2025/05/26

Los sembradores de la discordia (Mack Reynolds)


Titulo original: The Discord Makers
Año:1950


Harvey Todd, director del Departamento de Seguridad, puso sus iniciales en dos documentos, los dejó a un lado y tomó otro reporte. No se molestó en levantar la vista.
—Desearía que fueras lo más breve posible, Ross. Estoy lleno de trabajo.
—Jefe —empezó con vacilación Ross Wooley—, supongamos que deseo investigar algo por cuenta propia, siguiendo una corazonada.
Todd dirigió una mirada inquisitiva a su subordinado.
—¿Qué traes entre manos?
—Es algo bastante raro —respondió el otro—. Algo que le hará pensar si estoy en mis cabales.
Harvey Todd descansó la pluma y sonrió a su mejor agente.
—Debe tratarse de algo grande, Ross. Pero tu reputación es buena y tus presentimientos han sido acertados hasta ahora. ¿De qué se trata?
Wooley se rascó la barbilla con la uña del pulgar.
—Jefe —murmuró lentamente, sin estar seguro de cómo serían recibidas sus palabras—, tengo razones para sospechar que hay visitantes indeseables en los Estados Unidos.
El jefe del departamento lo miró con recelo.
—Por supuesto que hay visitantes indeseables. ¿Y qué con eso? No es nuestra jurisdicción.
—Quiero decir visitantes del espacio, de otro planeta tal vez.
—¿Has bebido?
—No, señor.
Harvey Todd lo miró largamente, sin decir nada. Por fin murmuró:
—Oigamos.
—Me gustaría tener su permiso para investigar. Si no me lo concede, le pediré una licencia para investigar por mi cuenta. Y si no es posible, presentaré mi renuncia para tener libertad de hacerlo como simple ciudadano —Los ojos del agente parpadearon con rapidez tras los anteojos de arillos de concha.
Todd miró el montón de cartas que estaba sobre su escritorio y suspiró. Los hizo a un lado, metió la mano al cajón de su escritorio y sacó una vieja pipa y una lata de tabaco. No habló hasta que la pipa estuvo llena y encendida y él se reclinó en el respaldo de su sillón, aspirando el aromático humo.
—Parece ser de mucha importancia para ti. ¿Qué sabes de eso? 
El agente se agitó, incómodo.
—No lo suficiente para que tenga sentido, jefe. Un articulo aquí, una observación allá, algún comentario de un oscuro científico; es más un presentimiento que otra cosa. Lo que deseo es disponer del tiempo necesario para llevar a cabo una investigación preliminar. Si obtengo algo definido, lo reportaré de inmediato. Entonces, será cuenta suya.
Harvey Todd dejó que el humo escapara por su nariz y miró con preocupación a Ross.
—Necesito algo más que eso. No puedo asignar a un agente para que ande por ahí buscando personajes al estilo de Buck Rogers, sin tener una idea de qué se trata exactamente.
—Usted dijo que mi reputación era buena —le recordó Ross. 
Todd tomó su pluma y dibujó abstraídamente sobre un papel.
—Sería terrible para el departamento quedar expuesto al ridículo, Ross. El año pasado estuvimos varias veces bajo el fuego. Conozco a algunos miembros del Congreso que gozarían si supieran que he asignado a un agente para perseguir marcianos.
—¿Prefiere entonces mi renuncia? —La voz del dinámico agente se hizo tensa. Su jefe gruñó con disgusto; finalmente se decidió.
—¡No, maldita sea! Haz tus investigaciones. Pero, por el amor del cielo, ten discreción. Si esto llega a los periódicos, la prisión de Alcatraz será poco para ti.
Ross Wooley sonrió al decir:
—Gracias… eh… tendré que hacer algunos viajes.
—Ve a Smith cuando salgas. Ahora, vete. Creo que estás loco. 
Harvey Todd tomó su pluma y otro rimero de cartas, suspiró, y continuó su trabajo.

La sirvienta condujo a Ross al estudio. Él miró rápidamente a su alrededor y recibió la impresión de interminables estantes de libros, algunos sillones bastante cómodos, buena iluminación, dos pinturas al óleo, de cierta calidad, en los muros, y un pequeño bar portátil. Un cuarto de hombre de estudio.
El profesor André Dumar levantó la vista con un fruncimiento de ceño y miró nuevamente la tarjeta que tenía en su mano.
—¿El señor Ross Wooley?
—Así es —El agente se volvió hacia la sirvienta. Ésta abandonó la habitación, cerrando la puerta tras de sí.
—Tome asiento, señor Wooley —ofreció el profesor—. No tiene usted el aspecto que Hollywood atribuye a los agentes de seguridad.
Ross Wooley no sonrió. Muchas veces antes escuchó las mismas palabras.
—Eso es una ventaja para mi trabajo, profesor.
—Hace unos treinta años, mientras aún estudiaba, recuerdo haber escrito un ensayo para mi clase de antropología, titulado Comunismo primitivo entre los amerindios. Aparte de eso, no puedo pensar en nada de mi vida que motive la visita de un hombre del Departamento de Seguridad.
—Vengo por información, profesor —indicó Ross, tomando asiento—. Usted parece ser una autoridad en algunas materias oscuras; algo así como un especialista en desviaciones.
—Parece que necesita ser más explícito, joven.
—Usted limitó sus investigaciones a materias que muchos hombres de ciencia, por temor al ridículo, deliberadamente evitan. Telepatía, clarividencia, por ejemplo; usted ha sido un precursor en sus estudios iniciales.
—Actualmente eso cae fuera de mi línea de trabajo, pero es una investigación fascinante —explicó el profesor—. Ahora que el hielo está roto, le diré que diversos especialistas más capaces que yo están trabajando activamente en ESP.
Ross Wooley pasó nerviosamente la mano por su barbilla.
—Antes de seguir adelante, profesor, me gustaría que comprendiera que no importa cuán extrañas sean las cosas que le pregunte, mi departamento le suplica que no las comente, ni siquiera con miembros de su familia.
El profesor Dumar frunció el ceño y miró nuevamente la tarjeta.
—Aquí dice que usted es un agente del gobierno. ¿Puede probarlo? 
Wooley sonrió.
—Una precaución natural, profesor —sonrió Wooley. Sacó su cartera del bolsillo y se la tendió al otro, para su inspección.
El profesor examinó cuidadosamente las credenciales, descolgó el teléfono y pidió al operador.
—Déme el Departamento de Seguridad, por favor… Hola, habla el profesor André Dumar. Aquí en mi estudio hay un hombre que pretende llamarse Ross Wooley. ¿Tienen ustedes un agente que responda a ese nombre?… Gracias. ¿Pudiera describirlo? Muchas gracias. Adiós.
El profesor regresó las credenciales y descansó en su sillón.
—Parece ser que usted es realmente quien pretende. ¿Cuáles son las preguntas?
Ross Wooley enmarcó cuidadosamente la primera.
—Profesor, ¿hay vida en el Universo, además de la que se encuentra en la Tierra? 
Dumar se quitó los anteojos y lo miró.


