2024/12/30

La respuesta (Fredric Brown)


Título original: Answer
Año: 1954


Dwar Ev soldó ceremoniosamente la última conexión con oro. Los ojos de una docena de cámaras de televisión le contemplaban y el subéter transmitió al universo una docena de imágenes sobre lo que estaba haciendo.
Se enderezó e hizo una seña a Dwar Reyn, acercándose después a un interruptor que completaría el contacto cuando lo accionara. El interruptor conectaría, inmediatamente, la totalidad de aquel monstruo de máquinas computadoras con todos los planetas habitados del universo —los noventa y seis mil millones— en el supercircuito que los conectaría a todos con una supercalculadora, una máquina cibernética que combinaría todos los conocimientos de todas las galaxias.
Dwar Reyn habló brevemente a los miles de millones de espectadores y oyentes. Después, tras un momento de silencio, dijo:
—Ahora, Dwar Ev.
Dwar Ev accionó el interruptor. Se produjo un impresionante zumbido, la onda de energía procedente de noventa y seis mil millones de planetas. Las luces se encendieron y apagaron a lo largo de los muchos kilómetros de longitud de los paneles.
Dwar Ev retrocedió un paso y lanzó un profundo suspiro.
—El honor de formular la primera pregunta te corresponde a ti, Dwar Reyn.
—Gracias —repuso Dwar Reyn—, será una pregunta que ninguna máquina cibernética ha podido contestar por sí sola.
Se volvió de cara a la máquina.
—¿Existe Dios?
La impresionante voz contestó sin vacilar, sin el chasquido de un solo relé.
—Sí, ahora existe un Dios.
Un súbito temor se reflejó en la cara de Dwar Ev. Dio un salto para agarrar el interruptor.
Un rayo procedente del cielo despejado le abatió y produjo un cortocircuito que inutilizó el interruptor. 

FIN

2024/12/23

La muerte de la Tierra (J. H. Rosny)


Título original: La mort de la Terre
Año: 1910


1: Palabras a través de la extensión
El terrible viento del Norte había enmudecido. Su voz iracunda llenaba el oasis, desde hacía quince días, de temor y tristeza. Fue necesario levantar los quiebra-huracanes y las sierras de sílice elástico. Por último, el oasis empezó a entibiarse.
Targ, el custodio del Gran Planetario, experimentó una de aquellas alegrías súbitas que iluminaban la vida de los hombres, en los tiempos divinos del Agua. ¡Qué hermosas eran todavía las plantas! Retrotraían a Targ a épocas pretéritas, en que los océanos cubrían las tres cuartas partes del mundo, en que el hombre crecía entre fuentes, ríos, arroyos, lagos y pantanos. ¡Qué frescor animaba las innumerables generaciones de bestias y vegetales! La vida pululaba hasta en lo más profundo de los mares. Había praderas y selvas de algas como había bosques de árboles y sábanas de hierba. Un futuro inmenso se abría ante todos los seres; el hombre presentía apenas los lejanos descendientes que temblarían esperando el fin del mundo. ¿Hubiera podido imaginar que la agonía duraría más de cien milenios?
Targ alzó los ojos al cielo por el que jamás cruzarían las nubes. La mañana todavía era fresca, pero, al mediodía, el oasis sería abrasador.
—¡La cosecha se acerca! —murmuró el custodio.
El color de su tez era bistre, sus ojos y sus cabellos tan negros como la antracita. Como todos los Últimos Hombres, tenía el pecho muy ancho, pero el abdomen muy encogido. Sus manos eran finas, su quijada pequeña, sus miembros revelaban más agilidad que fuerza. Una vestidura de fibras minerales, tan suave y cálida como las antiguas lanas, se adaptaba exactamente a su cuerpo; de su ser se desprendía una gracia resignada, un encanto temeroso subrayado por las mejillas chupadas y el fuego pensativo de sus pupilas.
Se entretenía contemplando un campo de altos cereales, unos rectángulos de árboles, cada uno de los cuales mostraba tantos frutos como hojas, y dijo:
—¡Edades sagradas, albas prodigiosas en que las plantas cubrían al joven planeta!
