación le estaba gastando una broma a Lassiter. ¿Había realmente algo oculto más allá de su percepción visual, más allá quizá de sus cinco sentidos, algo malévolo y vigilante escondido tal vez, detrás de los picos de las montañas que se erguían al Norte?
Mitchell atribuía sus ataques de depresión a factores psicológicos, provocados por su alejamiento de la Tierra. ¿Cómo se explicaba, entonces, que seis semanas en el subespacio no hubieran producido en ellos ningún efecto, y dos días de estancia en aquel extraño planeta hubieran empezado a minar su confianza?
Lassiter conocía la respuesta. Y la respuesta era que allí había algo que ninguno de ellos podía explicar, algo que les estaba espiando, que jugaba quizá con sus mentes en tanto que ellos no tenían conciencia de la intrusión.
De pie allí, con los ojos y los pensamientos dirigidos hacia el invisible espía, Lassiter notó que sus sensaciones quedaban como barridas por una gigantesca garra, y por un breve instante casi pudo sentir la cosa. Pero la impresión se borró de inmediato.
A lo lejos, algo blanco se deslizaba sobre las estepas. A la leve claridad del crepúsculo, Lassiter reconoció la forma familiar de la nave de exploración de Agara. Las alargadas sombras de las montañas parecían perseguir a la nave, y la impresión de irrealidad a la cual habían sucumbido sus sentidos era tan intensa que, por un momento, Lassiter imaginó que aquellas sombras se alargaban para agarrar la diminuta mota y hacerla retroceder hacia las insondables negruras que dormitaban en las fronteras de la noche. Se apoderó de él una especie de vértigo, y el paisaje pareció difuminarse ante sus ojos.
—Agara —murmuró—. Agara...
Y entonces su visión se aclaró. Las montañas recobraron sus familiares perfiles. Y la nave de exploración avanzó zumbando hacia el navío espacial. Lassiter podía ver ya el rostro de Agara a través del parabrisas.
Entró en la nave y se dirigió al hangar de las embarcaciones de exploración, pulsó un interruptor y esperó mientras una sección del casco se deslizaba a un lado para admitir a la diminuta aeronave.
Agara desaceleró rápidamente y se acercó a la abertura tan ligera como una pluma. Aparcó con suavidad al lado de la otra nave. El zumbido de los motores se apagó.
La diminuta cámara de descompresión se abrió y Agara saltó ágilmente al suelo.
Era un hombre bajito, de facciones angulosas y ojos negros e inquisitivos.
Lassiter pulsó otro interruptor y la puerta volvió a cerrarse, borrando la visión y los sonidos del mundo exterior, aunque sin desvanecer la impresión que yacía en las capas más profundas de su conciencia.
—¿Y bien? —preguntó—. ¿Has encontrado algo?
Agara parecía cansado, como si el viaje le hubiera agotado más de lo previsto. Se pasó la mano por la frente, con aire absorto, y empezó a despojarse de su traje de vuelo.
—Poca cosa —respondió—. Un par de plantas... y nada más. 
Lassiter pareció sorprendido.
—¿Vas a decirme que en todas esas montañas no has encontrado ni siquiera un ejemplar nuevo?
—Exactamente.
—Pero, ¿hasta dónde has llegado? Quiero decir si has cubierto todo el territorio.
Agara no le miró. Terminó de quitarse el traje de vuelo y fue a colgarlo en uno de los armarios. Estaba preocupado.


—Desde luego que lo he cubierto; a eso iba. 
Se volvió en redondo y contempló a Lassiter con una expresión intrigada.
—Muy raro, ¿verdad? Parece que en un mundo como éste tendría que haber... —Se interrumpió, frunciendo el ceño. Luego se encogió de hombros—. ¡Oh! ¡Tonterías! —exclamó—. ¿Por qué hemos de medir cada mundo nuevo de acuerdo con nuestras normas?
Lassiter se mordió el labio inferior. Sus ojos se alzaron cautelosos hasta la cerrada puerta del hangar, y se preguntó si las montañas eran todavía sólidas y reales, o si habían vuelto a descomponerse en sombras. La tentación de abrir la puerta de pronto y sorprender quizás a las montañas en su engañosa transformación, fue muy poderosa. Pero la resistió, y se volvió hacia Agara.
—Lo que quieres decir —observó— es que en un planeta de atmósfera tan rica en oxígeno como éste, cabe esperar que existan formas de vida más complejas que las que hemos visto hasta ahora, ¿no es eso?
La pregunta pareció turbar a Agara.
—Algo por el estilo —respondió.
—Piensa en ello. Incluso un cadáver de planeta disecado, como Marte, contiene cuatro veces más variedades de las que hemos encontrado aquí.
—Sólo llevamos dos días en este planeta —observó Agara—. No podemos pretender haberlo visto todo en tan corto espacio de tiempo.
Lassiter le miró burlonamente.
—Confiesa que aquí no hay mucho que ver.
Agara enarcó las cejas. Lo que Lassiter acababa de decir era cierto. La aridez de Centauro Cuatro era tal, que la detección de formas de vida resultaba relativamente fácil para los mecanizados medios de la nave espacial. Los mares ya eran otra cosa, desde luego, y habría que esperar una investigación más sistemática de la segunda expedición antes de emitir un veredicto definitivo. Hasta entonces, los mares parecían en estrecha correspondencia con la tierra, es decir, sólo albergaban unas cuantas variedades, de naturaleza primitiva y subdesarrollada.
Agara se limitó a asentir.
—Supongo que tienes razón.
Avanzó un paso, como disponiéndose a salir del hangar, pero, de repente, Lassiter le cogió del brazo.
—Dime —inquirió, en tono casi desesperado—, ¿lo has visto? 
Agara palideció.
—¿Si he visto qué?
La desesperación asomó a los ojos de Lassiter, y luego se desvaneció.
Tartamudeó:
—En... en realidad no... no lo sé. Pero está ahí, puedo sentirlo. ¿Y tú, Agara?
Únicamente un leve centelleo en las profundidades de los ojos de Agara traicionó su falta de sinceridad.
—No sé de qué estás hablando —dijo, con demasiada rapidez. 
Lassiter le miró fijamente.
—Sí, sí, lo sientes, Agara... lo mismo que Boardman y el capitán, sólo que están demasiado asustados para admitirlo. Pero todos lo sabemos, ¿no es cierto, Agara? Sabemos que está esperando ahí, vigilándonos, espiándonos...
—Voy a ver a Mitchell —dijo Agara.
Lassiter le contempló mientras se alejaba hacia la sala de navegación. Su rostro se ensombreció y volvió de nuevo su atención hacia la abierta cámara de descompresión. Se acercó a ella y tendió su mirada por el paisaje cada vez más oscuro.
Las montañas aparecían opacas y desvaídas... Brobdingnagian. Paladeó la palabra, satisfecho de haberla pescado en los casi olvidados recuerdos de sus lecturas juveniles.
En cuanto dirigió su atención al mundo exterior, Lassiter se dio cuenta del retorno de la enigmática presencia, que pugnaba por abrirse paso hasta su conciencia. Y descubrió que si concentraba su atención en las lejanas montañas su sensibilidad aumentaba, hasta el punto de que todo su cuerpo empezó a temblar como un receptor que vibrara tratando de captar las ondas generadas por las extrañas fuerzas procedentes de las llanuras en sombras.
Alguien estaba espiándoles, algo estaba esperando. ¿Pero qué?

Mitchell aceptó los resultados negativos de la expedición de Agara con la adecuada falta de sorpresa.
—Al parecer, hemos encontrado todo lo que había que encontrar —dijo—. Resulta un poco decepcionante, ¿verdad?
Mitchell era un hombre alto, robusto, de poco más de cuarenta años; un verdadero torrente de energía, dotado de una admirable tenacidad que, cuando se aplicaba a los problemas de la exploración extraterrestre, adquiría su punto máximo. Tal poder de dedicación a su trabajo le había valido el honor de pilotar la primera nave exploradora interestelar. La perspectiva de regresar con un informe tan poco brillante resultaba descorazonadora, más aun teniendo en cuenta lo prometedor de su análisis preliminar del planeta.
El corto espacio de tiempo pasado en aquel lugar parecía haber secado en Mitchell la fuente de energía característica de su temperamento. A Agara le dio la impresión de encontrarse ante un hombre completamente agotado y ansioso por regresar a casa.
Pero, ¿acaso no lo estaban todos? En aquel planeta había algo que hacía desear el inmediato regreso a la Tierra.
—Quizá con un poco más de tiempo... —sugirió Agara.
—Ni pensarlo —gruñó Mitchell—. Hemos terminado nuestro trabajo. Teníamos orden de pasar cuarenta y ocho horas aquí y regresar. La Segunda Expedición se encargará de terminar nuestra tarea.
Agara suspiró aliviado. Por lo menos, él había hecho el ofrecimiento. Y el capitán tenía razón. El mando había sido muy explícito en sus órdenes: Una tripulación de cuatro hombres iría hasta Alfa Centauro y regresaría lo antes posible, a fin de que la nave y los hombres fueran revisados para decidir las mejoras que debían realizarse antes de organizar una Segunda Expedición.
Mitchell se volvió hacia Agara y dijo:
—Parece usted cansado. ¿Por qué no toma algún somnífero? Su trabajo ha terminado. Despegaremos dentro de doce horas.
Agara asintió, con expresión agradecida, y luego una sombra de preocupación nubló su rostro.
—¿Ocurre algo? —preguntó Mitchell.
—¡Oh! Supongo que no... Se trata de Lassiter.
—¿Greg? ¿Qué le pasa? 
Agara sacudió la cabeza.
—No estoy seguro. Habla continuamente de esa cosa de las estepas.
—¿Una cosa? ¿Qué clase de cosa?
—Creo que ni él mismo lo sabe. A juzgar por sus palabras, diríase que hay algún animal por ahí. Al parecer, es incapaz de describirlo. Pero, sea lo que sea, le tiene muy asustado.
Mitchell fingió mirar a través de una de las ventanillas de observación, para que Agara no pudiera notar la crispación de su rostro.
—¿Cree usted que Lassiter puede estar... algo desquiciado?
Agara tragó saliva. La incertidumbre se había extendido entre aquellos dos hombres como una tensa cuerda de violín, y ninguno de ellos era capaz de reunir el valor necesario para expresar sus temores.