—¿Vida?
—Sí. Vida diferente.
El científico pensó un momento, y después dijo con lentitud:
—Estamos positivamente seguros de que existe vegetación, por lo menos en Marte; pero es muy improbable que los demás planetas tengan formas de vida.
—¿Y qué hay de otros sistemas estelares?
—Por supuesto, las autoridades difieren considerablemente…
—Le pregunto su opinión, profesor —lo interrumpió Wooley. El otro se movió como si la pregunta del agente lo irritara.
—Dada la multitud de estrellas en nuestro Universo, es posible que las condiciones aplicables a nuestro sistema solar se dupliquen en otra parte. En tal caso, diría que la vida también se duplicaría.
—¿Vida inteligente?
—Posiblemente.
—Ahora bien, esta pregunta es importante, profesor. Suponiendo que la vida exista en otros sitios, ¿podrían sus representantes venir a la Tierra?
El profesor Dumar golpeó el arillo de oro de sus anteojos, con la uña.
—¿Quién le ha informado de mis investigaciones en ese campo? —indagó.
"Acerté", pensó el agente, sin aliento. Y dijo con calma:
—Nadie, profesor, fue un golpe a ciegas. Dígame, por favor, lo que pueda. 
Dumar se puso en pie y fue a su bar portátil.
—¿Bebe? —preguntó por sobre su hombro.
—No, gracias.
Fue la primera pista en la investigación. El agente estaba bastante estimulado, sin necesidad de alcohol.
—Si no le importa, yo tomaré un trago. 
El profesor se sirvió whisky con agua y volvió a su sillón. De un trago se bebió la mitad y se extendió en la materia.
—Hace unos tres años me di cuenta de que en la Tierra habían formas extrañas de vida. Aparentemente han estado aquí por un largo periodo, pero algo andaba mal con ellas. Mi primera pista fue el hecho de que parecían causar repulsión a los demás animales, incluyendo al hombre.
—¿Cómo es eso? —interrumpió Wooley. El profesor se pasó una mano entre los cabellos, con irritación, como si fuera difícil de explicar.
—Tome a la araña, por ejemplo, o a la serpiente; nueve de cada diez personas sienten una instintiva aversión a la vista de aquéllas. Creo que eso es porque sabemos que no pertenecen al mundo nuestro. Son ajenas a la Tierra y, subconscientemente, nos damos cuenta y se nos pone la carne de gallina. A esta lista se pueden añadir la rata y la cucaracha.
—Siempre he pensado que el temor a la serpiente y la araña es instintivo, heredado del hombre primitivo. Después de todo, son venenosas.
El profesor movió la cabeza.
—Eso no es una respuesta. Pocas arañas y serpientes son ponzoñosas. Además, no es sólo temor, es una absoluta repulsión la que sentimos. Por otra parte, los animales de presa mataron más hombres primitivos que las arañas o las serpientes. ¿Por qué no sentimos esa instintiva aversión cuando vemos a los leones, osos o lobos? Y finalmente, tendrá usted que aceptar que la repugnancia es semejante, aun cuando no tan fuerte, por las ratas y las cucarachas, aunque ciertamente no son venenosas.
El agente hizo un gesto.
—Pero ¿cómo llegaron aquí? No sugerirá usted que las serpientes, las arañas o las ratas tengan habilidad de construir naves espaciales.
—Con toda franqueza, ése ha sido el mayor obstáculo de mi teoría. Tengo dos respuestas posibles, y ninguna de las dos me satisface.
—¿Tiene algún inconveniente en explicarlas?
—Una posibilidad es que hace mucho tiempo llegó una nave espacial y se estrelló. Las formas de vida que la tripulaban se vieron forzadas a permanecer aquí. Sin embargo, las condiciones en la Tierra eran diferentes de las de su planeta original y no tuvieron éxito en adaptarse. Degeneraron hasta quedar al mismo nivel de las formas de vida no inteligentes en la actualidad.
Ross Wooley no quedó satisfecho.
—¿Qué lo llevó a esa teoría?
—Me pareció notar que la rata ocupó, en alguna oportunidad, un escalón más alto en la escala de la evolución. Notará que la rata, a veces decora su nido con trozos de vidrio de colores o fragmentos brillantes de metal. ¿Puede ser eso el vestigio de un sentido estético?
—¿O los principios? —sugirió Wooley.
—Posiblemente. No siento muy fuerte esta teoría. La que prefiero es la de que son conejillos de indias —dijo el profesor.
—¿Conejillos de indias?
—Así es. Supongamos que otro planeta deseaba sitio para expandirse y vio en la Tierra una posible colonia. Antes de arriesgarse a enfermedades desconocidas, y otras posibilidades letales, simplemente desembarcarían cierto número de especies inferiores de su propio planeta. Si la serpiente, araña, rata y cucaracha pudieran adaptarse a la Tierra sin sufrir daños, entonces los invasores estarían en posibilidad de apoderarse del planeta, sin temor.
Ross Wooley parpadeó.
—Profesor, me parece que el punto más débil de sus teorías es el hecho de que esas formas de vida han estado en la Tierra indefinidamente. La cucaracha, por ejemplo; me parece haber leído que es uno de los habitantes más antiguos de la Tierra. Y todos ellos, serpiente, araña y rata, han estado desde los periodos más antiguos.
Dumar tomó un sorbo de su bebida, pensativamente.
—No sabemos que los extraños tengan ninguna prisa. Quizá estén dispuestos a esperar cientos de miles de años para estar seguros de que la Tierra es apropiada para su especie. Para una civilización joven como la nuestra, unos cuantos millares de años parecen un periodo interminable, pero para una cultura que puede tener una edad de millones de años, es ciertamente muy poco tiempo.
—Entonces, para resumir, usted cree que hay otra vida inteligente en el Universo y que, por una razón o por otra, han desembarcado extrañas formas de vida en la Tierra.
El profesor asintió:
—Más o menos, así es.

El siguiente nombre lo llevó hasta el otro extremo del continente, en San Francisco; hubiera vacilado en gastar el tiempo y dinero necesarios, a no ser por el renovado interés que le inspirara Dumar.
—Esto forma parte de una de sus recientes conferencias —empezó el agente, sacando un recorte de un sobre y leyendo en voz alta—: "...de hecho, son tan caóticos los asuntos humanos, es tan increíble que él mismo sea su peor enemigo, que se pudiera creer que seres extraños del espacio, enemigos debido a alguna razón ignota, se encuentran entre nosotros saboteando nuestros esfuerzos hacia el progreso…".
—¿Es correcta la referencia? —preguntó Wooley alzando la vista.
El conferencista de fama nacional, en cuya oficina se encontraban, frunció el ceño, pero asintió:
—Sustancialmente.
—¿Qué quiso decir con eso?
Morton Harrison hizo un gesto de impaciencia.
—No quise decir nada en particular. ¿A qué conclusión quiere llegar? 


Ross Wooley regresó el recorte a su bolsillo.
—¿De dónde sacó la idea de que existe la posibilidad de que haya visitantes del espacio entre nosotros? 
El otro empezó a reír.
—¡Cielo santo, joven! ¿Ha llegado el Departamento de Seguridad al extremo de investigar a personajes de ficción científica? Esa idea no significa nada; sólo intenté acentuar que el hombre es enemigo de sí mismo hasta un extremo que parece imposible.
—¿Puede citar un ejemplo?
—Puedo citarle muchos, pero me conformaré con uno o dos. ¿Ha notado usted que las personas y organizaciones que pugnan por el avance del hombre son habitualmente ignoradas o escarnecidas? Tomemos a los pacifistas, por ejemplo. La mayor parte de la gente los clasifica como chiflados. En tiempo de paz, se les ridiculiza, y en tiempo de guerra, son arrojados a la cárcel o a campos de concentración. Todos pretenden estar contra la guerra; ¿por qué entonces ese desprecio para quienes más enérgicamente trabajan para acabar con ella?
—Nunca se me ocurrió —confesó Ross, pensativamente.
—Permítame otro ejemplo —continuó Harrison—. En este país nos gusta hablar de nuestras libertades, pero realmente hay pocos sitios donde se pueda encontrar más intolerancia y persecución. En nuestros Estados sureños, el ejemplo es obvio; y el antisemitismo existe en muchos lugares de la nación. Pero eso es sólo el principio. En la costa del Pacífico tenemos discriminación contra los descendientes de japoneses, en ciertas áreas; y en contra de los de ascendencia mexicana, en otras. En California central existe la discriminación contra los descendientes de portugueses. En la región de los grandes lagos, contra los finlandeses; en el suroeste, contra el indio americano.
»No está limitada esta práctica a nuestro país. Cuando los americanos viajamos, a menudo encontramos indicaciones de que se mofan de nosotros, que se nos considera advenedizos y metalizados, por los miembros de otras naciones. Es divertido ver cómo los norteamericanos, ingleses, franceses y otros miembros de las Naciones Unidas se encrespan ante la actitud de alemanes y japoneses que claman ser superhombres; pero, en realidad, nosotros practicamos la misma doctrina.
Wooley se agitó inquieto, como si fuera a protestar por la última parte de la conferencia, pero Harrison lo contuvo con un ademán y continuó:
—Lo importante es que en vez de apoyar y luchar por causas tales como la abolición de las guerras, un mejor sistema social, la terminación de la intolerancia y la discriminación racial, el promedio de los seres humanos son llevados a atacar, o al menos a sentir disgusto contra aquellos que trabajan para llegar a obtener esos medios. Parece que deliberadamente luchamos contra las cosas que más deseamos.
Ross Wooley guardó su cuaderno y se puso de pie.
—Creo que ahora lo entiendo. No estoy totalmente de acuerdo con usted; pero, por lo menos, entiendo su referencia en cuanto a los visitantes del espacio.