Como el Gran Planetario estaba en los confines del oasis y del desierto, Targ podía distinguir un siniestro paisaje de granitos, de sílices y de metales, una llanura desolada que se extendía hasta los contrafuertes de las montañas desnudas, sin glaciares, sin fuentes, sin una brizna de hierba ni una placa de liquen. En aquel desierto de muerte, el oasis, con sus plantaciones rectilíneas y sus poblados metálicos, no era más que una mancha miserable.
Targ sintió el peso de la vasta soledad y de los montes implacables; levantó melancólicamente la cabeza hacia la caracola del Gran Planetario. Aquella caracola desplegaba una corola azufrada hacia la escotadura de las montañas. Hecha de arcum y sensible como una retina, únicamente recibía los ritmos del espacio, emitidos por los oasis y, según cual fuese su regulación, extinguía aquellos a los que el custodio no debía responder.
Targ lo amaba como el emblema de las raras aventuras que aún eran posibles a la criatura humana; en sus tristezas se volvía hacia ella, esperando que de su interior surgiesen el aliento o la esperanza.
Una voz le sobresaltó. Con una débil sonrisa, vio ascender hacia la plataforma a una joven de rítmica silueta. Llevaba sueltos sus cabellos, que parecían un haz de tinieblas; su busto ondulaba, tan flexible como el tallo de los esbeltos cereales. El custodio la contempló con amor. Su hermana Arva era la única criatura junto a la cual hallaba de nuevo aquellos minutos súbitos, imprevistos y encantadores, en los que parecía que, en el fondo del misterio, algunas energías velaban aún para la salvación de los hombres.
Ella exclamó, con una risa contenida:
—¡El tiempo es hermoso, Targ… las plantas están contentas!
La joven aspiró el perfume consolador que surgía de la carne verde de las hojas; el negro fuego de sus ojos palpitaba. Tres pájaros planearon por encima de los árboles y se posaron en el borde de la plataforma. Tenían la talla de los antiguos cóndores, formas tan puras como las de los bellos cuerpos femeninos, e inmensas alas argentinas, glaseadas de amatista, cuyas puntas emitían un resplandor violeta. Tenían la cabeza grande, el pico muy corto, muy blando y rojo como unos labios; y la expresión de sus ojos recordaba la expresión humana. Uno de ellos, alzando la cabeza, dejó oír sones articulados; Targ tomó la mano de Arva con inquietud. 
—¿Has oído? ¡La tierra se agita!
A pesar de que, desde hacía mucho tiempo, ningún oasis había sucumbido a consecuencia de los movimientos sísmicos, cuya amplitud había disminuido considerablemente desde la época siniestra en que aniquilaron la potencia humana, Arva compartía la inquietud de su hermano.
Más una idea caprichosa cruzó por su mente, y dijo:
—¿Quién sabe si después de haber causado tanto daño a nuestros semejantes, los terremotos nos serán favorables?
—¿Y cómo? —preguntó Targ con indulgencia.
—¡Haciendo reaparecer una parte de las aguas!
Él había soñado con frecuencia en que aquello pudiese producirse, sin haberlo dicho a nadie, pues semejante idea hubiera parecido estúpida y casi blasfema a una humanidad decaída, cuyos terrores evocaban unánimemente alzamientos planetarios.
—¡De modo que tú también piensas en esto! —exclamó él con exaltación—. ¡No lo digas a nadie! ¡Los ofenderás hasta el fondo del alma!
—No podía decirlo a nadie más que a ti.
Por todas partes surgían bandadas blancas de pájaros; los que se habían acercado a Targ y Arva piaban con impaciencia. El joven les habló, empleando una sintaxis particular. Pues a medida que se desarrollaba su inteligencia, aquellas aves se iniciaron al lenguaje, un lenguaje que sólo admitía términos concretos y frases-imagen.
Su idea del porvenir continuaba siendo oscura y breve, su previsión, instintiva. Desde que el hombre ya no se servía de ellas como alimento, vivían felices, incapaces de concebir su propia muerte y todavía menos el fin de su especie.
En el oasis vivían unas mil doscientas aves, cuya presencia proporcionaba una gran dulzura y era muy útil. El hombre, que no había podido reconquistar el instinto, perdido durante las eras de su poderío, se veía sometido, en las condiciones en que entonces se hallaba, a fenómenos que no podían señalar los aparatos heredados de sus antepasados, a pesar de su extremada sensibilidad, pero que preveían las aves. Si estas hubiesen desaparecido, último vestigio de la vida animal, una desolación aún más amarga se hubiera abatido sobre las almas.