—No sé qué pensar. Pasamos juntos el examen psiquiátrico... y Greg estaba tan sano como cualquiera de nosotros...
Pero en su fuero íntimo pensó: "Si alguien tiene que ser menos estable que los demás, si alguien tiene que desquiciarse, será él...".
Mitchell se volvió en redondo. Ahora, su rostro estaba tranquilo, sus gestos seguros.
—Tal vez no se trate de nada grave. De todos modos, este planeta nos está afectando a todos de un modo extraño, ¿no le parece? Menos mal que emprenderemos el regreso mañana por la mañana.
Allí estaba, expresada finalmente en voz alta, la admisión de que algo invisible, algo inexplicable les había dado motivos para sentirse intranquilos y desconcertados, aunque ninguno de ellos lo había experimentado de un modo tan intenso como Lassiter.
—Sí —asintió Agara, sin mirar a Mitchell—. Pero pasarán otras seis semanas antes de que volvamos a ver la Tierra. Creo que no deberíamos perder de vista a Lassiter.
—Buena idea.
Agara salió del cuarto de navegación y cerró cuidadosamente la puerta detrás de él. Durante un largo espacio de tiempo, después de la marcha de Agara, Mitchell permaneció contemplando, pensativo, un punto indeterminado del techo, con una expresión preocupada en sus oscuros ojos.
Al fin, se puso en pie y pulsó un interruptor. La telepantalla se encendió inmediatamente. La noche envolvía a Centauro Cuatro. Mitchell experimentó una sensación de alivio al pensar que la noche no duraba más que seis horas y media, y que con el amanecer llegaría la promesa del retorno a la Tierra. Al fin y al cabo, no era extraño que Lassiter estuviera nervioso: Hasta entonces, ningún hombre había estado tan lejos del suelo natal. Una vez sumergido en la vorágine de los ultraespacios, a una distancia fuera de toda posibilidad de comprensión, un hombre podía sentir que la realidad con la cual estaba familiarizado se escurría de entre sus dedos, dejando en ellos el temor a lo desconocido que amenazaba separarle de todo lo que había amado, como si no hubiera sido más que un sueño.
La mano de Mitchell estaba temblando cuando desconectó la telepantalla. Se dejó caer en una de las sillas y el temblor se extendió a todo su cuerpo. Los diminutos dedos de la duda habían empezado a escarbar en su cerebro. ¿Acaso Lassiter estaba en lo cierto? En vez de imaginar cosas, ¿había realmente alguna oscura presencia moviéndose a su alrededor, algo que incluso los más exactos detectores no habían registrado?
Mitchell contempló con fijeza la pantalla apagada, mientras dejaba que su imaginación vagara de un rincón a otro de su mente, en un esfuerzo por encontrar alguna explicación a la intranquilidad que se había apoderado de todos.

Agara no se dirigió a su camarote; se encaminó al camarote donde Boardman guardaba los ejemplares.
Boardman era el miembro más joven de la tripulación. En aquel momento sostenía en alto un pequeño y peludo animal. Cuando entró Agara, Boardman murmuró un distraído saludo, sin apartar la mirada del animal que tenía entre sus manos.
—¿Ha encontrado usted algo nuevo? —preguntó.
—Un par de plantas. Están en la nave exploradora, si es que quiere verlas.
—No corre prisa.
Boardman acarició al animal y luego miró a Agara.
—Un bicho muy pequeño, ¿verdad?
Alzó la tapa de una de las cajas de plástico y dejó caer dentro al diminuto animal. La tapa volvió a cerrarse y el animal quedó encerrado, con el rostro pegado a una de las transparentes paredes.
Agara se inclinó para examinarlo de cerca. El peludo rostro le devolvió la mirada, con los ojillos casi ocultos entre la espesa pelambrera pardusca. El animal se sostenía sobre sus patas traseras, y sus extremidades anteriores eran mucho más cortas. Su tamaño no llegaba a las nueve pulgadas.
—¡Un canguro! —exclamó Agara—. ¡Es un canguro en miniatura!
Boardman sonrió.
—Existe un gran parecido, ¿no es cierto? Y es el animal más listo de la colección. 
Agara sacudió la cabeza, dejando vagar sus ojos por las cajas que contenían ejemplares de la fauna del planeta, maravillándose de nuevo ante la sorprendente falta de variedad, de verdaderas rarezas entre las escasas plantas y animales.
—Verá —dijo—, siempre creí que el Universo era un lugar de variedad infinita. Sin embargo, todas las formas de vida que hemos encontrado, aquí, y en Titán, y en Marte, y en el resto de los planetas del Sistema, no son realmente muy distintas, ¿verdad?
Boardman contestó:
—Desde luego. Pero, ¿se ha parado usted a pensar en el número de astros que existen?
Agara suspiró.
—Supongo que tiene usted razón. Después de todo, éste es el primer planeta extrasolar que hemos estudiado. Tal vez fuera de aquí...
En aquel momento se oyó un leve choque transmitido a través de las paredes de la nave. Agara frunció el ceño. El sonido era fácil de identificar: El leve retroceso de una nave exploradora en el momento de abandonar el hangar.
—¿Qué diablos...?
Agara echó a correr hacia el hangar. Antes de abrir la puerta sabía lo que iba a ver.
Una de las pequeñas naves había desaparecido. Y Lassiter también. Agara se dirigió rápidamente al cuarto de navegación.

Lassiter mantuvo la nave de exploración a poca altura rumbo a las montañas, apenas visibles en la oscuridad nocturna.
En su interior, algo vibraba con la sensibilidad de una cuerda de violín muy tensa; era un receptor para un centenar de distintas percepciones sensoriales, todas desconocidas e inclasificables. Era como si hubiera dejado de ser humano para convertirse en un vasto receptáculo psíquico en armonía con los impulsos emitidos por algo que planeaba a su alrededor.
Su mente estaba recibiendo unas impresiones tan extrañas, tan incomprensibles, que tuvo que empujar los restos de su raciocinio a las celdillas de su cerebro y dejar que su conciencia creciera y se hinchara de modo que pudiera encerrar aquellas nuevas sensaciones.
Se sentía como imaginaba que Ulises debió sentirse cuando oyó por primera vez la poderosa llamada de las sirenas. Pero, al contrario de aquel casi enloquecido héroe, Lassiter conservaba el completo dominio de sus motivaciones mentales. Era como si su cerebro se hubiera partido en dos, dejando una parte para atender al gobierno de la nave y a las otras funciones humanas de razonamiento, en tanto que la nueva, esta parte desconocida de él se dedicaba a establecer contacto con la vasta presencia que le estaba esperando más allá de las montañas. La parte humana se sentía empujada por una insaciable curiosidad, un ansia de encontrar la respuesta al inquietante silencio, de resolver el problema de su estado mental y demostrar que el motivo del trastorno de sus sentidos no tenía su origen en la imaginación.
"Pero, ¿dónde?", se preguntó. "¿Dónde lo encontraré?"