La entrevista con Harrison fue desalentadora, y sólo quedaba otro nombre en la lista. Era el de un médico avecindado en Los Ángeles. La ciudad de los chiflados, pensó. El tipo, probablemente pretendería tener a un marciano encerrado en el sótano.
Sin embargo, el doctor Kenneth Keith, presidente de la Asociación Astronáutica Occidental y miembro destacado de un grupo forteano, estaba demasiado cerca para no verlo. Ross tomó el avión de Los Ángeles y un taxi para ir a la casa del hombre que escribiera un libro sobre las posibilidades de los viajes espaciales.
Le tomó cinco minutos convencer a la señora Keith de que no era un fanático de la ficción científica, tratando de entrevistar al presidente de la Sociedad Astronáutica, para discutir sobre las ventajas de emplear ácido nítrico y anilina como combustible, en lugar de ácido nítrico y ethyl vinílico, en el primer cohete lunar.
Cuando se encontró finalmente en el estudio del doctor, vaciló antes de empezar.
Tantas veces había sido rechazado… El doctor tomó la iniciativa.
—Probablemente está usted aquí debido a mi articulo acerca de la presencia de seres de otros planetas aquí en la Tierra…
—¿Cómo…? —Parpadeó Ross.
El doctor Keith se encogió de hombros.
—Se ha sugerido, casi probado, una veintena de veces. Sólo recientemente me di cuenta de por qué se ha ignorado la prueba de esto, y creo que ya es tiempo de aclarar la situación. Por eso es que puse énfasis en el hecho de que aunque el hombre esté en los umbrales de los viajes espaciales, no ha sido el primero en utilizarlos.
Wooley se animó visiblemente.
—Antes de seguir adelante, usted dice que el hecho de que han existido los viajes espaciales ha sido probado veintenas de veces. Mencione una.
Kenneth Keith se levantó y fue hacia uno de los libreros que llenaban las paredes.
Regresó con un volumen que arrojó al regazo del agente.
—Ahí está una prueba —señaló. Ross lo tomó ávidamente, leyó el titulo y frunció el ceño.
—¡Lo!, de Charles Fort.
Keith lo amenazó con un dedo.
—A eso me refiero. ¿Por qué se disgusta cuando ve la prueba que le ofrezco? 
El agente arrojó despectivamente el libro a una mesita cercana a su asiento.
—Me temo que Fort no es exactamente aceptable como prueba. Por lo general se le clasifica como un chiflado… 
Se detuvo, recordando súbitamente lo que Morton Harrison le dijera. Aquellas personas que destacan en la lucha por el progreso del hombre, son escarnecidas como locos, fanáticos y desequilibrados. Tal es el caso de Fort.
—Muy bien —aceptó—. Lo escucho. Diga.
El doctor Keith se lanzó animadamente a convencerlo.
—En el siglo pasado se estableció, en diversas ocasiones, que se han efectuado viajes de otros planetas al nuestro. Fort, entre otros, lo prueba en sus libros. Yo he sabido esto durante varios años y me asombra que el hecho no sea aceptado generalmente. Hace poco encontré la razón.
—¿Y cuál es esa razón? —preguntó ansiosamente Wooley.
—Los que hemos sospechado la existencia de estos visitantes, siempre pensábamos en ellos sólo como visitantes. Los más, suponemos que no se revelan abiertamente ante nosotros, porque piensan en el hombre como una criatura atrasada y no preparada aún para el intercambio con formas de vida más avanzadas.
Ross se movió intranquilo.
—Pero ¿qué ha descubierto?
La autoridad en cohetes lo miró fijamente.
—No son visitantes, son conquistadores. Posiblemente ya seamos propiedad, como lo sugirió Charles Fort, pero me atrevo a pensar que nuestros potenciales amos aún no han asimilado a la Tierra.
Ross Wooley se pasó la mano por la barbilla.
—Me temo que no le entiendo.
—Ningún conquistador se ha molestado jamás en apoderarse de un desierto sin valor o de una montaña sin habitantes. Antes de adquirir un territorio, tiene éste que poblarse con alguien a quién explotar. Durante cientos y miles de años, estos extraños han estado visitando la Tierra. Aún no estamos listos para ser conquistados, pero les interesa vigilar que nuestro desarrollo se lleve a cabo a lo largo de la línea que les conviene; algunas veces hasta nos ayudan.


»Al acercamos finalmente a un grado de civilización, aumentan el control de nuestro destino. Desean que progresemos siguiendo ciertas normas y se aseguran que así lo hagamos. Entre otras cosas, no obstante que las guerras ya resultan ridículas, ellos se encargan de que conservemos el espíritu guerrero; nutren nuestras supersticiones y nuestras intolerancias; nos mantienen divididos en naciones, clases, razas y diferentes grupos religiosos. Cuando al fin lleguemos a tener el secreto de los viajes espaciales, y es evidente que estamos a punto de lograrlo, obviamente habrá llegado el momento en que asuman su papel como gobernantes.
—Pero ¿por qué…?
Keith se puso en pie y se paseó por la habitación, con impaciencia.
—Tal vez nos han educado para ser soldados en sus guerras interplanetarias o interestelares; tal vez para ser esclavos. Todo lo que sé es que empiezan a hacerse cargo de todo. Están tomando posiciones de control en nuestros gobiernos, nuestros centros de comunicaciones, nuestros sistemas educativos. De este modo han sido capaces de reírse de Fort y de escarnecer a otros seres humanos de visión más clara que los demás.
Interrumpió su explosión verbal y se sentó de nuevo frente al agente.
—Las pruebas, señor Wooley, son incontables. Tomo por ejemplo los platillos voladores…

Harvey Todd, director del Departamento de Seguridad, levantó finalmente la vista de los papeles que leía, se quitó la pipa, apagada largo rato, y dijo:
—Es un reporte asombroso, Ross. 
Su expresión era inquisitiva.
El agente había permanecido sentado a un lado, mientras su jefe leía la veintena de páginas que resumían su informe.
—Sí, señor —expresó.
—Me gustaría conocer tu propia opinión, ya que tú fuiste el que reunió el material. ¿Qué piensas de esto?
Ross Wooley se frotó la barbilla, con su gesto característico
—Brevemente, señor. Muchos años atrás, cuando la Tierra estaba en su infancia, llegaron los primeros exploradores de otros planetas. Dejaron aquí algunas de las formas de vida de sus propios mundos, para ver si sobrevivían. La serpiente y la araña son ejemplos de ello. Entonces, al evolucionar el hombre asumieron cierto control de su desarrollo. La manera en que lo han hecho demuestra que no son exactamente benévolos. Nadie puede pensarlo. Nunca.
»Cuando finalmente lleguemos al punto en que les interese tomar una parte más activa en nuestros asuntos, ellos tratarán de asimilarnos. Se ha sugerido que algunos de ellos ya se han infiltrado en altos puestos de los sistemas educativos del hombre, sus gobiernos, y así por el estilo.
—¿Y usted cree realmente eso? —sonrió el jefe. 
Ross Wooley enrojeció, y dijo con terquedad:
—Sí, señor.
—Entonces, ¿hay un movimiento secreto de seres extraterrestres que operan dentro de la estructura de nuestro gobierno?
Ross Wooley parpadeó tras los gruesos cristales de sus anteojos, y asintió:
—Sí, señor. Y creo que lo más importante en el mundo es desenmascarar a esos enemigos de la raza humana; desarraigarlos, destru…
Harvey Todd lo interrumpió:
—Supongamos que le ordeno abandonar esto, que me parece una tontería.
—En ese caso, señor, renunciaría a mi trabajo, para continuar las investigaciones por mi cuenta.El jefe del Departamento de Seguridad lo miró largamente.
—Está bien, Ross —aceptó al fin oprimiendo un botón en su escritorio.
Una sección del muro se deslizó en silencio. Dos figuras extrañamente vestidas salieron del pasadizo secreto. No eran humanas, no precisamente.
Los ojos del jefe contemplaron al agente.
—Tienes razón al creer que los de Aldebarán —no precisamente los de Marte o Venus— hemos asumido posiciones en sus fantásticos gobiernos terrestres.
Se volvió al primero de los desconocidos, quien apuntaba en dirección de Wooley con una arma de aspecto letal.
—Dispongan de él del modo habitual.
Ross Wooley llevó la mano a su pistola. Una luz pálida brilló momentáneamente; dejó caer su arma, paralizado, y se derrumbó hacia adelante. Los dos extraños lo cogieron antes de que llegara al suelo y arrastraron su cuerpo hacia el pasadizo.
—Un momento —llamó Harvey Todd—. Llévense también su informe. Contiene varios nombres que requieren una visita. El profesor Dumar y el doctor Keith, en particular.
Miró el montón de papeles sobre su escritorio y suspiró:
—Ahora, váyanse. Tengo mucho trabajo que hacer.


FIN

2025/05/19

El enemigo olvidado (Arthur C. Clarke)