—¡El peligro no es inmediato! —murmuró Targ.
Un rumor recorrió el oasis; surgían hombres en las inmediaciones de los poblados y de los trigales. Un individuo rechoncho, cuyo cráneo macizo parecía puesto directamente sobre el torso, apareció al pie del Gran Planetario. Abría desmesuradamente unos ojos pobres, en una cara color de yodo; sus manos, planas y rectangulares, oscilaban al extremo de sus cortos brazos.
—¡Veremos el fin del mundo! —gruñó—. Seremos la última generación de los hombres.
Detrás suyo resonó una risa cavernosa. Dane, el centenario, se mostró con su bisnieto y una mujer de ojos rasgados y cabellos de bronce, que andaba con la misma ligereza que los pájaros.
—No, no lo veremos —afirmó—. La muerte de los hombres será lenta. El agua disminuirá hasta que no queden más que algunas familias en torno a un pozo. Y así, aún será más terrible.
—¡Veremos el fin del mundo! —repitió obstinadamente el hombrecillo rechoncho.
—¡Tanto mejor! —exclamó el bisnieto de Dane—. ¡Que la tierra se beba hoy mismo las últimas fuentes!
Su cara sinuosa, estrechísima, mostraba una tristeza sin límites; él mismo se sorprendía de no haber puesto fin a su existencia.
—¡Quién sabe si aún queda una esperanza! —murmuró el anciano.
El corazón de Targ palpitaba; bajó hacia el centenario una mirada en la que titilaba la juventud.
Cuando habló, su voz era fuerte:
—¡Oh, padre…! —exclamó.
El rostro del anciano ya se había inmovilizado. Se hundió de nuevo en aquel sueño taciturno, que lo hacía semejante a un bloque de basalto: Targ se guardó sus pensamientos.
La multitud aumentaba en los confines del desierto y del oasis. Algunos planeadores se elevaron; procedían del Centro. Era aquella la época en que el trabajo apenas solicitaba la atención del hombre, bastaba con esperar el tiempo de las cosechas. No sobrevivía ningún insecto, ningún microbio. Encerrados en estrechos dominios, fuera de los cuales era imposible cualquier vida «protoplasmática», los antepasados habían librado una lucha eficaz contra los parásitos. Incluso los organismos microscópicos no pudieron mantenerse, privados de aquel imprevisto resultante de las aglomeraciones densas, de los grandes espacios, de las transformaciones y de los desplazamientos perpetuos.
Por otra parte, dueños de la distribución del agua, los hombres disponían de un poder irresistible contra los seres que querían destruir. La ausencia de los antiguos animales domésticos y salvajes, vehículos incesantes de epidemias, había contribuido a adelantar la hora del triunfo. A la sazón el hombre, las aves y las plantas se hallaban para siempre a cubierto de las enfermedades infecciosas.
No por ello su vida era más larga. Al desaparecer multitud de microbios benéficos junto con los otros, las dolencias propias de la máquina humana se desarrollaron, y surgieron enfermedades nuevas, enfermedades que hubiera podido creerse causadas por microbios minerales. A consecuencia de ello, el hombre volvió a hallar en su interior a enemigos análogos a aquellos que lo amenazaban en el exterior y, si bien el matrimonio era un privilegio reservado a los más aptos, el organismo raras veces alcanzaba una edad avanzada.
Pronto varios centenares de hombres se encontraron reunidos en torno al Gran Planetario. Apenas se podía hablar de tumulto; la tradición de la desgracia se transmitía desde hacía demasiadas generaciones para no haber agotado aquellas reservas de espanto y dolor que son el precio que hay que pagar por las grandes alegrías y las vastas esperanzas. Los Últimos Hombres tenían una sensibilidad limitada y una imaginación nula.
Sin embargo, la multitud estaba inquieta; algunos rostros se crispaban; todos experimentaron alivio cuando un cuadragenario, saltando de una Motriz, gritó:
—Los aparatos sísmicos aún no señalan nada. El temblor será débil.
—¿De qué nos inquietamos? —exclamó la mujer de ojos rasgados—. ¿Qué podemos hacer y prever? ¡Todas las medidas están tomadas desde los siglos de los siglos! ¡Nos hallamos a merced de lo desconocido! ¡Es una necedad tratar de informarse de lo inevitable!