En el cielo brillaban miríadas de estrellas. Lassiter permanecía sentado, rodeado por el calor de la cabina, mientras el piloto automático le conducía hacia su invisible destino. Quizá no llegase a encontrar nada, como le había sucedido a Agara, y su única recompensa sería el conocimiento de que su mente se había debilitado con las peripecias del viaje, y esto representaría el final de toda posibilidad de continuar en el Servicio de Exploración Estelar. Por su futuro, y por su salud mental, debía demostrarse a sí mismo que había algo que le llamaba con un tipo de percepciones desconocidas; demostrar que sus sensaciones no eran producto de su mente, sino reales.
En su cerebro pareció resonar un ¡ping! y por un instante sintió que había tocado realmente aquel indefinible algo.
La nave se acercaba a las colinas y los gravitadores desaceleraron suavemente. Una lucecita roja parpadeó, reclamando atención al tablero de mandos. Lassiter sé inclinó hacia adelante, desconectó el piloto automático y guió la nave en la dirección que su intuición le estaba sugiriendo.
La sensación de una presencia extraña se hizo más intensa. La nave pareció sacudida por una poderosa corriente de fuerza psíquica. Lassiter casi pudo sentir el pulso de la cosa hinchándose y contrayéndose como un gran diafragma.
¿Pero por qué no lo había sentido Agara?
Aunque... Tal vez Agara lo había sentido, pero había sido incapaz de enfrentarse con ello y había huido ciegamente, demasiado avergonzado por su conducta para informar acerca de lo que había visto o sentido. Sí, esto podía explicar su inquietud.
Las olas de conciencia crecían y crecían a su alrededor.
"¡Aquí!", pensó, excitado. "¡Aquí!"
Pero, ¿cómo localizarlo?
Dejó que la nave descendiera hasta situarla a poca altura de las onduladas crestas, y marcó un rumbo en el piloto automático que le conduciría más allá de los picos de las montañas. Luego se reclinó en su asiento, esperando, mientras el robot guiaba la nave a través de la tortuosa cordillera.
Lassiter estaba sudando y su corazón latía aceleradamente. Abrió uno de los compartimientos que había frente a él y sacó un desintegrador de corto alcance. Lo introdujo en un bolsillo de su chaqueta. Y pensó que obraba de un modo absurdo al adoptar aquellas precauciones.
Lassiter no se sentía como un hombre que corría hacia las fauces del peligro. Tal vez debiera haberse sentido como un pájaro hipnotizado esperando la succión mortal de la cobra, pero la parte humana de su mente estaba orientada con demasiada claridad para perderse en un miasma de temor. Por el contrario, se creía un hombre a punto de vivir una gran experiencia.
La proa de la nave se irguió de repente para cruzar la primera de las largas líneas de picos, disponiéndose a transportar a Lassiter más allá del mundo normal y dejarle en otro mundo desconocido, que ni siquiera había sido imaginado.
Lassiter se preguntó si lo que estaba viviendo era real o si se trataba de una espantosa pesadilla, producto de su mente cansada. Un sueño compuesto de años luz de aislamiento de todos los puntos de referencia de la realidad cotidiana. Sin nada a que aferrarse, excepto a la compañía de los otros tres hombres y la solidez de la nave espacial. Lassiter comprendió que el contacto con su mundo se desvanecía, para dejarle vagando por las capas de una nueva dimensión.
Resonó otro ¡ping! en su cerebro, como un eco que le advirtiera que la presa estaba cercana.
De pronto, todo le pareció dudoso. Incluso sus manos, cuando las alzó delante de sus ojos, las vio extrañas y sujetas a interrogante. Incluso la nave de exploración le pareció intangible.
La nave había sobrevolado el primer pico y descendía a lo largo de un valle poco profundo. Comenzó a elevarse de nuevo para cruzar un segundo pico, más alto que el anterior.
En el transmisor de radio brillaba un lucecita verde, pero Lassiter no le prestó atención. Había estado brillando desde que abandonó la nave espacial, y no había modo de apagarla. Era un dispositivo de seguridad destinado a informar a quienquiera que pilotara la nave de exploración que alguien estaba tratando de establecer contacto con él.
Lassiter no deseaba establecer contacto con sus compañeros. Unas palabras de explicación por su parte señalarían su posición, y no tardaría en presentarse la otra nave exploradora. Podían esperar. Pronto descubrirían lo que le había llevado a las montañas.
A medida que la nave ascendía, la presencia vibratoria se hacía más intensa en el interior de la cabina. Pero la nave seguía ascendiendo, envuelta en un largo silencio que se extendía hacia el infinito. Alcanzó la cima de la montaña y la cruzó para sobrevolar el valle que había detrás de ella.
Una ola psíquica pareció envolver y engullir a la diminuta nave. Lassiter notó que su cuerpo se encogía.
Una corriente de incertidumbre pareció invadir las fibras de sus nervios y, por primera vez desde que había salido de la nave espacial empezó a sentirse inseguro acerca de su suerte. La incertidumbre no tardó en cristalizar en los primeros espasmos de miedo. Su mente estaba vacilando en la intensa comunicación establecida alrededor de su conciencia, como un enfurecido mar sin orillas.
Y un viento rugió a través de su alma. Penetró a través de su miedo y lo rompió en pedacitos.
En un último acto de volición consciente, Lassiter pulsó el botón que llevaba la indicación "Descenso", y notó que la nave se posaba suavemente en el valle.
La calma era absoluta, pero el gran pulso que latía en su cerebro creaba un ruido indescriptible. Parecía disminuir y crecer con rítmica intensidad, como si fuera el corazón del universo. El lugar en que se encontraba no se parecía a la frágil nave de exploración, ni a cualquier otro lugar conocido por él. Era una ciénaga viscosa que ondulaba y se transformaba continuamente.
El mundo de un loco.
Lassiter inclinó la mirada y vio que su propio cuerpo ondulaba y se movía en armonía con el gran Pulso Universal, y lo que quedaba de su mente humana se horrorizó. Un grito de terror quedó ahogado en su garganta y brotó a través de sus labios como un gemido.
Todo estaba condensado.
Se produjo un estruendoso ¡clap! psíquico en el interior de su cráneo, y el mundo volvió bruscamente a ser claro y racional.
Lassiter sacudió la cabeza como si despertara de un sueño. ¿Dónde estaba la nave de exploración? ¿Qué estaba haciendo él allí, solo, de pie sobre la corta hierba del valle?
Parpadeó y miró a su alrededor; pero bajo el cielo sin luna no se veía ni rastro de la pequeña aeronave. Una fresca brisa acariciaba suavemente su rostro.
Alzó la mirada... y sintió que su mente se encogía ante el impacto de la enorme presencia que se extendía sobre él. Sus oídos se llenaron con el sonido de una pesada y terrible respiración, al tiempo que intuía la proximidad de algo enorme, algo cósmico.