Título original: The Forgotten Enemy
Año: 1949


El profesor Millward se irguió bruscamente en su cama y las gruesas pieles cayeron al suelo con un ruido sordo. Esta vez, estaba seguro, no había sido un sueño; el aire helado que raspaba sus pulmones aún parecía vibrar con el sonido que había llegado rechinando desde la noche.
Reunió las pieles alrededor de sus hombros y escuchó atentamente. Todo estaba nuevamente quieto; largas flechas de luz lunar jugaban a través de las estrechas ventanas de las paredes occidentales sobre interminables hileras de libros, como lo hacían sobre la muerta ciudad que tenía debajo. El mundo estaba completamente quieto; aun en los viejos días, en una noche como ésta la ciudad hubiera estado callada, y ahora estaba doblemente callada.
Con aburrida resolución, el profesor Millward se arrastró fuera de la cama, y distribuyó unos pocos terrones de carbón sobre el brillante brasero. Luego se dirigió lentamente hacia la ventana más cercana, deteniéndose una y otra vez para apoyar afectuosamente su mano sobre los volúmenes que había guardado durante todos esos años.
Protegió sus ojos de la brillante luz lunar y miró en la noche. El cielo estaba despejado; fuera lo que fuese, el sonido que escuchó no había sido un trueno. Había venido del Norte y mientras esperaba volvió de nuevo.
La distancia lo había suavizado, la distancia y la masa de las colinas de más allá de Londres. No corrió atravesando el cielo con la inmoderada libertad del trueno, sino que parecía provenir de un único punto, allá lejos en el Norte. No se parecía a ningún sonido natural que hubiera escuchado jamás, y por un momento se atrevió a tener esperanzas una vez más.
Estaba seguro que sólo el Hombre podría haber producido tal sonido. Quizás el sueño que le había mantenido, por más de veinte años, allí entre esos tesoros de la civilización, en poco tiempo dejaría de ser un sueño. El Hombre estaba volviendo a Inglaterra, abriéndose camino a través del hielo y de la nieve con las arma que la ciencia le había dado antes de la llegada de la Confusión. Era extraño que llegaran por vía terrestre, y desde el Norte, pero apartó de sí cualquier pensamiento que pudiera apagar la recién encendida llama de la esperanza.
Trescientos pies más abajo, el quebrado mar de techos nevados yacía bañado por la amarga luz lunar. A millas de allí, las altas chimeneas de la fábrica de Battersea brillaban sobre el cielo nocturno como delgado fantasmas blancos. Ahora que la cúpula de Saint Paul se había derrumbado bajo el peso de la nieve, sólo ellas desafiaban su supremacía.
El profesor Millward recorrió nuevamente y con lentitud los anaqueles de los libros, pensando en el plan que se había trazado. Hacía veinte años que había visto los últimos helicópteros ascendiendo pesadamente desde Regent's Park, con sus hélices batiendo la nieve que no cesaba de caer. Aun entonces, cuando el silencio se cerró a su alrededor, no pudo convencerse de que el Norte había sido abandonado para siempre. Y todavía esperó durante toda una generación, entre los libros a los que había dedicado su vida.
En aquellos primeros días había oído alguna vez, en la radio, que era su único contacto con el Sur, del esfuerzo por colonizar las ahora templadas tierras del Ecuador. Nunca supo el resultado de aquella lejana batalla, librada con desesperada habilidad en las moribundas selvas y a través de desiertos que ya habían sentido el primer toque de la nieve. Quizá se había perdido; la radio estaba en silencio desde hacía quince años o más. Pero si en verdad los hombres y sus máquinas estuvieran volviendo desde el Norte (de todas direcciones), otra vez podría escuchar sus voces cuando se hablaran uno al otro, y cuando lo hicieran a las tierras de donde hubieran llegado.
El profesor Millward abandonaba el edificio de la Universidad sólo unas doce veces por año, y sólo por real necesidad. En las dos últimas décadas había conseguido todo lo que necesitaba de los negocios del área de Bloomsbury, ya que en el éxodo definitivo grandes cantidades de mercaderías fueron abandonadas por falta de transporte. En más de un aspecto, su vida podía ser calificada como lujosa: Ningún profesor de literatura inglesa se vistió jamás con galas similares a las que había tomado de una peletería de Oxford Street.
El Sol brillaba en un cielo sin nubes cuando se echó el fardo al hombro y quitó el cerrojo a las macizas puertas. Diez años atrás todavía había cuadrillas de perros hambrientos que cazaban por este barrio, y pese a que no había visto ninguno durante varios años, aún era muy cauteloso y cuando salía siempre llevaba un revólver.
La luz solar era tan brillante que sus reflejos herían sus ojos; pero no calentaba casi nada. Pese a que el cinturón de polvo cósmico a través del cual estaba pasando el Sistema Solar había producido poca diferencia visible en el brillo solar, le había robado toda su fuerza. Nadie sabía si el mundo nadaría de nuevo en la calidez dentro de diez años o de mil, y la civilización había volado hacia el Sur en búsqueda de tierras en donde la palabra "verano" no fuera una vacía ficción.
La nieve caída estaba fuertemente apisonada y el profesor Millward tuvo poca dificultad en llegar a Tottenham Court Road. Algunas veces le llevaba horas abrirse camino entre la nieve, y una vez estuvo sitiado en su gran montón de cemento durante nueve meses.
Se mantuvo alejado de las casas con sus peligrosas cargas de nieve y sus damócleos carámbanos, y se dirigió al Norte hasta que llegó al comercio que estaba buscando. Encima de las ventanas destrozadas aún brillaban las palabras "Jenkins e Hijos. Radio y Electricidad. Especialistas en Televisión".
Se había filtrado algo de nieve a través de una rota sección del techo, pero el pequeño cuarto de arriba no había cambiado desde su última visita, una docena de años atrás. La radio de banda completa aún estaba sobre la mesa y las latas vacías desparramadas en el suelo hablaban quedamente de las solitarias horas que había pasado allí antes de que muriere toda esperanza. Se preguntó si debería pasar otra vez por la misma penosa experiencia.
El profesor Millward sacudió la nieve del The Amateur Radio Handbook for 1965, que le había enseñado lo poco que sabía de radiocomunicación. Los "testers" y las baterías aún yacían en sus semirecordados lugares y para su alivio algunas de las baterías todavía conservaban su carga. Buscó afanosamente entre las mercaderías hasta que pudo conseguir las fuentes necesarias de energía y probó la radio lo mejor que pudo. Entonces estuvo listo.
Era una pena que nunca pudiera enviar a los fabricantes el testimonio que merecían. El leve soplido del micrófono despertaba recuerdos de la BBC, de las noticias de las nueve en punto y los conciertos sinfónicos, de todas las cosas que había dado por sentadas en un mundo que se había ido como un sueño. Con una impaciencia escasamente controlada movió las bandas de frecuencia, pero no había nada en ningún lado excepto aquel omnipresente soplido. Era desalentador, pero nada más; recordó que la verdadera prueba vendría de noche. Mientras tanto recorrería los negocios circundantes para encontrar algo que pudiera serle útil.