—No, Helé —respondió el cuadragenario—. No es una necedad; es la vida. Mientras los hombres tengan la fuerza de inquietarse, sus días todavía tendrán algo de dulzura. Después, podrá decirse que han muerto desde el mismo momento de nacer.
—¡Que así sea! —dijo el bisnieto de Dane, riendo burlonamente—. Nuestras alegrías miserables y nuestras débiles tristezas, valen menos que la muerte.
El cuadragenario movió la cabeza. Como Targ y su hermana, tenía todavía un futuro en su alma y fuerza en su amplio pecho. Cuando su mirada clara se cruzó con los frescos ojos de Arva, una fina emoción Entre tanto, otros grupos se reunían en los diversos sectores de la periferia. Gracias a los ondíferos, dispuestos de mil en mil metros, aquellos grupos se comunicaban libremente.
Se podían oír, a voluntad, los rumores de un distrito e incluso de toda la población. Esta comunión condensaba el alma de las multitudes y obraba como un enérgico estimulante. Y se produjo una especie de exaltación cuando un mensaje del oasis de las Tierras Rojas vibró en la caracola del Gran Planetario, para repercutir de ondífero en ondífero. Comunicaba que, allá, no solamente las aves sino también los sismógrafos anunciaban trastornos subterráneos. Esta confirmación del peligro hizo que los grupos se estrechasen.
Manó, el cuadragenario, había subido a la plataforma; Targ y Arva estaban pálidos. Al ver a la joven temblorosa, el recién llegado murmuró:
—La propia angostura de los oasis y su pequeño número deben tranquilizarnos. La probabilidad de que se encuentren en las zonas peligrosas es remotísima.
—¡Su propia situación les salvó en otros tiempos! —asintió Targ—. Ello demuestra que no estamos en una zona peligrosa.
El bisnieto de Dane, que había oído estas palabras, dejó escapar su risa lúgubre:
—¡Como si las zonas no variasen de período en período! Por otra parte… ¿No puede bastar una débil sacudida, pero en el punto preciso, para agotar los manantiales?
Se alejó, lleno de una melancólica ironía. Targ, Arva y Manó se estremecieron. Permanecieron taciturnos durante un minuto, hasta que el cuadragenario prosiguió:
—Las zonas varían con una lentitud extremada. Desde hace doscientos años, las sacudidas más fuertes han tenido lugar en pleno desierto. Sus repercusiones no han alterado las fuentes. Solamente las Tierras Rojas, la Devastación y la Occidental se encuentran en la vecindad de las regiones peligrosas.
Contemplaba a Arva con una dulce admiración, en la que nacía la flor del amor. Viudo desde hacía tres años, sufría a causa de su soledad. A pesar de la rebelión de sus energías y su ternura, se había resignado a ella. Las leyes fijaban con rigor el número de uniones y nacimientos.
Pero desde hacía unas semanas, el Consejo de los Quince había inscrito a Manó entre aquellos que podían formar de nuevo una familia; la salud de sus hijos justificaba este favor. Y mientras la imagen de Arva se metamorfoseaba en el alma de Manó, la leyenda oscura, una vez más, se bañó de luz.
—¡Mezclemos la esperanza a nuestras inquietudes! —exclamó—. ¿Es que incluso en las maravillosas épocas del Agua, la muerte de cada hombre no significaba para él el fin del mundo? ¡Los que viven en estos momentos en la Tierra corren muchos menos riesgos, individualmente, que nuestros antecesores de antes de la era radiactiva!
Hablaba con fervor, pues siempre había rechazado aquella resignación lúgubre que hacía estragos entre sus semejantes. Sin duda, debido a un atavismo demasiado largo, sólo podía huir de ella por intermitencia. No obstante, había conocido más que otro cualquiera la alegría de vivir el rutilante minuto que fugazmente pasa.
Arva lo escuchaba con favor, pero Targ no podía concebir que alguien pudiese negligir el futuro de la especie. Sí, como Manó, a veces también se sentía bruscamente presa de la voluptuosidad fugitiva, mezclaba siempre con ella aquel gran sueño del Tiempo que había guiado a sus antepasados.