Lassiter miró a uno y otro lado, buscando un camino para huir, pero la presencia parecía envolver el cielo del valle. Las montañas se erguían por todos lados, hostiles y brutales.
De repente, su pánico se desvaneció. Había ido allí en busca de su desconocido algo. ¿Por qué huir ahora que lo había encontrado? Y si tenía que morir, al menos podría ver a su asesino.
De modo que se volvió y se enfrentó con su algo.
Al principio no hubo nada que ver; sólo el poderoso pulso de la cosa fue audible en el receptor psíquico forjado por sus propios sentidos olvidados. A su alrededor no había más que las indiferentes estrellas y los furiosos picos de las montañas.
Luego, todo volvió a agitarse. Esta vez, de sus labios fuertemente apretados no brotó ninguna exclamación de miedo.
—¡Hazte visible! —gritó—. ¡Hazte visible!
Y el mundo se detuvo.
Lassiter empezó a tener conciencia de algo en un plano visual como una sucesión de extrañas formas geométricas retorciéndose e interponiéndose en el aire delante de él. Su mente flaqueó ante el asalto, pero se enfrentó con él, decidida.
Luego asumió otras formas, otras dimensiones, y un desfile de desconocidos simbolismos pasó ante sus ojos. Algunos de ellos le hicieron sentirse enfermo, otros le asustaron, pero se negó a dejarse vencer por el miedo antes de descubrir la verdadera forma de su algo.
La presencia terminó por cansarse de sus sorprendentes giros. Una gran calma flotó sobre el valle. Se produjo otra de aquellas extrañas sensaciones de agitación, y cuando Lassiter recobró la visión normal, el mundo estaba inmóvil y las estrellas brillaban apaciblemente en el oscuro terciopelo del firmamento.
Delante de Lassiter, un gran ejército parecía extenderse hacia las más alejadas laderas de las montañas, una masa amorfa que sugería un conjunto de formas humanas fundidas en una gran mancha. No había ninguna sugerencia de individualidad, sino una serie de extensiones de un vasto e invisible organismo.
Una de las figuras se separó de la masa y se acercó a Lassiter. A sus ojos inseguros, la forma parecía moldearse a sí misma a medida que se aproximaba a él, de modo que cuando estuvo a un centenar de metros tenía dos piernas y una indudable forma humanoide y, cuando se detuvo a unos cuantos metros, su aspecto era realmente humano. Un hombre viejo, andrajosamente vestido y con la luz de la sabiduría brillando cálidamente en sus ojos. Su aspecto recordó a Lassiter el que había imaginado que debían tener los antiguos filósofos griegos.
Lassiter tragó saliva y dio unos pasos inseguros hacia el anciano. La solidez del suelo, bajo sus pies, le hizo recobrar el valor.
—¿Quién eres? —preguntó, excitado.
—Eso no tiene importancia —respondió el anciano.
—¡Para mí la tiene!
—No lo creas. Pero tú no puedes comprenderlo. 
Lassiter le miró, asombrado.
—Estás hablando en inglés.
—No. Ese vocablo no tiene ningún significado... aquí.
—Telepatía...
—No. No puedes comprenderlo.
—¡Al diablo con que no puedo comprenderlo! ¡Necesito una explicación!
—La tendrás. 
El anciano sonrió amablemente como si le estuviera explicando algo muy difícil a un niño.
—Yo no soy lo que tú crees ver.
"Eso es bastante razonable", pensó Lassiter. Estaba convencido de que el ser que tenía delante de los ojos no era real, sino una ilusión creada por su algo.
—Estoy hipnotizado —acusó, mirando duramente al anciano—. ¿Qué estás tratando de hacer conmigo? ¿Por qué me has llamado para que viniera aquí?
—Yo no te he llamado. Tú... me has oído. Quizá sería más exacto decir que me has intuido. Eres mucho más receptivo que tus compañeros.
De modo que él había estado en lo cierto acerca de ese punto.
—No has contestado a mi pregunta. ¿Quién eres? ¿Qué eres? 
El anciano se encogió de hombros.
—Es difícil de explicar. Pero como es evidente que otros de tu raza te seguirán hasta este punto, tal vez sea mejor que lo intente.
Lassiter frunció el ceño. Aquello no tenía sentido.
—¿Qué quieres decir con lo de "hasta este punto"?
—Hasta el fin... ¿Qué otra cosa podría ser?
—¿El fin de qué?
—El fin de su universo.
Lassiter se pasó una mano por los ojos, con un gesto de cansancio.
—Temo no comprender lo que estás diciendo. 
El anciano sonrió.
—Ya te lo había advertido.
Lassiter alzó la mirada y se quedó contemplando fijamente las estrellas. Una mano helada pareció oprimir su corazón. ¿Por qué le parecían tan artificiales, tan insubstanciales?
—Permíteme que trate de explicártelo —continuó el anciano—. A tu raza le fue concedida la capacidad de conocer y una parte de realidad para que la moldeara de acuerdo con sus necesidades. Extrajeron un orden del caos primitivo, adaptaron una bola de barro para vivir sobre ella. Más tarde, se les hizo necesario dirigirse hacia todas aquellas luces que veían esparcidas a través del cielo nocturno, y trataron de extenderse hacia ellas y convertirlas en parte de su mundo. Pero la distancia era demasiado grande. Los instrumentos que habían inventado no podían penetrar en tan gran espacio. Los telescopios les habían permitido estudiar someramente los planetas más cercanos, pero las estrellas estaban demasiado lejos... Aquí no existe más que una sugerencia de su realidad, y más allá no existe... nada.
»Temo que su realidad termine aquí. No pueden ir más lejos. 
Lassiter dijo:
—O estás loco... o yo estoy soñando. 
El anciano se encogió de hombros.
—Estás soñando.
—Entonces tú eres un producto de mi sueño...
—No. He asumido esta forma por curiosidad, por el deseo de penetrar en su mundo.
—Entonces, ¿qué es lo que eres?
—Yo soy dueño de este lugar. Mira...
Y Lassiter se sintió transportado a una vasta extensión de disforme materia, que se arremolinaba y fundía en torno a un ardiente núcleo central, un universo que se hinchaba y reventaba a su alrededor como un gigantesco fragmento de alguna estrella en explosión, un universo más allá de su capacidad de comprensión, la imposible enajenación final. Su cerebro amenazó con estallar, y gritó una silenciosa protesta al torbellino que le rodeaba.
Lassiter sintió que el Dueño agarraba con firmeza la materia insustancial de su mente, y notó la terrible fuerza con que la moldeaba, dándole una forma que le permitiera resistir las enormes presiones generadas a su alrededor. Y entonces, cuando pareció que su personalidad empezaba a perderse, pudo notar que era transportado de nuevo a través de la remolineante sustancia. En forma vaga pudo percibir una gran luz que brillaba en el vacío, algo que su mente pudo agarrar con firmeza, un rasgo de cordura en un universo que había enloquecido. De repente, las estrellas parecieron estallar a su alrededor, esparciéndose a través de su campo visual como una lluvia de arena, hasta el punto de que Lassiter imaginó que podía extender la mano y coger un puñado de ellas.


Luego, se encontró descendiendo de nuevo a la superficie de un planeta. Vio las grandes montañas Brobdingnagian que salían a su encuentro, y la hierba del valle brotando alrededor de sus pies.
Lassiter miró con fijeza al anciano, y a las borrosas hileras de hombres-sombras que se extendían detrás de él, hacia las montañas.
—Estoy soñando —repitió, como si fuera incapaz de aceptar lo que le había sucedido.
—No —rectificó el otro—. Esta vez no has soñado. He llevado tu mente más allá de las fronteras de tu universo, para mostrarte lo que hay allí. Un universo infinito, que rebasa la ridícula comprensión de sus mentes infantiles.
Lassiter retrocedió unos pasos. Sus ojos estaban llenos de temor.
—¡Estás loco! —dijo—. ¡Loco!
—No —contestó el anciano—. No estoy loco, ni soy un producto de tu imaginación.
—Entonces, ¿quién eres? —preguntó Lassiter, asustado.
El anciano se echó a reír, y Lassiter se estremeció al oír el sonido de aquella risa. Las montañas se agitaron bajo el impacto de su hilaridad, y Lassiter quedó convencido de que iban a desgarrarse si volvía a reír.
—Permíteme mostrarte hasta qué punto es real su preciosa realidad —dijo el anciano, con acento levemente sarcástico. Y, de repente, el valle fue mucho más brillante que antes, hasta el punto de que cada árbol, cada brizna de hierba se destacó con notable claridad, a pesar de que el cielo nocturno seguía envolviendo el paisaje.
—¿Qué altura tiene aquel árbol? —preguntó el anciano.
Lassiter parpadeó y miró en la dirección que señalaba la mano. Vio un árbol bastante alto, muy parecido a un álamo.
Tragó saliva.
—Unos... unos treinta pies. ¿Por qué?
—Mira.
El anciano extendió la mano hasta que el árbol quedó preso entre sus dedos pulgar e índice, de modo que pareció una miniatura de apenas una pulgada de altura. Delante de los incrédulos ojos de Lassiter, el anciano arrancó el árbol de sus lejanas raíces y lo acercó a él.
—Y ahora, ¿qué altura tiene?
Lassiter contempló fijamente el diminuto árbol, reposando en la palma de la mano del viejo, y mientras lo contemplaba vio que los nudosos dedos se cerraban alrededor del árbol y lo rompía a trocitos. El anciano los tiró.
Lassiter sacudió la cabeza.
"Debo de estar soñando", pensó—. "¿Dónde están Agara y Boardman? ¿Por qué no vienen a rescatarme?"
El anciano le miró con expresión de triunfo.
—¿Ves?
Y con la otra mano arrancó un pico de las montañas y lo acercó a él. Una diminuta roca, en su mano, que luego dejó caer al suelo y aplastó con el pie.
—Esta es su realidad —dijo el anciano.
Y alargó un brazo y cogió un gran puñado de estrellas del cielo nocturno, pasándoselas de una a otra mano como brillantes gemas, mientras el terror se extendía por el rostro de Lassiter. Frotó vigorosamente una contra otra las palmas de sus manos, y sopló el polvo que había quedado en ellas. El polvo se esparció en alas de la brisa nocturna.
El mundo de Lassiter empezó a girar, cada vez con más rapidez acelerando los sonidos de su descompasado corazón. Lo último que oyó fue el universo temblando ante la terrible risa del anciano. Después, perdió la conciencia.

Boardman fue el primero en ver la desaparecida nave de exploración. Se la señaló con un gesto a Agara, que estaba a su lado, e inmediatamente descendieron hasta el valle.
La nave estaba en perfectas condiciones. Pero no había el menor rastro de Lassiter.
Amanecía cuando se elevaron de nuevo, cada uno en una nave, y empezaron la búsqueda.
Agara descubrió a Lassiter, vagando ciegamente por la parte más alejada del valle, con sus ropas hechas jirones y el rostro cubierto de arañazos.
Lassiter no reconoció a su salvador. Sus ojos tenían una expresión ausente, como los de un hombre que ha presenciado algo extraño y espectacular.
Agara transportó el cuerpo de Lassiter a bordo de la nave. Cuando lo hubo instalado en uno de los asientos, llamó a Boardman.
—Aquí, Agara. Le he encontrado. Está vivo, aunque no lo parece.
Lassiter se reanimó un poco cuando le sacaban de la nave y le instalaban en su camastro. Murmuró débilmente, sin reconocer a ninguno de sus compañeros, hasta que Mitchell se inclinó sobre él y dijo, bruscamente:
—Lassiter, vuelva en sí.
Las palabras parecieron penetrar ligeramente a través de la niebla que rodeaba el cerebro de Lassiter. Hizo un esfuerzo para enfocar sus ojos, pero sólo pudo ver a un grupo de formas vagas moviéndose delante de él. Parecía haber perdido contacto con la realidad.
—Le he visto —murmuró—. Le he visto.
—¿A quién ha visto?
Una expresión de asombro se extendió por las facciones de Lassiter.
—No... no lo sé. No lo sé.
No notó cómo la aguja se clavaba en su brazo, y unos instantes después estaba profundamente dormido.
Boardman, con la jeringuilla en la mano, miró al capitán.
—¿Y bien?
Mitchell sacudió la cabeza.
—No sé. ¿No creen que puede haber tropezado con algo? 
Agara movió negativamente la cabeza.
—Nosotros no vimos nada cuando fuimos en su busca.
—¿Absolutamente nada? Quiero decir, ¿ninguna señal, o algo por el estilo?
Un fragmento de recuerdo brotó en la mente de Agara, y por un breve instante una réplica se inmovilizó en su garganta. ¿Acaso no había notado, o mejor dicho, intuido algo cuando aterrizaron en el valle? Algo parecido a un olor, un olor psíquico, como si una cosa desconocida hubiera descansado allí brevemente... y hubiera vuelto a marcharse.
No, aquello había sido producto de su imaginación.
—Absolutamente nada —respondió, y se preguntó si estaba diciendo la verdad. El capitán suspiró.
—Bueno. Mantendremos a Lassiter bajo vigilancia hasta que recobre el conocimiento. Tal vez entonces pueda decirnos algo coherente.
Boardman asintió y guardó la jeringuilla en su estuche. Agara y el capitán salieron del camarote y Boardman se quedó solo con el dormido Lassiter, contemplando los músculos de su rostro que se tensaban de cuando en cuando, como si sufriera una pesadilla.
Durante un rato, Boardman se sintió intranquilo, recordando la extraña sensación que había experimentado cuando aterrizaron en el valle, y preguntándose si había sido producto de su imaginación, o si Lassiter había visto algo que les evitó a ellos.
Pero en seguida se tranquilizó. Después de todo, ¿por qué preocupares por aquello? Que resolviera el problema —si es que había problema— la Segunda Expedición. Suponiendo, claro está, que ellos regresaran a la Tierra.