Al atardecer volvió al cuartito. A cien millas sobre su cabeza, tenue e invisible, la capa de Heaviside se estaría expandiendo hacia las estrellas mientras caía el Sol. Así lo había hecho todas las tardes durante millones de años, y sólo durante medio siglo el Hombre la había utilizado con sus propios fines, para reflejar alrededor del mundo sus mensajes de odio o de paz, para hacerle eco de trivialidades o para hacerla sonar con música alguna vez llamada inmortal.
Lentamente, con infinita paciencia, el profesor Millward comenzó a recorrer las bandas de onda corta que una generación atrás habían sido una Babel de expresiones vociferantes y de punzantes frases en Morse. Mientras escuchaba, en su interior comenzó a desaparecer la débil esperanza que había osado fomentar. La misma ciudad no era tan silenciosa como los en una época atestados océanos de éter. La intolerable quietud sólo era rota por el débil crujido de las tormentas eléctricas del hemisferio opuesto. El Hombre había abandonado su última conquista.
Las baterías se agotaron apenas pasada la medianoche. El profesor Millward no tuvo ánimo para buscar más y en vez de eso se acurrucó dentro de sus pieles y cayó en un sueño inquieto. Obtuvo todo el consuelo posible de la idea de que si bien no había demostrado su teoría, tampoco la había refutado.
La fría luz solar inundaba la calle blanca y solitaria cuando comenzó su viaje de vuelta al hogar. Estaba muy cansado, porque había dormido poco y su sueño había sido turbado por la recurrente fantasía del rescate.
El silencio fue súbitamente roto por el lejano trueno que llegó rodando sobre los blancos tejados. Venía (y ahora no podía haber dudas) de más allá de las colinas del Norte que en un tiempo habían sido los campos de recreo de Londres. De ambos lados, pequeñas avalanchas de nieve caían silbando desde los edificios sobre la ancha calle; luego volvió el silencio.
El profesor Millward parose inmóvil, sopesando, considerando, analizando. El sonido había sido demasiado prolongado como para ser una explosión ordinaria (otra vez estaba soñando), no era más que el lejano trueno de una bomba atómica quemando y haciendo estallar la nieve a un millón de toneladas por vez. Revivieron sus esperanzas y los contratiempos de la noche comenzaron a desvanecerse.
Esa pausa momentánea casi le cuesta la vida. Proveniente de una calle lateral, algo enorme y blanco entró de repente en su campo visual. Por un instante su mente rehusó aceptar la realidad de lo que veía; luego la parálisis le abandonó y buscó desesperadamente su inútil revólver. Hundiéndose en la nieve, bamboleando su cabeza de un lado al otro con un movimiento hipnótico, serpentino, se le acercó un inmenso oso polar.
Abandonó sus pertenencias y corrió, dando tumbos sobre la nieve, en dirección a los edificios más cercanos. Providencialmente, la entrada al subterráneo estaba a sólo cincuenta pies de distancia. La reja de acero estaba cerrada, pero recordó haber roto el candado hacía ya muchos años. Mirar hacia atrás era una tentación casi intolerable, porque no podía oír nada que le indicara cuán cerca estaba su perseguidor. Durante un instante de terror la red de acero resistió sus dormidos dedos. Luego se rindió de mala gana y él se esforzó por atravesar la estrecha abertura.
De su niñez llegó un repentino e incongruente recuerdo de un hurón albino que una vez había visto enredando sin cesar su cuerpo a través del enrejado de alambre de su jaula. La misma gracia reptil estaba presente en esta figura monstruosa, de casi el doble de altura de un hombre, que se erguía contra la reja con una inútil furia. El metal se curvó, pero no cedió a la presión; luego el oso descendió, gruñó suavemente y se fue. Hizo uno o dos tajos en la caída mochila, desparramando sobre la nieve unas pocas latas de comida, y se desvaneció tan silenciosamente como había llegado.
Un muy agitado profesor Millward llegó a la universidad tres horas más tarde, después de moverse en cortos saltos desde un refugio hasta el próximo. Después de todos estos años ya no estaba solo en la ciudad. Se preguntó si habría otros visitantes, y esa misma noche supo la respuesta. Justo antes del amanecer, con bastante claridad, escuchó el grito de un lobo desde algún lugar en dirección a Hyde Park.
Al final de la semana supo que los animales del Norte estaban en movimiento. Una vez vio un reno correr hacia el Sur, perseguido por un grupo de lobos silenciosos, y a veces, de noche, había sonidos de lucha mortal. Se sorprendió de que todavía existiera tanta vida en el blanco desierto que había entre Londres y el Polo. Ahora algo la estaba dirigiendo en dirección Sur y la certeza le causó una creciente excitación. No creía que estos fieros supervivientes escaparan de nadie, excepto del Hombre.
El esfuerzo de la espera estaba comenzando a afectar la mente del profesor Millward y se sentaba durante horas en la fría luz solar, envuelto en sus pieles, soñando con el rescate y pensando en qué forma volverían los hombres a Inglaterra. Quizás había venido una expedición desde Norteamérica a través del hielo del Atlántico. Debía estar en camino desde hacía años. ¿Pero por qué habían llegado tan al Norte? Su teoría favorita era que los grupos de hielo del Atlántico, más al Sur, no eran lo suficientemente seguros para el tráfico pesado.
Sin embargo, había una cosa que no podía explicar a su entera satisfacción. No había habido reconocimientos aéreos; era difícil de creer que el arte de volar se hubiera perdido tan pronto.
Algunas veces caminaba a lo largo de las hileras de libros, susurrándole de vez en cuando a algún muy amado volumen. Allí había libros que no se había atrevido a abrir durante años, tan punzantemente le recordaban el pasado. Pero ahora, cuando los días se hacían más largos y brillantes, a veces sacaba un libro de poesía y releía a sus viejos favoritos. Luego se dirigía hacia las altas ventanas y gritaba las mágicas palabras sobre los tejados, como si fueran a quebrar el hechizo que había atrapado al mundo.
El clima era ahora más cálido, como si los fantasmas de perdidos veranos hubieran vuelto a embrujar la región. Durante días enteros la temperatura se elevó sobre el punto de congelación del agua, mientras en muchos lugares había flores que se erguían a través de la nieve. Lo que fuese que se aproximaba desde el Norte estaba más cerca; varias veces por día, aquel enigmático rugido atravesaba tronando la ciudad, haciendo que la nieve cayera deslizándose desde miles de techos. Eran extraños tonos bajos, pulverizadores, que el profesor Millward encontraba frustrantes y hasta siniestros. A veces era como si estuviera escuchando el choque de poderosos ejércitos, y a veces una loca pero horrible idea penetraba en su mente y no le abandonaba. A menudo se levantaba de noche e imaginaba oír el sonido de montañas moviéndose hacia el mar.
Así se consumió el verano y mientras el sonido de aquella batalla lejana se hacía cada vez más cercano, el profesor Millward era alternadamente presa de cada vez más violentas esperanzas y temores. Pese a que ya no veía lobos u osos (parecían haberse escapado hacia el Sur), no se arriesgaba a abandonar la seguridad de su fortaleza. Todas las mañanas trepaba a las más altas ventanas de la torre y oteaba el horizonte norte con prismáticos. Pero lo más que llegó a ver fue la obstinada retirada de las nieves sobre Hampstead, mientras en la retaguardia sostenían su amarga pelea contra el Sol.