—No puedo desentenderme de nuestra descendencia —replicó. Y abarcando con un gesto la inmensa soledad, añadió—: ¡Qué bella sería la existencia si nuestro reino ocupase estos horribles desiertos! ¿No han pensado alguna vez que aquí hubieron mares, lagos, ríos… plantas innumerables y, antes del período radiactivo, selvas vírgenes? ¡Ah, Manó, selvas vírgenes! ¡Y ahora, una vida oscura devora nuestro antiguo patrimonio!
Manó se encogió de hombros con resignación:
—Es malo pensar en eso, porque, fuera de los oasis, la Tierra es tan inhabitable para nosotros, o tal vez más, que Júpiter o Saturno.


Un rumor les interrumpió; todas las cabezas se irguieron, atentas: Una nueva bandada de aves llegaba. Llegaban para anunciar que allá, a la sombra de las rocas, una joven desvanecida iba a ser presa de los ferromagnetales. Y mientras dos planeadores se elevaban sobre el desierto, las gentes pensaban en los extraños seres magnéticos que se multiplicaban sobre la faz del planeta mientras la Humanidad declinaba. Transcurrieron largos minutos; los planeadores reaparecieron; uno de ellos transportaba un cuerpo inerte, en el cual todos reconocieron a Elma la Nómada. Era una muchacha singular, huérfana y poco querida, pues tenía instintos vagabundos. Su carácter huraño desconcertaba a sus semejantes. En determinados días, nada podía impedirle que emprendiese la huida a través de las soledades.
La depositaron sobre la plataforma del Planetario; su cara, medio tapada por sus largos cabellos negros, estaba lívida, pero sembrada de puntos escarlata.
—¡Está muerta! —declaró Manó—. ¡Los Otros han bebido su vida!
—¡Pobrecilla Elma! —exclamó Targ, contemplándola con piedad. A pesar de su actitud pasiva, la multitud murmuraba colérica contra los ferromagnetales.
Pero los resonadores, que clamaban frases estruendosas, atrajeron la atención de todos.
"Los sismógrafos registran una sacudida brusca en la zona de las Tierras Rojas".
—¡Ah, ah! —gritó el hombre rechoncho con voz quejumbrosa.
Ningún eco le respondió. Todos los rostros estaban vueltos hacia el Gran Planetario. La multitud esperaba, en una impaciencia temblorosa.
—¡Nada! —exclamó Manó tras dos minutos de espera—. Si las Tierras Rojas hubiesen sido alcanzadas, ya lo sabríamos...
Una llamada estridente le interrumpió. Y la caracola del Gran Planetario clamó:
"Inmensa sacudida… El oasis entero se levanta… Catas…" Luego sonidos confusos, un sordo entrechocar… y silencio.
Todos esperaron, hipnotizados, durante más de un minuto. A continuación la muchedumbre respiró profundamente; los menos emotivos se agitaron.
—¡Es un gran desastre! —anunció el viejo Dane.
Nadie lo dudaba. Las Tierras Rojas poseían diez planetarios de gran radio de acción, orientables en todos sentidos. Para que los diez hubiesen enmudecido, hacía falta que hubiesen sido arrancados de cuajo o que la consternación de los habitantes fuese extraordinaria.
Targ, orientando el transmisor, lanzó una llamada prolongada. No hubo respuesta. Un pesado horror se abatió sobre las almas. No era la ardiente inquietud de los hombres de antaño, sino una angustia lenta, cansada, disolvente. Estrechos vínculos unían a las Altas Fuentes con las Tierras Rojas. Desde hacía cinco mil años, ambos oasis sostenían relaciones continuadas, ya fuese gracias a los resonadores o mediante frecuentes visitas, en planeadores o en motrices. Treinta estaciones intermedias, provistas de planetarios, jalonaban la ruta, de una longitud de mil setecientos kilómetros, que unía a ambos pueblos.
—¡Hay que esperar! —exclamó Targ asomándose a la plataforma—. Si el pánico les impide responder, no tardarán en recuperar su sangre fría.
Pero nadie creía que los hombres de las Tierras Rojas fuesen capaces de perder la cabeza hasta tal punto; su raza aún era menos emotiva que la de las Altas Fuentes: Capaz de sentir tristeza, ya no lo era de sentir espanto.