Una hora más tarde, la nave espacial despegó lentamente. Su cerebro electrónico central había digerido ya las coordinadas correctas para la Tierra. Poco después, la nave penetraba en el subespacio.
Se oyó un intenso ruido procedente del camarote ocupado por Lassiter. Cuando Mitchell acudió para ver lo que sucedía, encontró a Boardman luchando con Lassiter para impedir que se librara de las ligaduras que le mantenían sujeto a su camastro.
—¡Está usted loco! —gritaba—. Todos ustedes están locos. 
Boardman miró al capitán con expresión desesperada.
—¡Ayúdeme a sujetarlo, por favor!
Mitchell agarró fuertemente a Lassiter, mientras Boardman le inyectaba una dosis doble. Lassiter se agitaba furiosamente, gritando:
—¿Es que no lo comprenden? ¿Es que ninguno de ustedes lo comprende? No estamos en el subespacio... el subespacio no existe. No existe, en... realidad... no... existe.
Boardman se puso en pie y se pasó una mano temblorosa por la frente.
—¡Uf! —exclamó—. Gracias a Dios que ha vuelto a quedarse dormido. Le he inyectado una dosis capaz de tumbar a un elefante.
Mitchell se sentó en el borde del camastro.
—¿Cuánto tiempo llevaba así?
—Desde que penetramos en el subespacio. La sacudida debió despertarle. 
Una expresión preocupada empezaba a extenderse por el rostro del joven. Mitchell le miró fijamente.
—¿Sucede algo? —inquirió.
—¿Eh? ¡Oh, no! Sólo que...
—Sólo qué...
Boardman se encogió de hombros.
—¡Oh! Supongo que ha sido lo que ha dicho antes de volver a caer en el histerismo... Ha estado hablando de la cosa que encontró en el planeta, o de lo que imaginó haber encontrado. Habló acerca de los sueños, y de la naturaleza de la realidad, y de cosas por el estilo. Parecía creer que carecemos del conocimiento de la realidad, que nuestras mentes no son aptas para penetrar en la esencia de las cosas... Eso es lo que ha estado diciendo. Y, ¿sabe usted una cosa? —Boardman se volvió a mirar a Mitchell, con una extraña expresión—. Sus palabras no resultaban absurdas, ni mucho menos. ¿Comprende lo que quiero decir?
Mitchell sintió que un escalofrío helaba la respuesta en su garganta, como si un enorme puño se hubiera cerrado sobre el frágil caparazón de la nave espacial.
Sí, él sabía exactamente lo que Lassiter había querido decir.
Durante las semanas que siguieron, trataron de ignorar los accesos de Lassiter y le mantuvieron bajo el efecto de los sedantes el mayor tiempo posible, con la esperanza de evitar la desintegración de su inteligencia, conservando al mismo tiempo su propia paz de espíritu.
Hasta que el largo viaje llegó a su término y la nave volvió a abrir un agujero en el espacio normal y, en lugar del acogedor espectáculo del Sol y de sus planetas circundantes, no encontraron más que un oscuro vacío, como si una mano gigantesca los hubiera cogido, dejando aquel terrible boquete en la galaxia donde no existía meta... para ellos.


FIN

2025/06/09

Eran morenos y de ojos dorados (Ray Bradbury)


Título original: Dark They Were, and Golden-Eyed
Año: 1949


El metal del cohete se enfriaba en los vientos de la pradera. La tapa se alzó con un pop. De la relojería interior salieron un hombre, una mujer, y tres niños. Los otros pasajeros se alejaban ya, murmurando, por las praderas marcianas.
El hombre sintió que los cabellos le flotaban y que los tejidos del cuerpo se le estiraban como si estuviera de pie en el centro de un vacío. Miró a su mujer que casi parecía disiparse en humo. Los niños, pequeñas semillas, podían ser sembrados en cualquier momento, a todas las latitudes marcianas.
Los niños lo miraban, como la gente mira el sol para saber en qué hora vive.
—¿Qué anda mal? —preguntó la mujer.
—Volvamos al cohete.
—¿A la Tierra?
—¡Sí! ¡Escucha!
El viento soplaba como si quisiera quitarles la identidad. En cualquier momento el aire marciano podía sacarle a uno el alma, como una médula arrancada a un hueso blanco. El hombre se sentía sumergido en una sustancia química capaz de disolverle la inteligencia y quemarle la memoria.
Miraron las montañas marcianas que el tiempo había carcomido con una aplastante presión de años. Vieron las ciudades antiguas perdidas en las praderas, y que yacían como delicados huesos de niños entre los lagos ventosos de césped.
—Ánimo, Harry —dijo la mujer—. Es demasiado tarde. Hemos recorrido más de noventa millones de kilómetros.
Los niños de pelo amarillo llamaban al eco en la profunda cúpula del cielo marciano. Nada respondía; sólo el siseo apresurado del viento entre las briznas tiesas.
Las manos frías del hombre recogieron el equipaje. Un hombre de pie a la orilla de un mar, decidido a vadearlo, y a ahogarse.
—Vamos —dijo. Fueron a la ciudad.
Se llamaban Bittering. Harry y su mujer Cora; Dan, Laura y David. Edificaron una casa blanca y tomaron buenos desayunos, pero el miedo nunca desapareció del todo. Acompañaba al señor Bittering y a la señora Bittering, como un intruso, en las charlas de medianoche, a la mañana, al despertar.
—Me siento como un cristal salino —decía Harry— arrastrado por un glaciar. No somos de aquí. Somos criaturas terrestres. Esto es Marte, y es para gente marciana. Escúchame, Cora, ¡compremos los pasajes para la Tierra!
Cora sacudía la cabeza.
—Algún día la bomba atómica destruirá la Tierra. Aquí estamos a salvo.
—¡A salvo, pero locos!
Tic-toc, son las siete, cantó el reloj parlante. Hora de levantarse. Harry y Cora se levantaron.
A la mañana, Harry examinaba todas las cosas —el fuego del hogar, las macetas de geranios— como si temiera descubrir que faltaba algo. El periódico llegó caliente como una tostada en el cohete de las seis. Harry rompió el sello y puso el diario junto al plato del desayuno. Trató de mostrarse animado.
—Hemos vuelto a los días de la colonia —declaró—. Bueno, dentro de diez años habrá en Marte un millón de terráqueos. ¡Grandes ciudades, todo! Decían que fracasaríamos. Decían que los marcianos se resistirían a la invasión. ¿Pero encontramos a algún marciano? Ninguno. Oh, sí, encontramos las ciudades, pero estaban desiertas, ¿no es así? ¿No es así?
Un río de viento inundó la casa. Cuando las ventanas dejaron de temblar el señor Bittering tragó saliva y miró a los niños.
—No sé —dijo David—. Quizás haya marcianos aquí, y no los vemos. A veces, de noche me parece oírlos. Oigo el viento. La arena golpea la ventana. Me asusto. Y veo esas ciudades allá en las montañas donde vivieron hace tiempo los marcianos. Y me parece entonces que algo se mueve en esas ciudades, papá. Y me pregunto si a esos marcianos les gustará que estemos aquí. Me pregunto si no nos harán algo por haber venido.
—¡Tonterías! —El señor Bittering miró por la ventana—. Somos gente sana, decente. 
Miró a sus hijos.
—Todas las ciudades muertas tienen fantasmas. Recuerdos, quiero decir —Observó las colinas—. Ves una escalera y te preguntas qué parecerían los marcianos cuando las subían. Ves pinturas marcianas y te preguntas cómo sería el pintor. Inventas así un fantasma, un recuerdo. Es perfectamente natural. La imaginación. 
Hizo una pausa.
—No habrás visitado las ruinas, ¿verdad?
—No, papá.
David se miró los zapatos.
—Bueno, entonces no vayas. Alcánzame el dulce.
—Sin embargo —dijo el pequeño David—, creo que aquí pasa algo.