Su vigilia concluyó con los últimos días del breve verano. En la noche, el opresivo trueno había estado más cerca que nunca, pero todavía no había nada que permitiera estimar su real distancia de la ciudad. El profesor Millward no sintió ninguna premonición mientras trepaba hasta la estrecha ventana y elevaba sus binoculares hasta el cielo norteño.
Como un observador viera desde los muros de su amenazada fortaleza el primer reflejo de la luz solar sobre las lanzas del ejército invasor, así en ese momento conoció el profesor Millward la verdad. El aire era claro como el cristal y las colinas estaban aguzadas y brillaban sobre el frío azul del firmamento. Habían perdido casi toda su nieve. En otro momento se hubiera regocijado, pero ahora eso ya no significaba nada.
Durante la noche, el enemigo que él había olvidado había conquistado las últimas defensas y se estaba preparando para el asalto final. Cuando el profesor Millward vio aquel mortal resplandor a lo largo de la cresta de las sentenciadas colinas, entendió por fin el sonido que había oído avanzar durante tantos meses. Era admirable que hubiera soñado con montañas en marcha.
Desde el Norte, su viejo hogar, retornando triunfalmente a las tierras que una vez poseyeran, los glaciares habían llegado otra vez.


FIN

2025/05/12

Amanecer en Mercurio (Robert Silverberg)


Título original: Sunrise on Mercury 
Año: 1957


A nueve millones de millas de la parte solar de Mercurio, con el Leverrier girando en una serie de espirales que debían llevarle hacia el más pequeño mundo del Sistema Solar, el segundo piloto, Lon Cutris, decidio poner fin a su vida.
Curtis había estado aguardando ansiosamente que se efectuase el aterrizaje; su tarea en la operación ya había concluido, al menos hasta que los planos de aterrizaje del Leverrier rozasen la esponjosa superficie de Mercurio. El eficaz sistema de enfriamiento por sodio anulaba los esfuerzos del monstruoso Sol visible a través de la pantalla posterior. Para Curtis y sus siete compañeros de tripulación, no había problemas; sólo tenían que esperar mientras el autopiloto iba descendiendo la nave espacial en lo que iba a ser el segundo aterrizaje del Hombre en Mercurio.
El comandante del vuelo, Harry Ross, estaba sentado cerca de Curtis cuando notó el súbito envaramiento de las mandíbulas del piloto. De repente, Curtis asió la palanca de control. Desde las ruedas metálicas que hilaban el espumoso entramado, llegó un estallido verdoso de fluorocreno en disolución; el fulgor se desvaneció. Curtis se puso en pie.
-¿Vas a algún sitio? -le preguntó Ross.
-No, sólo a dar una vuelta -La voz de Curtis sonaba extraña.
Ross volvió a dirigir su atención a su microlibro, mientras Curtis se alejaba. Se oyó el sonido de cremallera de un grapón de proa al ser manipulado, y Ross sintió un frío momentáneo cuando el aire helado del compartimiento del reactor superrefrigerado se coló hasta allí.
Apretó una palanca, mientras doblaba la página. Luego...
"¿Qué diablos está haciendo en el compartimiento del reactor?"
El autopiloto controlaba sólo el flujo del combustible, graduándolo al milímetro, de una manera imposible para ningún sistema humano. El reactor estaba dispuesto para el aterrizaje, el combustible almacenado, el compartimiento estaba cerrado con todos los cerrojos y pasadores de seguridad. Nadie, y menos que nadie el segundo piloto, tenía nada que hacer allí.
Ross disolvió el asiento de espuma en un instante y se puso de pie. Pasó al pasillo y abrió la puerta del compartimiento reactor.
Curtis estaba junto a la puerta del transformador, jugueteando con el disparador. Al acercarse, Ross vio cómo el piloto abría la puerta y colocaba un pie en el vertedor que llevaba a la pila nuclear.
-¡Eh, Curtis, idiota! ¡Sal de ahí! ¡Vas a matarnos a todos!
El piloto dio media vuelta y miró ausentemente a Ross un instante, levantando el pie. Ross saltó hacia delante.
Agarró el pie de Curtis con ambas manos y, a pesar de la serie de puntapiés propinados por aquél con su pie libre, consiguió apartarle del vertedor. El piloto pateaba, pegaba, se retorcía, intentando zafarse de la llave del otro. Ross se fijó en que las pálidas mejillas de su contrincante tremolaban; Curtis se había derrumbado completamente.
Gruñendo, Ross arrastró a Curtis lejos del vertedor y cerró la portezuela de golpe. Lo llevó a rastras hacia la cabina principal y allí le abofeteó con dureza.
-¿Por qué has intentado hacerlo? ¿No sabes lo que tu masa le ocasionaría a la nave si caías en el transformador? Sabes que ya ha sido calibrada la entrada del combustible; unas ciento ochenta libras de más y la nave trazaría un arco dirigido al Sol. ¿Qué te pasa, Curtis?
El piloto fijó sus ojos inexpresivos, inmóviles, en Ross.
-Quiero morir - dijo simplemente-. ¿Por qué no me dejas morir?
Quería morir. Ross se encogió de hombros, sintiendo un escalofrío en la espalda. No había forma de luchar contra esta dolencia.
De la misma forma que los submarinistas sufren de I'ivresse des grandes profondeurs -embriaguez de las grandes profundidades- y no existe cura para este extraño mal, especie de borrachera que les induce a quienes la padecen a romper los tubos de la respiración a cincuenta brazas debajo la superficie del agua, así los astronautas corrían el riesgo de padecer de esta enfermedad, el ansia de autodestruirse.
Surgía en cualquier parte. Un mecánico intentando ajustar una pieza de una nave espacial en pleno vuelo, podía de repente abrir una escotilla y absorber el vacío; un radiotelegrafista armando una antena en lo alto de su nave, podía de repente cortar su cuerda de sujeción, disparar su pistón direccional y hundirse en el espacio hacia el Sol. O un segundo piloto podía decidir arrojarse al transformador.
El oficial síquico, Spangler, apareció con una expresión preocupada en su rubicundo rostro.
-¿Pasa algo?
Ross asintió.
-Curtis. Intentó saltar al interior del vertedor. Está enfermo, Doc.
Frunciendo el ceño, Spangler se frotó una mejilla, al tiempo que decía:
-¡Maldición, siempre escogen los peores momentos! No es nada agradable sostener una sesión de psiquiatría mientras se viaja hacia Mercurio.
-Pues es así -replicó Ross-. Será mejor que le mantenga en estado inconsciente hasta que regresemos. No me gusta que empiece a imaginar diversos modos de quitarse la vida a espaldas nuestras.
-¿Por qué no puedo morir? -insistió Curtis. Tenía lívida la faz-. ¿Por qué me has detenido?
-Porque, imbécil, habrías matado al resto de la tripulación si hubieses caído en el transformador. Sal por una escotilla, si lo deseas, pero déjanos tranquilos a los demás.
Spangler le dirigió una mirada de advertencia a Ross.
-Harry...
-Está bien, está bien -rezongó el aludido-. Lléveselo.
El siquiatra se marchó acompañado de Curtis. Le daría una inyección y le encerraría dentro de una chaqueta de tela espumosa por el resto del viaje. Existía la posibilidad de que pudiera recobrar la cordura, una vez de regreso a la Tierra, aunque Ross sabía que el piloto intentaría por todos los medios suicidarse en pleno espacio.
Enojado, Ross volvió a su puesto. Un hombre se pasa toda la adolescencia soñando con el espacio, pasa varios años en la Academia y dos más viajando en órbitas menores. Luego, finalmente, consigue su ambición... y se derrumba. Curtis era una máquina de pilotaje (o timonel de la nave entre los astros), no un ser humano normal, y ahora había renunciado de manera permanente y voluntaria al único trabajo que sabía ejecutar.
Ross se estremeció, sintiendo frío, a pesar de que la inmensa mole del Sol llenaba ya toda la abertura de la vidriera posterior de la nave. Sí, aquello podía ocurrirle a cualquiera, incluso a él mismo. Pensó en Curtis, yaciendo inerte en una litera de espuma, con un solo pensamiento en su mente: "Quiero morir... quiero morir", en tanto Doc Spangler le musitaba frases tranquilizadoras. "Un ser humano", reflexionó Ross "es en realidad una cosa bien frágil".
La muerte parecía planear sobre la nave; el halo perverso del anhelo suicida de Curtis envenenaba la atmósfera.
Ross sacudió la cabeza como para ahuyentar aquellos amargos pensamientos y empujó hacia abajo la palanca que daba la señal para la preparación de la disminución de la velocidad. El globo inmóvil que era ahora Mercurio se veía, enorme, al frente. Lo contempló a través de la vidriera delantera.
Se estaban aproximando velozmente al ecuador del diminuto planeta. Ahora podía ver ya la clara división; el brillo de la parte bañada por el Sol, el inabordable infierno cruzado por multitud de ríos de zinc y hierro líquidos, y la helada negrura del lado opuesto, formada por llanuras oscuras de CO2 helado.
Por el centro del planeta corría el Cinturón Crepuscular, una zona estrecha, ni fría ni caliente, donde la parte soleada y la oscurecida se juntaban, proporcionando una no muy amplia franja de territorio escasamente tolerable, un anillo de nueve mil millas de circunferencia y diez o veinte millas de anchura.
El Leverrier apuntó hacia abajo. Hacia abajo era una definición errónea, el espacio carece de "arriba" y "abajo", pero era la manera más sencilla de expresarse que tenía Ross. Procuró calmar sus nervios. La nave se hallaba en manos del autopiloto; la órbita estaba calculada de antemano y todos los mandos estaban siguiendo el programa grabado previamente, llevando el cohete a un lugar del centro del planeta, donde...
"¡Dios mío!"
Ross se quedó helado de la cabeza a los pies. La cinta poseedora del cálculo previo que estaba siendo absorbida por las baterías de analogía había sido reparada por...
¡Curtis!
Un loco suicida era el que había dispuesto el programa para el aterrizaje del Leverrier.
Las manos de Ross comenzaron a temblar. Cuán fácil podía haberle sido a Curtis preparar una órbita excéntrica para que el Leverrier fuese a parar sobre un humeante río de plomo derretido, o la parte helada de la zona oscurecida.
Su falsa seguridad se desvaneció. No podía confiar en el piloto automático; tendrían que arriesgarse a efectuar un aterrizaje a mano.
Ross apretó el botón de comunicación.
-Quiero a Brainerd -dijo roncamente.
Unos segundos después apareció en la cabina el primer piloto, las pupilas reflejando su curiosidad.
-¿Qué ocurre, capitán?
-Hemos tenido que concederle a Curtis un descanso. Intentó saltar al transformador.
-¿Cómo?
Ross asintió.
-Intento de suicidio; le cogí a tiempo. Pero en vista de las circunstancias, creo que será mejor descartar la cinta grabada que preparó para el aterrizaje, y efectuarlo a mano; ¿de acuerdo?
El primer piloto se humedeció los labios.
-Quizá sea una buena idea.
- ¡Maldición! -exclamó Ross-. ¡Tiene que serlo!