Targ, leyendo la incredulidad en todas las caras, continuó:
—Si sus aparatos están destruidos, antes de un cuarto de hora sus mensajeros pueden alcanzar las primeras estaciones intermedias…
—A menos —objetó Helé— que los planeadores no hayan recibido daño. En cuanto a las motrices, no es probable que consigan franquear, al menos por el momento, un recinto reducido a escombros.
Entre tanto, toda la población se dirigía hacia la zona meridional. En algunos minutos, los planeadores y las motrices vertieron millares de hombres y mujeres hacia el Gran Planetario. El rumor crecía, como un largo soplo interrumpido por silencios. Y los miembros del Consejo de los Quince, que interpretaban las leyes y juzgaban unánimes los actos, se reunieron sobre la plataforma. Entre ellos se reconocía el rostro triangular, los ásperos cabellos blancos como la sal de la vieja Bamar, y la cabeza llena de protuberancias de Omal, su marido, cuyos setenta años de vida no habían podido descolorir su barba leonada. Eran feos, pero venerables, y su autoridad era grande, pues habían tenido una descendencia sin tara.
Bamar, después de asegurarse de que el Planetario estaba bien orientado, envió a su vez algunas ondas. Ante el silencio del receptor, su semblante se ensombreció aún más.
—¡Hasta ahora, la Devastación está a salvo! —murmuró Omal—. Y los sismógrafos no anuncian ninguna sacudida en las otras zonas humanas.
De pronto, un susurro de llamada resonó, estridente, y, mientras la multitud se alzaba, hipnótica, se oyó gruñir al Gran Planetario:
"Desde la primera estación intermedia de las Tierras Rojas. Dos poderosas sacudidas han levantado el oasis. El número de muertos y heridos es considerable; las cosechas han sido destruidas; las aguas parecen estar amenazadas. Despegan planeadores hacia las Altas Fuentes…"
Fue un verdadero alud. Los hombres, los planeadores y las motrices surgían torrencialmente. Una excitación desconocida desde hacía siglos agitaba las almas resignadas: La compasión, el temor y la inquietud rejuvenecieron a aquella multitud del Ultimo Siglo.
El Consejo de los Quince deliberaba mientras Targ, tembloroso, respondía al mensaje de las Tierras Rojas y anunciaba la próxima partida de una delegación.
En las horas trágicas, los tres oasis hermanos —Tierras Rojas, Altas Fuentes, la Devastación— se prestaban mutuamente socorro. Omal, que tenía un conocimiento perfecto de la tradición, declaró:
—Tenemos provisiones para cinco años. Una cuarta parte puede ser reclamada por las Tierras Rojas. Estamos obligados asimismo a dar acogida a dos mil refugiados, si ello es inevitable. Pero estos no tendrán más que raciones reducidas y no podrán reproducirse. Nosotros también tendremos que limitar la natalidad, pues es necesario devolver nuestra población a la cifra tradicional, antes de quince años
El Consejo aprobó esta mención de las leyes; luego Bamar gritó, volviéndose hacia la muchedumbre:
—El Consejo va a designar aquellos que partirán hacia las Tierras Rojas. No serán más de nueve. Enviaremos a otros cuando conozcamos las necesidades de nuestros hermanos.
—Yo pido ser uno de ellos —suplicó el custodio.
—¡Yo también! —añadió Arva con vivacidad. Los ojos de Manó brillaron:
—Si el Consejo lo permite, yo también quisiera figurar entre los delegados.
Omal le dirigió una mirada favorable. Él también había conocido en otros tiempos, como ellos, aquellos movimientos espontáneos, tan raros entre los Últimos Hombres.
Aparte de Amat, un frágil adolescente, la multitud esperaba con pasividad la decisión del Consejo. Sometido a las reglas milenarias, acostumbrado a una existencia monótona, turbada únicamente por los meteoros, aquel pueblo había perdido el deseo de la iniciativa. Resignado, paciente, dotado de un gran valor pasivo, nada le llamaba a la aventura. Los desiertos enormes que le circundaban, vacíos de cualquier recurso humano, pesaban tanto sobre sus actos como sobre sus pensamientos.
—Nada se opone a la partida de Targ, de Arva y de Manó —observó la vieja Bamar—. Pero el camino es largo para Amat. Que el Consejo decida.