Algo pasó aquella tarde.
Laura corrió entre las casas, llorando.
Llegó al porche tropezando como una ciega.
—¡Mamá, papá, la guerra, en la Tierra! —sollozó—. Acaba de oírse en la radio. Bombas atómicas cayeron en Nueva York. Los cohetes del espacio estallaron todos. No más cohetes a Marte, ¡nunca más!
La madre se abrazó a su marido y a su hija.
—¡Oh, Harry!
—¿Estás segura, Laura? —preguntó el padre, serenamente. Laura lloraba.
—¡Estamos en Marte para siempre, para siempre!
Durante un largo rato sólo se oyó el sonido del viento en el atardecer.
"Solos", pensó Bittering. "Y apenas mil de los nuestros. Sin posibilidades de regresar. Ninguna. Absolutamente ninguna". El sudor le bañaba la cara, las manos; el calor del miedo le empapaba el cuerpo. Quería pegarle a Laura, quería gritarle: "¡No, mientes! ¡Los cohetes volverán!" En cambio la abrazó y le acarició la cabeza.
—Un día los cohetes volverán —dijo.
—Papá, ¿qué haremos?
—Ocuparnos de nuestras cosas, por supuesto. Cultivar campos, y criar hijos.
Esperar. Seguir adelante hasta que la guerra termine, y los cohetes vengan otra vez.
Los dos niños entraron en el porche.
—Hijos —dijo Harry, mirando a lo lejos—. Tengo algo que decirles.
—Lo sabemos —dijeron los niños.

En los días siguientes, Bittering rondó a menudo por el jardín, a solas con su miedo. Mientras los cohetes habían tejido una tela de plata en el cielo, había podido aceptar a Marte. Siempre se decía: Mañana, si quiero, puedo comprar un pasaje y volver a la Tierra.
Pero ahora la tela había desaparecido. Las vigas derretidas y los cables sueltos de los cohetes yacían en montones, como piezas de un rompecabezas. Desterrados en el mundo extraño de Marte, de vientos de canela y aires vinosos, horneándose como hogazas de pan de jengibre en los veranos marcianos, conservados en despensas durante los inviernos marcianos. ¿Qué les pasaría a él y a los otros? Marte había estado esperando este momento. Ahora los devoraría.
Se arrodilló en el macizo de flores, con una pala en las manos nerviosas. "Trabaja", pensó, "trabaja y olvida".
Alzó los ojos y miró las montañas marcianas.


Pensó en los antiguos y orgullosos nombres marcianos de esas cumbres. Los terrestres, caídos del cielo, habían contemplado las colinas, los ríos, los mares de Marte, todos anónimos, aunque tenían nombres. En otro tiempo los marcianos habían levantado ciudades, las habían bautizado; habían trepado a las montañas, las habían bautizado, habían navegado mares, los habían bautizado. Las montañas se fundieron, los mares se secaron, las ciudades se derrumbaron. Sin embargo, los terrestres se habían sentido culpables cuando pusieron nuevos nombres a las colinas y valles antiguos.
El hombre vive de símbolos y de signos. Inventaron los nuevos nombres.
El señor Bittering se sintió muy solo y anacrónico al sol marciano, plantando flores terrestres en un suelo inclemente.
"Piensa, sigue pensando. En otras cosas. No en la Tierra, ni en la guerra atómica, ni en los cohetes perdidos".
Transpiraba. Miró alrededor. Nadie lo veía. Se quitó la corbata. "Qué audacia", pensó. "Primero la chaqueta, ahora la corbata". La colgó cuidadosamente en un duraznero que había traído de Massachusetts.
Volvió a su filosofía de los nombres y las montañas. Los terrestres habían cambiado los nombres. Ahora había en Marte valles Hormel, mares Roosevelt, montañas Ford, planicies Vanderbilt, ríos Rockefeller. No estaba bien. Los colonizadores norteamericanos habían usado acertadamente los nombres de las antiguas praderas indias: Wisconsin, Minnesota, Idaho, Ohio, Utah, Milwaukee, Waukegan, Osseo. Nombres antiguos, significados antiguos.
Mirando fijamente las montañas, Bittering pensó: "¿Están ustedes ahí? ¿Ustedes, todos los muertos, los marcianos? Pues bien, aquí estamos nosotros, solos, desamparados. Vengan, échennos".
El viento sopló una lluvia de flores de durazno.
El señor Bittering tendió una mano curtida por el sol y ahogó un grito. Tocó los capullos, los recogió. Los dio vuelta, los tocó de nuevo, una y otra vez.
—¡Cora! —gritó.
Cora se asomó a la ventana. El señor Bittering corrió hacia ella.
—Cora, ¡estas flores! —Se las puso en la mano—. ¿Ves? Son distintas. Han cambiado. Ya no son flores de durazno.
—Para mí están bien —dijo Cora.
—No, no están bien. ¡Les pasa algo! No sé qué. ¡Un pétalo de más, una hoja, el color, el perfume!
Los niños aparecieron cuando el padre corría por el jardín, arrancando rábanos, cebollas y zanahorias.
—¡Cora, ven, mira!
Se pasaron de mano en mano las cebollas, los rábanos, las zanahorias.
—¿Te parecen zanahorias?
—Sí…, no. —Cora titubeó—. No lo sé.
—Han cambiado.
—Quizá.
—¡Sabes que sí! Cebollas, pero no cebollas, zanahorias, pero no zanahorias. El mismo sabor, pero distinto. Otro olor también. 
El señor Bittering sintió los latidos de su propio corazón y tuvo miedo. Hundió los dedos en la tierra.
—Cora, ¿qué pasa? ¿Qué es esto? Tenemos que cuidarnos. 
Corrió por el jardín, tocando los árboles.
—Las rosas. Las rosas. ¡Son verdes ahora!
Se quedaron mirando las rosas verdes.
Y dos días más tarde Dan llegó corriendo:
—Vengan a ver la vaca. La estaba ordeñando y entonces lo vi. Vengan, pronto. 
Fueron al establo y miraron la vaca.
Le estaba creciendo un tercer cuerno.
Y frente a la casa, muy silenciosa y lentamente, el césped tomaba el color de las violetas primaverales. Una planta de la tierra, pero de color púrpura.
—Tenemos que irnos —dijo Bittering—. Si comemos esto, nos trasformaremos también, quién sabe en qué. No puedo permitirlo. Sólo nos queda una cosa. Quemar las plantas.
—No están envenenadas.
—Sí, de un modo sutil, muy sutil. Un poquito, apenas. No hay que comerlas. 
Miró desanimado la casa.
—Hasta la casa. El viento le ha hecho algo. El aire la quemó. La niebla nocturna. Las maderas, todo tiene otra forma. Ya no es una casa terrestre.
—Oh, imaginaciones tuyas.
Harry se puso la chaqueta y la corbata.
—Me voy a la ciudad. Tenemos que hacer algo en seguida. Volveré.
—¡Espera, Harry! —gritó la mujer. Pero Bittering ya estaba lejos.
En la ciudad, en los escalones de la tienda de comestibles, a la sombra, los hombres sentados, con las manos en las rodillas, charlaban ociosamente.
El señor Bittering tuvo ganas de disparar una pistola al aire. "¡Qué hacen, imbéciles!", pensó. "Sentados aquí. Sabrán ya que estamos clavados en este planeta. ¡Vamos, muévanse! ¿No tienen miedo? ¿Qué piensan hacer?"
—Hola, Harry —dijeron todos.
—Escuchen —dijo Bittering—. Habrán oído las noticias, el otro día, ¿verdad? 
Los hombres asintieron y se echaron a reír.
—Claro, Harry, claro.
—¿Y qué piensan hacer?
—Pero, Harry, no podemos hacer nada.
—¡Sí, construir un cohete!
—¿Un cohete, Harry? ¿Y volver a esa pesadilla? Oh, Harry.
—Pero ustedes desean volver. ¿Han visto las flores de durazno, las cebollas, el césped?
—Bueno, Harry, sí, creo que sí —dijo uno de los hombres.
—¿Y no te asustaste?
—No mucho, Harry, me parece.
—¡Idiotas!
—Vamos, Harry. 
Bittering quería llorar.
—Tienen que ayudarme. Si nos quedamos aquí, todos nosotros cambiaremos. El aire. ¿No huelen? Hay algo en el aire. Un virus marciano, tal vez; una semilla, un polen. ¡Escúchenme!
Todos lo miraron.
—Sam —le dijo Bittering a uno de los hombres.
—Sí, Harry.
—¿Me ayudarás a construir un cohete?
—Harry, tengo todo un cargamento de metal y algunos planos. Si quieres trabajar en mi taller, con mucho gusto. Te venderé el metal a quinientos dólares. Trabajando solo, podrías construir un bonito cohete, en unos treinta años.
Todos se echaron a reír.
—No se rían.
Sam lo miró de muy buen humor.
—Sam —dijo Bittering—. Tus ojos…
—¿Qué pasa con mis ojos, Harry?
—¿No eran grises?
—Bueno, francamente, no recuerdo.
—Eran grises, ¿verdad?
—¿Por qué lo preguntas, Harry?
—Porque ahora son amarillentos.
—¿Sí? —dijo Sam, con indiferencia.
—Y estás muy alto y más delgado.
—Tal vez tengas razón, Harry.
—Sam, no debieras tener los ojos amarillos.
—Harry, ¿de qué color son tus ojos? —dijo Sam.
—¿Mis ojos? De color azul, naturalmente.
—Bueno, Harry, mira —Sam le alcanzó un espejo de bolsillo—. Mírate los ojos. 
El señor Bittering vaciló, y alzó el espejo y miró.
En las pupilas azules había débiles motitas de oro nuevo.
—Mira lo que hiciste —dijo Sam un momento después—. Rompiste el espejo.