Mientras la nave espacial tocaba tierra, Ross pensaba: "Mercurio es dos infiernos en uno".
Era el reino frío, gélido del pozo profundísimo de Dante, y era también otra concepción del imperio de azufre. Los dos se encontraban, el fuego y el hielo, y cada hemisferio poseía su propia clase de infierno.
Levantó la cabeza y dirigió una rápida ojeada al panel de instrumentos situado sobre la palanca de disminución de la velocidad. Todos los numeradores estaban verificados; el peso de aposentación era el apropiado; la estabilidad de un 100 por cien; la temperatura exterior de 108º Farenheit, era soportable, y todo indicaba que el aterrizaje había tenido lugar sólo un poco hacia la parte del Sol del centro exacto del Cinturón Crepuscular. Sí, había sido un aterrizaje perfecto.
Apretó el conmutador.
-¿Brainerd?
-Sí, capitán.
-¿Cómo ha ido el aterrizaje? ¿A mano, verdad?
-Sí -respondió el primer piloto-. Hice una inspección de la cinta de Curtis y vi que estaba completamente falsificada. Hubiéramos rozado sólo la órbita de Mercurio, dirigiéndonos directamente hacia el Sol. ¿Bonito, verdad?
-Estupendo. Pero no se metan con el muchacho; no es culpa suya. Lo que importa es que el aterrizaje haya sido bueno. Parece ser que nos hallamos muy cerca del centro exacto del Cinturón Crepuscular, a no más de una o dos millas.
Interrumpió el contacto y se liberó de sus ataduras.
-Hemos llegado -anunció por el circuito general de la nave-. Todos los hombres a proa al instante.
La tripulación no tardó en estar toda reunida, primero Brainerd, luego el Doc Spangler, seguidos por el técnico acumulador Krinsky, y los tres tripulantes. Ross esperó hasta que hubo sido completado el grupo.
Todos parecían buscar con la mirada a Curtis, excepto Spangler y Brainerd.
-El piloto Curtis -les anunció Ross, brevemente- no está con nosotros. Se halla a popa, en la cabina del Doc; por suerte, podemos prescindir de él.
Esperó hasta que las implicaciones de aquella explicación hubieron penetrado en el cerebro de todos. Pero la tripulación lo aceptó con cierta filosofía, a juzgar por sus serenas expresiones.
-Está bien -continuó-. El programa que nos ha sido trazado indica que podemos pasar un máximo de treinta y dos horas en Mercurio, antes de la partida. ¿Cuál es nuestra situación exacta, Brainerd?
El piloto frunció el ceño, embebido en un cálculo mental.
-La posición se halla a muy escasa distancia hacia el borde solar del centro del Cinturón Crepuscular; pero, a mi entender, el Sol no podrá hacer ascender el termómetro Farenheit por encima de los 120º antes de una semana. Y nuestros trajes pueden sortear esta temperatura.
-De acuerdo. Llewellyn, tú y Falbridge saquen los señaladores del radar e instalen la torre lo más al Este que puedan, sin asarse. Llévense la carreta, pero por lo que más quieran, no pierdan de vista el termómetro. Sólo tenemos un traje anticalorífero y es para Krinsky.
Llewellyn, un tripulante espacial, esbelto y de ojos hundidos, parpadeó varias veces.
-¿Qué distancia al Este sugiere, señor?
-El Cinturón Crepuscular abarca casi un cuarto de la superficie de Mercurio -señaló Ross-. Por tanto, tienen una franja de 47 grados de ancho para moverse, pero les sugiero que no se alejen a más de veinte millas. A partir de esa zona el calor aumenta sin cesar.
-Sí, señor.
Ross se volvió a Krinsky. El técnico acumulador era el hombre clave de la expedición; su tarea era verificar la lectura del par de acumuladores solares dejados en Mercurio por la primera expedición. Tenía que medir la cantidad de tensión creada por las energías solares en el planeta tan próximo a la fuente de las radiaciones, estudiar las líneas de fuerza que operaban en el extraño campo magnético de aquel pequeño mundo, y volver a dejar dispuestos los acumuladores para otro examen en fecha posterior.
Krinsky era un individuo alto, corpulento, la clase de hombre que podía resistirle excesivo peso del vestido anticalorífero casi con agrado. Dicho traje era necesario para las tareas efectuadas con prolongada exposición al sol, en cuya zona era donde se hallaban situados los acumuladores; e incluso un gigante como Krinsky, sin el traje, hubiera sido incapaz de resistir varias horas el intenso calor dimanante del Sol, allí tan próximo ya.
-Cuando Llewellyn y Falbridge hayan instalado la torre del radar, usted, Krinsky, se pondrá el traje. Tan pronto como hayamos localizado la Estación Acumuladora, Dominic le llevará lo más posible hacia el Este y le dejaré caer. Lo demás es cuestión suya. Nosotros transcribiremos por telémetro sus lecturas, pero nos gustaría verle regresar con vida.
-Sí, señor.
La labor de Ross era puramente administrativa, por lo que, en tanto los hombres de su tripulación se afanaban en sus respectivas tareas, él reflexionó que se hallaba condenado, a partir de aquel momento, a una ociosidad temporal. Su función era la de un capataz; como el director de una orquesta sinfónica, no tocaba ningún instrumento, sino que tenía sólo la misión de vigilar que ninguno de los miembros desafinase, hasta llegar, con toda armonía, al final.
Lo único que tenía que hacer era esperar.
Llewellyn y Falbridge se marcharon, montados en el segmentado y termorresistente carricoche albergado en la panza del Leverrier. Su misión era sencilla: Tenían que erigir la torre de plástico hinchable del radar lo más lejos posible hacia la parte solar. La torre que había dejado la primera expedición en la zona soleada ya se había licuado largo tiempo hacía; la base y la parábola de plástico, cubierto con una ligera superficie refractaria de aluminio, escasamente podía resistir el inimaginable calor de la zona soleada.
Allí, como el Sol se hallaba en su distancia más próxima, el calor era de 700º; naturalmente, las excentricidades de la órbita de Mercurio daban lugar a grandes variaciones de temperatura, pero en la zona tórrida, la temperatura jamás bajaba de 3000, incluso durante el afelio. En la zona opuesta había pocas variaciones; la temperatura permanecía estacionada en el cero absoluto, y la tierra se hallaba completamente cubierta de témpanos helados.
Desde donde estaba, Ross no podía ver ni la zona soleada ni la oscurecida. El Cinturón Crepuscular tenía unas mil millas de anchura, y en tanto el planeta se zambullese en su órbita, el Sol aparecería primero sobre el horizonte, y luego se hundiría de nuevo. En aquella faja de veinte millas en el centro del Cinturón, el calor de la zona soleada y el frío de la oscurecida se confundían, procurando un clima adecuadamente agradable, particularmente resistible; y a partir de quinientas millas a cada lado, el Cinturón Crepuscular gradualmente iba cediendo el paso al calor y al frío de cada zona, respectivamente.
Era un planeta extraño y repugnante. Los terráqueos sólo podían permanecer en él breves plazos de tiempo; la clase de vida que podía existir permanentemente sobre aquel planeta se hallaba fuera de su comprensión. Fuera del Leverrier, embutido en su traje espacial, Ross rozó con el codo la palanca que abatía un panel de cristal óptico. Primero miró hacia la zona oscura, donde le pareció divisar una estrecha línea de intrusión negra -sabía que era una ilusión-, y luego hacia la zona soleada.
En lontananza, Llewellyn y Falbridge estaban erigiendo la delgadísima torre del radar, en forma de parábola. Podía ver la esbelta silueta recortada contra el firmamento. ¿Pero y más allá? ¿Era una débil línea brillante la que ponía como un halo en los bordes de los picos montañosos? Era, asimismo, una ilusión. Brainerd había calculado que la radiación del Sol no sería visible desde el punto donde se hallaba Ross hasta al cabo de una semana. Y para aquel entonces ya estarían de vuelta en la Tierra.
Se volvió a Krinsky.
-La torre ya casi está erigida. Dentro de pocos minutos estarán ya de regreso con el carricoche. Será mejor que se halle dispuesto a realizar su tarea.
Krinsky asintió.
-Sí, señor.
Mientras el técnico levantaba la portilla y volvía al interior del vehículo espacial, los pensamientos de Ross se centraron nuevamente en Curtis. El joven piloto había insistido en ver Mercurio, y ahora que estaban en el planeta, el pobre Curtis se veía obligado a estar amarrado a una litera de tejido espumoso, dentro de la nave, rogando que le dejasen matarse.
Krinsky volvió a salir al exterior, vistiendo su traje aislador del calor sobre su atuendo espacial. Más parecía un tanque que un hombre.
-¿Vuelve ya el carricoche, señor?
- Ahora veré.
Ross se ajustó la lente de su máscara y estrechó los ojos, adaptándolos a la visión a distancia. Le pareció que la temperatura se había elevado ligeramente. "Otra ilusión", pensó, mientras bizqueaba a lo lejos.
Su vista captó la torre de radar, situada hacia la parte soleada. Su boca se entreabrió, sin darse cuenta.
-¿Ocurre algo, señor?
-¡Y tanto como ocurre! -Ross volvió a parpadear. Sí, no había engaño posible. La torre de radar que habían acabado de erigir se estaba desmoronando, comenzando a fundirse. Vio a las dos diminutas figuras corriendo alocadamente sobre la llanura formada de piedra pómez, en dirección a la silueta oblonga que era el carricoche de tracción mecánica. Y, lo que era imposible, el primer fulgor de un inequívoco resplandor estaba empezando a aparecer sobre los montes situados a espaldas de la torre.
¡El Sol estaba apareciendo una semana antes de lo previsto!
Ross se atraganto y corrió hacía la nave seguido por el sorprendido Krinsky. En la cabina, unas manos mecánicas le ayudaron a desprenderse del traje espacial; le indicó a Krinsky que no se quitase el vestido anticalorífero, y se precipitó hacia la cabina central.
-¡Brainerd! ¡Brainerd! ¿Dónde diablos está? 
El primer piloto apareció, altamente asombrado.
-¿Sí, capitán?
-Mire por la cristalera -le dijo Ross, con voz ahogada-. ¡Mire hacia la torre del radar!
-Se está fundiendo -le aseguró Brainerd, sobresaltado-. ¡Pero... pero...!
-Lo sé. ¡Es imposible! -Ross dio una ojeada al tablero de los instrumentos. La temperatura externa se había elevado a 112º, o sea un salto de cuatro grados. Y mientras la observaba, ascendió a 114º.
Se necesitaría, al menos, un calor de 500 para fundir la torre. Ross bizqueó por la vidriera y vio al carricoche que se dirigía veloz hacia la nave. Llewellyn y Falbridge seguían con vida, aunque probablemente estarían medio cocidos. La temperatura exterior era de 116º. Probablemente, cuando los dos hombres llegasen a la nave sería de 200º.
Colérico, Ross se encaró con el piloto.
-Creía que usted nos había traído a una zona de seguridad -le reprochó-. Vuelva a verificar sus cifras y averigüe dónde diablos nos encontramos. Luego, trace una órbita adecuada. Fíjese que el Sol está asomando por detrás de aquellas colinas.
-Lo sé -asintió Brainerd.