Mientras el Consejo deliberaba, Targ contemplaba la siniestra extensión. Un dolor amargo le abrumaba. El desastre de las Tierras Rojas pesaba sobre él de una manera más agobiante que sobre sus hermanos. Las esperanzas de estos se limitaban a desear que la decadencia final fuese lo más lenta posible, mientras que él se obstinaba en soñar en felices metamorfosis. Mas las circunstancias confirmaban amargamente la Tradición.
 

2: Hacia las Tierras Rojas 
Los nueve planeadores volaban hacia las Tierras Rojas. Apenas se separaban de las dos rutas que, desde hacía cien siglos, seguían las motrices. Los antepasados habían construido grandes refugios de hierro virgen, con resonador planetario, y numerosas estaciones intermedias, menos importantes. Las dos rutas estaban bien conservadas. Como las motrices pasaban raramente por ellas y sus ruedas estaban provistas de fibras minerales muy elásticas; y como los hombres de ambos oasis, por otra parte, sabían utilizar todavía parcialmente las enormes energías que habían captado sus ascendientes, el mantenimiento de la pista exigía más vigilancia que trabajo. Los ferromagnetales apenas aparecían por allí y sólo causaban desperfectos insignificantes; un peatón hubiera podido seguir aquella ruta durante toda una jornada sin experimentar apenas influencias nocivas; pero no hubiera sido prudente hacer paradas demasiado largas y mucho menos dormirse: Eran numerosos los enfermos que, como Elma, habían perdido allí todos sus glóbulos rojos para morir de anemia.
Los Nueve no corrían ningún peligro: Cada uno de ellos gobernaba un planeador ligero que, por otra parte, hubiera podido transportar a cuatro hombres. Incluso en el caso de que dos terceras partes de los aparatos sufriesen un accidente, la expedición no quedaría comprometida.
Dotados de una elasticidad casi perfecta, los planeadores estaban construidos para resistir a los choques más violentos y para capear el huracán. Manó se había situado en cabeza. Targ y Arva volaban casi en conserva.
La agitación del joven no cesaba de aumentar. Y la historia de las grandes catástrofes, fielmente transmitidas de generación en generación, no se apartaba de su recuerdo.
Desde hacía quinientos siglos, los hombres sólo ocupaban, en el planeta, unos cuantos islotes irrisorios. La sombra de la decadencia precedía con mucha antelación a las catástrofes. En épocas antiquísimas, durante los primeros siglos de la era radiactiva, se señaló ya la disminución de las aguas; muchos sabios predijeron que la Humanidad perecería víctima de la sequía.
¿Pero qué efecto podían producir tales predicciones en el ánimo de unos pueblos que veían sus montañas cubiertas de glaciares, ríos innumerables que regaban las llanuras y mares inmensos que asaltaban sus continentes? Sin embargo, el agua disminuía lentamente, de un modo progresivo, absorbida por la tierra y volatilizada en el firmamento. Luego vinieron las grandes catástrofes. Se produjeron extraordinarias modificaciones del suelo; a veces, en un solo día los terremotos destruyeron a diez o veinte ciudades y a centenares de aldeas; se formaron nuevas cadenas montañosas, dos veces más altas que los antiguos macizos de los Alpes, los Andes o el Himalaya; el agua se agotaba de siglo en siglo. Estos enormes fenómenos aún habían de agravarse más. En la superficie del sol se observaron metamorfosis que, según leyes mal elucidadas, repercutieron en nuestro pobre planeta. Hubo un lamentable encadenamiento de catástrofes: Por una parte, levantaron las altas montañas hasta veinticinco y treinta mil metros, mientras por otra parte, hacían desaparecer inmensas cantidades de agua.
Se sabía que, al principio de aquellas revoluciones siderales la población humana había alcanzado la cifra de veintitrés mil millones de individuos. Esta masa disponía de energías desmesuradas, que sacaba de los protoátomos (como se hacía aún, aunque de manera imperfecta) y apenas se inquietaba por la desaparición de las aguas, hasta tal punto había perfeccionado los cultivos y la nutrición artificial. Incluso se jactaba de que pronto viviría de productos orgánicos elaborados por los químicos. Muchas veces, aquel viejo sueño pareció realizarse; pero cada vez, extrañas enfermedades o una rápida degeneración diezmaron los grupos sometidos a los experimentos. Hubo que limitarse a los alimentos que eran el sustento del hombre desde los primeros tiempos. A decir verdad, aquellos alimentos sufrieron sutiles metamorfosis, debidas por partes iguales a la cría y la agricultura y a las manipulaciones de los sabios. Para la subsistencia humana bastaron raciones reducidas; a consecuencia de ellas, los órganos digestivos acusaron, en menos de cien siglos, una disminución notable, mientras que el aparato respiratorio se desarrollaba en razón directa de la rarefacción de la atmósfera.