Harry Bittering se instaló en el taller y empezó a construir el cohete. Los hombres se detenían junto a la puerta abierta y conversaban y bromeaban en voz baja. De cuando en cuando, ayudaban a Bittering cuando había que levantar una pieza demasiado pesada. Pero la mayor parte del tiempo se quedaban en la puerta sin hacer nada, mirándolo con unos ojos cada día más amarillos.
—Es la hora del almuerzo, Harry —le decían. Cora le traía el almuerzo en una cesta de mimbre.
—No lo probaré —decía Harry—. Sólo comeré alimentos del congelador. Alimentos traídos de la Tierra. Nada de nuestra huerta.
Cora lo miró.
—No puedes construir un cohete.
—Trabajé en un taller, a los veinte años. Conozco el metal. Cuando empiece, los otros me ayudarán —dijo Bittering sin mirarla, extendiendo los planos.
—Harry, Harry —dijo Cora, desanimada.
—Tenemos que irnos, Cora. Tenemos que irnos.
El viento soplaba toda la noche en las desiertas praderas marinas, iluminadas por la luna, más allá de las ciudades ajedrezadas, tendidas en las playas desiertas desde hacía doce mil años. En la colonia terrestre, la casa de los Bittering se sacudía, cambiando.
El señor Bittering, acostado, sentía que los huesos se le movían, se trasformaban, se fundían como el oro. Cora, tendida junto a él, tenía la piel bronceada por muchas tardes de sol. Era ahora morena y de ojos dorados, y los niños, metálicos en sus camas, y el viento salado rugía cambiando entre los viejos durazneros, el césped violeta, sacudiendo los pétalos verdes de las rosas.
El miedo del señor Bittering era incontenible. Le apretaba la garganta y el corazón. Le rezumaba en la humedad del brazo, de la sien, de la palma temblorosa.
En el este apareció una estrella verde.
Una palabra extraña brotó de los labios del señor Bittering.
—Iorrt. Iorrt —repitió.
Era una palabra marciana. El señor Bittering no sabía marciano. Se levantó en medio de la noche y llamó a Simpson, el arqueólogo.
—Simpson, ¿qué significa la palabra Iorrt?
—Bueno, es el antiguo nombre marciano del planeta Tierra. ¿Por qué?
—Nada en especial.
El teléfono se le cayó de las manos.
—Hola, hola, hola, hola —seguía diciendo el aparato mientras Bittering miraba fijamente la estrella verde—: ¿Bittering? ¿Harry? ¿Estás ahí?

Los días estaban llenos de ruidos metálicos. Ayudado de mala gana por tres hombres, Bittering montó el armazón del cohete. Al cabo de una hora se sintió muy fatigado y tuvo que sentarse a descansar.
—La altura —comentó uno de los hombres jocosamente.
—Dime, Harry, ¿tú comes? —preguntó otro.
—Sí, como —dijo Bittering, colérico.
—¿Del congelador?
—¡Sí!
—Estás más delgado, Harry.
—¡No es verdad!
—Y más alto.
—¡Mientes!

Unos días después, Cora lo llevó aparte.
—Harry, las provisiones congeladas se acabaron. No queda absolutamente nada. Tendré que prepararte unos sándwiches con comida de Marte.
Harry se desplomó en una silla.
—Tienes que comer, Harry —dijo Cora—. Estás débil.
—Sí —dijo Bittering.
Tomó un sándwich, lo abrió, lo miró, y empezó a mordisquearlo.
—¿Por qué no descansas hoy? —dijo Cora—. Hace calor. Los chicos quieren ir a nadar a los canales y pasear. Ven con nosotros.
—No puedo perder tiempo. Estamos en un momento crítico.
—Una hora, nada más —insistió Cora—. Te hará bien nadar un rato. 
Harry se puso de pie, sudoroso.
—Bueno, bueno. Déjame solo. Iré.
—Me alegro mucho, Harry.
El día era sereno, el sol ardiente. Un incendio inmenso, único, inmutable. Caminaron a lo largo del canal, el padre y la madre; los niños correteaban en trajes de baño. Hicieron un alto y comieron sándwiches de carne. Bittering miró la piel bronceada y los ojos amarillos de Cora y los niños, los ojos que antes no habían sido amarillos. Sintió un temblor, que desapareció en oleadas de calor mientras descansaba al sol. Estaba demasiado cansado para sentir miedo.
—Cora, ¿desde cuándo tienes los ojos amarillos? Cora parecía perpleja.
—Siempre los tuve así, creo.
—¿No eran castaños? ¿No cambiaron de color en los tres últimos meses? 
Cora se mordió los labios.
—No. ¿Por qué?
—No tiene importancia. 
Hubo un silencio.
—Los ojos de los chicos —dijo Harry—. También son amarillos.
—A los niños, cuando crecen, les cambia el color de los ojos.
—Quizá también nosotros seamos niños. Al menos para Marte. Es una idea —Bittering se echó a reír—. Creo que voy a nadar.
Saltaron al agua, y Bittering se dejó ir, hasta el fondo, como una estatua dorada, y allí descansó, en el silencio verde. Todo era agua serena y profunda, todo era paz. Sintió que la corriente lenta y firme lo llevaba fácilmente. "Si me quedo aquí bastante tiempo", pensó, "el agua me abrirá y carcomerá la carne hasta mostrar los huesos de coral. Sólo quedará mi esqueleto. Y luego el agua hará cosas con mi esqueleto: Cosas verdes, cosas acuáticas, cosas rojas, cosas amarillas. Cambios. Cambios. Cambios lentos, profundos, silenciosos. ¿Y no es lo mismo allá, arriba?"
Miró el cielo sumergido sobre él, el sol que era ahora marciano, en otra atmósfera, otro tiempo y otro espacio.
"Allá arriba, un río inmenso", pensó, "un río marciano, y todos nosotros en el fondo, en nuestras casas de guijarros, en hundidas casas de piedra, como cangrejos ocultos, y el agua que nos limpia los viejos cuerpos y nos alarga los huesos y…"
Se dejó ir a la superficie a través de la luz suave.
Dan, sentado en el borde del canal, miraba a su padre seriamente.
—Utha —dijo.
—¿Cómo? —preguntó el padre. 
El chico sonrió.
—Bueno, papá, tú sabes. Utha en marciano significa padre.
—¿Dónde lo aprendiste?
—No lo sé. Por ahí. ¡Utha!
—¿Qué quieres? 
El chico vaciló.
—Quiero…, quiero cambiarme el nombre.
—¿Cambiártelo?
—Sí.
La madre se acercó nadando.
—¿Qué tiene de malo el nombre Dan? 
Dan se tironeaba de los dedos.
—El otro día tú me llamaste: Dan, Dan, Dan. Ni siquiera te oí. Ése no es mi nombre, pensé. Tengo un nombre nuevo.