La temperatura llegó a los 120º. El sistema de refrigeración de la nave podría mantener las cosas bajo control hasta los 250º; después, pasada esta cifra, existía el peligro de una sobrecarga. El carricoche seguía aproximándose; probablemente, en aquel diminuto vehículo, los dos hombres creerían estar en el mismísimo infierno.
Su mente pasaba las distintas alternativas. Si la temperatura exterior sobrepasaba los 250º, se corría el riesgo de destrozar el sistema de refrigeración de la nave, si esperaban la llegada de Llewellyn y Falbridge. Decidió que les daría de tiempo hasta llegar a los 275º, y luego despegarían. Era una locura intentar salvar dos vidas a costa de cinco. La temperatura externa había llegado ya a los 130º. Su tanto por ciento de aumento crecía rápidamente.
La tripulación de la nave espacial sabía lo que estaba ocurriendo. Sin órdenes directas de Ross, se hallaban, empero, disponiendo al Leverrier para un despegue de emergencia.
El carricoche iba avanzando, pero con grandes dificultades. Ya no se hallaba a más de diez millas de distancia; y a una velocidad media de cuarenta millas por hora, habrían llegado a la nave en quince minutos más. Fuera, el termómetro marcaba los 133º. Unos alargados rayos, como dedos luminosos, avanzaban hacia ellos por el horizonte.
Brainerd había terminado sus cálculos.
-No lo entiendo. Las malditas cifras se resisten a mis cálculos. Estoy calculando nuestra situación... y no puedo conseguirlo. Mi cabeza parece que se halle llena de niebla.
"¡Qué diablos!", pensó Ross. "En estas ocasiones era cuando un capitán se gana su paga".
-Déjeme probarlo a mí -rezongó.
Se sentó al despacho y empezó a calcular. Vio las anotaciones de Brainerd esparcidas por varias cuartillas. Era como si el piloto hubiese olvidado por completo cómo realizar su tarea.
"Veamos", pensó. "Si nosotros estamos..."
Su lápiz volaba sobre la cuartilla..., pero cuando terminó vio que se había equivocado. Sentía espeso su cerebro; no conseguía centrarse en los cálculos.
-Dígale a Krinsky que baje aquí -le dijo a Brainerd, levantando la vista-, y que esté preparado para ayudar a salir del carricoche a Llewellyn y a Falbridge cuando lleguen. Seguramente, deben estar medio tostados.
Temperatura, 146º. Volvió su atención al papel. ¡Maldición! No debía ser tan difícil realizar unos sencillos cálculos.
Apareció Doc Spangler.
-He despertado a Curtis -anunció-. Es lo mejor, si hemos de despegar de improviso.
Del interior de la nave les llegó un murmullo sostenido.
-Déjenme morir... déjenme morir...
-Dígale que seguramente se cumplirá su deseo -susurró Ross- Si no consigo trazar una órbita adecuada, vamos a asarnos todos.
-¿Cómo es que lo está haciendo usted? ¿Qué le pasa a Brainerd?
-Está enfermo. No le salen los números. Y pensándolo bien, tampoco me salen a mí.
En torno a su mente parecían engarfiarse unos nudosos dedos de niebla. Miró el numerador. Temperatura exterior, 152º. Esto les daba a los muchachos del carricoche un plazo de 123º para llegar a la nave... ¿o serían 321? Estaba sumamente confundido en sus ideas.
Doc Spangler también parecía raro. El oficial siquiátrico estaba frunciendo el ceño curiosamente.
-De repente, empiezo a sentirme como aletargado -observó. Y añadió-: Sé que debiera regresar junto a Curtis, pero...
El piloto enloquecido estaba murmurando incesantemente en el interior de la nave. La parte de cerebro de Ross que todavía podía pensar con claridad intuía que si se dejaba solo a Curtis, podía hacer cualquier barbaridad, puesto que era capaz de todo.
Temperatura, 158º. El carricoche parecía más cerca. En el horizonte comenzaba a bambolearse.
Se oyó un chillido.
-¡Es Curtis! -gritó Ross, al tiempo que su mente sacudía la creciente modorra, y se apartó de la mesa. Corrió hacia popa, seguido por Spangler.
Curtis yacía en el suelo, en medio de un charco de sangre. En algún sitio había hallado un par de tijeras.
-Está muerto -dijo Spangler.
-Claro, ha muerto -repitió Ross. Ahora sentía su cerebro totalmente aclarado; en el momento de la muerte de Curtis, la niebla había desaparecido. Dejando a Spangler para que atendiera al cadáver, Ross volvió al despacho y miró los cálculos.
Con toda claridad determinó la posición. Se hallaban a más de trescientas millas hacia la parte del Sol, de lo que se habían imaginado. Los instrumentos no habían mentido, pero sí los ojos de alguien. La órbita que Brainerd, con tanta solemnidad, había asegurado que era la adecuada, resultaba casi tan mortal como la calculada por Curtis.
Miró al exterior. El carricoche casi había llegado; la temperatura era de 167º. Sobraba tiempo. Ambos jóvenes llegarían a tiempo, gracias al aviso que les había dado la torre al comenzar a fundirse. ¿Pero qué había sucedido? No había respuesta a esa pregunta.
Gigantesco en su traje anticalorífero, Krinsky subió a Llewellyn y Falbridge a bordo. Se desprendieron de sus trajes espaciales y a continuación se desmayaron. Parecían un par de cangrejos recién cocidos.
-Postración por el calor -observó Ross Krinsky, llévales a los asientos de despegue-. Dominic, ¿todavía llevas puesto el traje?
El aludido apareció en la entrada de la cabina y asintió.
-Bien. Baja y pon el carricoche en el sótano. No podemos dejarlo aquí. Ve de prisa, y despegaremos. ¿Lista la nueva órbita, Brainerd?
-Sí, señor.
El termómetro señalaba ya los 200º. El sistema de enfriamiento empezaba a padecer, pero su agonía le sería acortada rápidamente. En pocos minutos, el Leverrier se había elevado de la superficie de Mercurio -unos minutos antes del implacable avance del Sol-, emprendiendo una órbita temporal en torno al planeta.
Mientras flotaban en el espacio, con la respiración virtualmente suspendida, una pregunta martilleaba la mente de Ross: ¿Por qué? ¿Por qué la órbita trazada por Brainerd les había llevado a una zona peligrosa, en vez de la de seguridad prevista? ¿Por qué tanto Brainerd como Ross habíanse visto imposibilitados de calcular una órbita de despegue, la más simple de las técnicas de la astronáutica elemental? ¿Y por qué le había fallado a Spangler su agudeza mental, hasta el punto de permitir que el desdichado Curtis se suicidase?
Ross podía ver la misma pregunta reflejada en todas las miradas: "¿por qué?"
Sentía un agudo dolor en la base del cráneo. Y de repente, una imagen se abrió paso en su mente, a guisa de respuesta.
Era una inmensa charca de zinc fundido, que se extendía entre dos agudas crestas en la zona del Sol. Llevaba allí miles de años, y seguiría estando muchos miles de años... tal vez, millones aún.
Su superficie se estremecía, temblaba. El brillo del sol sobre la balsa resultaba intolerable a los ojos de la mente.
La radiación se abatía sobre la charca de zinc, la radiación del sol, implacable, y entonces hubo una nueva radiación, una emanación electromagnética, con una significativa alteración:
"Quiero morir".
La charca de zinc se agitó con displicencia, con impulsos súbitos de ayuda.
La visión se borró con las misma rapidez con que se había presentado. Sobresaltado, Ross elevó la vista, titubeante. La expresión de los seis rostros que le rodeaban le dijeron lo que quería saber.
-Ustedes también lo han sentido -exclamó.
Spangler asintió, y luego Krinsky y los demás.
-Sí -afirmó el segundo-. ¿Qué diablos era?
Brainerd se volvió a Spangler.
-¿Estamos todos locos, doctor?
El aludido se alzó de espaldas.
-Alucinación en masa... hipnosis colectiva...
-No, Doc -le atajó Ross, inclinándose hacia delante-. Lo sabe tan bien como yo. Era real; y está allí... en algún lugar de la zona soleada.
-¿Qué quieres decir?
-Que no hemos sufrido ninguna alucinación. Es la vida... o lo más parecido a la vida, que existe en Mercurio -le temblaba una mano, y se vio obligado a contenerla-. Hemos tropezado con algo muy grande.
Spangler se agitó incómodo. 
- Harry...
-¡No, no estoy loco! ¿No lo entiende? Aquello, lo que sea, es sensible a nuestros pensamientos. Captó el perverso designio de Curtis, de la misma manera que un aparato de radar capta las ondas electromagnéticas. Los pensamientos de Curtis eran los más potentes de entre los nuestros; y así, la cosa actuó de acuerdo con ellos, ayudándole a realizarlos.
-¿Quiere decir que enturbió nuestras mentes, haciéndonos creer que estábamos en territorio seguro, cuando en realidad estábamos casi dentro de la zona solar?
-¿Pero a qué tantas molestias? -objetó Krinsky-. Si quería ayudar al pobre Curtis ¿por qué no nos obligó a caer de lleno en la zona soleada? Nos habríamos cocido con suma rapidez.
Ross meneó la cabeza.
-Sabía que los demás no queríamos morir. Este ser, esta cosa que piensa, debe tener una mente múltiple. Captó las emanaciones de Curtis y las nuestras, y arregló las cosas de forma que Curtis muriese y los demás no -sintió un escalofrío-. Una vez Curtis fuera del paso, nos ayudó a sobrevivir, a fin de que pudiéramos salvarnos. Si se acuerdan, tan pronto murió Curtis se aclararon nuestras ideas.
-¡Maldita sea, si no fue así! -rezongó Spangler-. Pero...
-Lo que quiero saber si volveremos a Mercurio - observó Krinsky-. Si esto es verdad, no estoy muy seguro de querer volver a hallarme al alcance de ese "ser". ¿Quién sabe lo que podría ocurrirnos esta vez?
-Quiere ayudarnos -repitió obstinadamente Ross-. No es hostil. ¿No estarán asustados, verdad? La verdad es, Krinsky, que contaba con usted para que se pusiera el traje anticalorífero y...
-¡No gracias! -se negó el otro, prontamente.
Ross soltó una risita de burla.
-Es la primera brizna de vida con inteligencia que hemos hallado en el Sistema Solar. ¡No podemos volverle la espalda y asustarnos! -se giró a Brainerd-. Trace una órbita que nos lleve hacia abajo... pero esta vez donde no podamos fundirnos ni tostarnos.
-No puedo hacerlo, señor -estableció Brainerd, llanamente-. Creo que serviré mejor a la seguridad de la tripulación si nos dirigimos al momento hacia la Tierra.
Ross, encarándose con todo el grupo, paseó su mirada por aquellos rostros. En todos ellos pudo leer el mismo temor. Sabía que todos estaban pensando: "No quiero volver a Mercurio".
Seis. Y él, uno. Y la "cosa" que podía ayudarles, abajo.
Habían sido siete contra Curtis... y había triunfado el ansia de morir. Ross sabía que no podía generar fuerza suficiente para contrarrestar los pensamientos de los otros seis.
"Es un motín", pensó, aunque procuró no expresarlo en voz alta. Era aquél un caso en que el oficial comandante podía verse relevado de su mando por el bien común, y lo sabía.
El "ser" de Mercurio, fuese lo que fuese, estaba dispuesto a ofrecerles sus servicios. Pero, multipensador como era, no había, sin embargo más que una sola nave espacial, y una de las dos partes -o él o el resto de la tripulación- debería ver negados sus deseos.
"Sí" pensó, "la charca había contribuido a satisfacer al hombre que deseaba morir y a los que querían seguir con vida. Ahora, seis querían regresar... ¿Podía quedar ignorada la voz del séptimo?"
"No te portas correctamente conmigo" pensó iracundo, Ross, dirigiendo sus pensamientos hacia el planeta. "Quiero verte. Quiero estudiarte. No permitas que me lleven a la Tierra".

Cuando el Leverrier volvió a la Tierra, una semana después, los seis supervivientes de la Segunda Expedición a Mercurio, pudieron describir con todo detalle cómo el segundo piloto Curtis se había visto asaltado por al ansia de la muerte, provocando su suicidio. Pero ninguno de ellos podía recordar qué le había pasado al comandante del vuelo, Ross, ni por qué el traje anticalorífero se había quedado abandonado en Mercurio.


FIN