El señor Bittering se tomó del borde del canal. Tenía el cuerpo frío, y el corazón le golpeaba lentamente.
—¿Qué nombre nuevo?
—Linnl. ¿No es bonito? ¿Puedo usarlo? Papá, por favor.
El señor Bittering se llevó la mano a la cabeza. Recordó el cohete absurdo, se vio trabajando a solas. Estaba solo hasta entre su propia familia, tan solo…
Oyó la voz de su mujer.
—¿Por qué no? Y se oyó decir:
—Sí, puedes usarlo.
—¡Yaaa! —gritó el chiquillo—. Soy Linnl. Linnl. Corría por la pradera, bailando y gritando.
El señor Bittering miró a su mujer.
—¿Por qué lo hicimos?
—No lo sé —dijo ella—. Me pareció una buena idea.
Fueron hacia las colinas. Pasearon por los viejos senderos de mosaicos, junto a las fuentes todavía vivas. Durante todo el verano una película de agua helada cubría los senderos. Chapoteando como en un arroyo, vadeando, los pies descalzos estaban siempre frescos.
Llegaron a una villa marciana con una hermosa vista al valle, en lo alto de un cerro. Vestíbulos de mármol azul, murales inmensos, una piscina. Una casa fresca en el caluroso estío. Los marcianos no habían creído en las grandes ciudades.
—Que bueno —dijo la señora Bittering— si pudiésemos instalamos aquí, en esta villa, a pasar el verano.
—Ven —dijo el señor Bittering—. Volvamos a la ciudad. Tengo que trabajar en el cohete.
Pero esa noche, mientras trabajaba, recordó la fresca villa de mármol azul. A medida que transcurrían las horas, el cohete le parecía menos importante.
Pasaron días, semanas, y el cohete quedó relegado, olvidado. La antigua fiebre había desaparecido. El señor Bittering se asustaba pensando cómo se había dejado estar. Pero el calor, la atmósfera, las condiciones de trabajo…
Oyó a los hombres que cuchicheaban en el porche del taller.
—Todo el mundo se marcha. ¿Te enteraste?
—Sí, todos se marchan. Y está bien así. 
Bittering salió.
—¿Adónde se marchan?
Vio un par de camiones, cargados de niños y de muebles, que se alejaban por la calle polvorienta.
—A las villas —dijo el hombre.
—Sí, Harry. Yo también me marcho. Y Sam, ¿no es cierto, Sam?
—Por supuesto. ¿Y tú, Harry?
—Tengo que trabajar, aquí.
—¡Trabajar! Podrías terminar el cohete en el otoño, cuando el tiempo es más fresco.
Bittering tomó aliento.
—Ya tengo lista la armazón.
—En el otoño será mucho mejor. 
Las voces eran indolentes en el calor.
—Tengo que trabajar —dijo Bittering.
—En el otoño —insistieron los otros. Y parecían tan sensatos, tan lógicos. "En otoño será mejor", pensó Bittering. "Tengo tiempo de sobra".
¡No!, gritó una parte de mismo, muy adentro, desplazada, encerrada, sofocándose. ¡No! ¡No!
—En el otoño —dijo.
—Vamos, Harry —dijeron todos.
—Sí —dijo Bittering, sintiendo que la carne se le fundía en el líquido aire caliente—. Sí, en el otoño. Entonces empezaré a trabajar de nuevo.
—Conseguí una villa cerca del canal Tirra —dijo un hombre.
—Te refieres al canal Roosevelt, ¿verdad?
—Tirra. El antiguo nombre marciano.
—Pero en el mapa…
—Olvídate del mapa. Ahora es Tirra. Bueno, descubrí un lugar en las montañas Pillan…
—La cordillera Rockefeller, querrás decir —observó Bittering.
—Las montañas Pillan —repitió Sam.
—Sí, sí —dijo Bittering, hundido en el aire caliente, hormigueante—. Las montañas Pillan.

Todos ayudaron a cargar el camión en la tarde calurosa y apacible del día siguiente.
Laura, Dan y David llevaban paquetes. O, como ellos preferían que los llamasen, Ttil, Linnl y Werr llevaban paquetes.
Los muebles quedaron abandonados en la casita blanca.
—Quedaban muy bien en Boston —dijo la madre—, y aquí, en la cabaña. Pero allá arriba, en la villa… No. Los dejaremos aquí para nuestra vuelta, en el otoño.
Bittering no decía nada.
—Tengo algunas ideas para el mobiliario de la villa —dijo después de un rato—. Muebles cómodos, grandes.
—¿Y tu enciclopedia? Me imagino que querrás llevarla. 
El señor Bittering apartó los ojos.
—Vendré a buscarla la semana que viene. 
Los padres se volvieron hacia Laura.
—¿Qué harás con los vestidos que te compramos en Nueva York? ¿Piensas llevarlos?
La niña los miró perpleja.
—¿Para qué? No. No los necesito.
Cerraron el gas, el agua, atrancaron las puertas y se alejaron. El padre echó una mirada al camión.
—Diantre, no llevamos casi nada —dijo—. Trajimos tantas cosas a Marte, y esto cabe en un puño.
Puso en marcha el camión.
Miró largamente la casita blanca, y tuvo el deseo de correr hacia ella, de tocarla, de decirle adiós, porque sentía que partía en un largo viaje, que abandonaba algo que nunca recuperaría, que nunca comprendería.
En ese momento Sam y su familia pasaron en otro camión.
—¡Hola, Bittering! ¡Aquí vamos!
El camión avanzó bamboleándose por la antigua carretera hacia las afueras de la ciudad. Otros sesenta camiones iban en la misma dirección. En el pueblo flotó un polvo grávido, silencioso. Las aguas azules del canal resplandecían al sol, y un viento sereno movía los árboles raros.
—¡Adiós, pueblo! —dijo el señor Bittering.
—Adiós, adiós —dijo la familia, agitando los brazos. No miraron hacia atrás.

El verano resecó los canales. El verano avanzó como una llama por encima de las praderas. En la desierta colonia terrestre, la pintura de las casas se resquebrajó y descascaró. Los neumáticos de automóvil que habían sido las hamacas de los niños, en los jardines, colgaban como relojes de péndulo, detenidos en el aire ardiente.
En el taller el casco del cohete empezó a enmohecerse.
Había llegado el otoño. Desde la escarpa que coronaba la villa, el señor Bittering, muy moreno ahora, con los ojos muy dorados, contemplaba el valle.
—Es hora de regresar —dijo Cora.
—Sí, pero no iremos —dijo Bittering con calma—. No queda nada allí.
—Tus libros —dijo ella—. Tus ropas buenas. Tus llles y tus ior uele rre.
—La ciudad está desierta. Nadie regresa —dijo Bittering—. No hay ninguna razón para volver, ninguna.
La hija tejía tapices y los hijos tocaban canciones en flautas y gaitas antiguas. Las risas resonaban en la villa de mármol.


El señor Bittering echó una mirada a la colonia terrestre, en la profundidad del valle.
—Qué casas tan absurdas, tan ridículas edifican los hombres de la Tierra.
—No conocían nada mejor —murmuró la mujer—. Qué gente tan fea. Me alegra que se hayan ido.
Se miraron, sorprendidos por lo que acababan de decir. Se rieron.
—¿Adónde se han ido? —se preguntó Bittering en voz alta.
Miró de soslayo a su mujer. Dorada y esbelta como la hija. Cora lo miró a su vez, y él también parecía casi tan joven como el hijo mayor.
—No lo sé —dijo Cora.
—Tal vez el año próximo, o el otro, o el siguiente, regresemos al pueblo —dijo Bittering, con calma—. Ahora…, tengo calor. ¿Te gustaría nadar un rato?
Dieron la espalda al valle. Tomados del brazo, caminaron silenciosamente por un sendero de aguas claras y primaverales.

Cinco años más tarde cayó un cohete del cielo. Se posó, humeando, en el valle.
Unos hombres descendieron gritando.
—¡Ganamos la guerra! ¡Hemos venido a rescatarlos! ¡Eh!
Pero el pueblo norteamericano, el pueblo de durazneros y teatros estaba mudo. En un taller vacío encontraron la armazón de un cohete, cubierta de herrumbre.
La tripulación recorrió las colinas. El capitán había establecido sus cuarteles en un bar abandonado. El teniente llegó con el informe.
—El pueblo está desierto, pero encontramos nativos en las colinas, señor. Gente muy morena. De ojos amarillos. Marcianos. Muy amables. Hablamos un poco con ellos, no mucho. Aprenden inglés rápidamente. Creo que nuestras relaciones serán sumamente cordiales.
—¿Morenos, eh? —murmuró el capitán—. ¿Cuántos?
—Seiscientos, ochocientos quizá. Viven en las ruinas de mármol de las montañas, señor. Altos, sanos. Mujeres muy hermosas.
—¿No le dijeron qué les pasó a los terrestres que fundaron la colonia, teniente?
—No tienen la más remota idea.
—Curioso. ¿Le parece que los marcianos pueden haberlos matado?
—Parecen gente muy pacífica. Una peste probablemente, señor.
—Tal vez. Se me ocurre que nunca lo sabremos. Será cómo uno de esos misterios de los que hablan los libros.
El capitán miró el cuarto, las ventanas polvorientas, las montañas azules que se alzaban a lo lejos, los canales que se movían a la luz, y oyó el viento suave en el aire. Se estremeció. Luego, recobrándose, tocó con los dedos un mapa grande y nuevo que había desplegado sobre una mesa.
—Hay mucho que hacer, teniente. 
La voz se arrastró mientras el sol se ponía detrás de las colinas azules.
—Nuevas colonias. Minas, prospección de minerales. Especímenes bacteriológicos. Trabajo, tanto trabajo. Los viejos archivos se han perdido. Será una verdadera tarea dibujar los mapas, poner nuevos nombres a las montañas, a los ríos, a todo. Necesitamos imaginación… ¿Qué le parece si a estas montañas las llamamos las montañas Lincoln, a este canal el canal Washington, a estas colinas…, a estas colinas podemos ponerle el nombre de usted, teniente? Diplomacia. Y usted, en cambio, puede darle mi nombre a un pueblo. Cortesía ante todo. ¿Y por qué no llamar a esto el valle Einstein y a aquello…? Teniente, ¿me escucha?
El teniente apartó bruscamente los ojos del color azul y de la bruma serena de las colinas, más allá del pueblo.
—¿Cómo? ¡Oh, sí, sí, señor!


FIN