Desaparecieron las últimas bestias salvajes; los animales comestibles, por comparación con sus antepasados, eran verdaderos zoófitos, unas masas ovoides y repugnantes, con miembros transformados en simples muñones y con mandíbulas atrofiadas a consecuencia de ingerir alimentos pastosos. Solamente algunas especies de aves escaparon a la degeneración, adquiriendo un maravilloso desarrollo intelectual.
Su dulzura, su belleza y su encanto crecían de época en época. Prestaban servicios imprevistos, a causa de su instinto, más delicado que el de sus dueños, y estos servicios se apreciaban particularmente en los laboratorios.
Los hombres de aquella época poderosa conocieron una existencia inquieta. La poesía magnífica y misteriosa había muerto. Ya no existía la vida salvaje, ni siquiera aquellas inmensas extensiones casi libres: Los bosques, las praderas, los marjales, las estepas, los campos del período radiactivo. El suicidio terminó siendo el flagelo más temible de la especie.
En quince milenios, la población terrestre descendió de veintitrés a cuatro mil millones de almas; los mares, sumidos en los abismos, sólo ocupaban una cuarta parte de la superficie; los grandes ríos y lagos habían desaparecido; los montes pululaban, inmensos y fúnebres. Así reaparecía el planeta salvaje…
¡pero desnudo!
Entre tanto, el hombre luchaba desesperadamente. Se había jactado, para el caso de que el agua faltase, de fabricarse la que le hiciese falta para los usos domésticos y agrícolas; pero los materiales útiles se hacían cada vez más raros, o se hallaban a profundidades que hacían ridícula su explotación. Hubo que aplicarse a los procedimientos de conservación, a medios ingeniosos para disminuir el desagüe y para sacar el máximo rendimiento del fluido vital.
Los animales domésticos sucumbieron, incapaces de acostumbrarse a las nuevas condiciones. En vano se intentó crear especies más rústicas; una degeneración doscientas veces milenaria había agotado la energía evolutiva. Solamente los pájaros y las plantas resistían. Estas adoptaron de nuevo algunas formas ancestrales; aquellos se adaptaron al medio; muchos de ellos, volviendo a la vida salvaje, construyeron sus nidos en alturas en las que el hombre ya no podía perseguirles porque en ellas la rarefacción del aire, si bien insignificante, acompañaba a la del agua. Se convirtieron en aves de presa, desplegando una astucia tan refinada, que fue imposible oponérseles. En cuanto a las aves que se quedaron a vivir entre los antepasados, su suerte fue espantosa al principio. Se trató de envilecerlas, convirtiéndolas en animales comestibles. Pero su conciencia era ya demasiado lúcida; lucharon ferozmente por escapar a su suerte. Se produjeron escenas tan terribles como aquellos episodios de los tiempos primitivos en que el hombre devoraba al hombre, o en que pueblos enteros eran reducidos a la servidumbre. El horror se adueñó de las almas; poco a poco, el hombre dejó de maltratar a sus compañeros del planeta y a cebarse en ellos. 
Por otra parte, los fenómenos sísmicos continuaban modificando las tierras y destruyendo las ciudades. Después de treinta mil años de luchas, los hombres comprendieron que el mineral, vencido durante millones de años por la planta y la bestia, tomaba su revancha definitiva. Hubo un período de desesperación que hizo disminuir el número de habitantes del globo a trescientos millones de hombres, mientras los mares se reducían a un décimo de la superficie terrestre. Tres o cuatro mil años de respiro hicieron concebir cierto optimismo. La Humanidad emprendió prodigiosas obras de preservación: La lucha contra las aves cesó; los hombres se limitaron a impedir que siguiesen multiplicándose, y se obtuvo de ellas preciosos servicios.
Luego continuaron las catástrofes. Las tierras habitables se redujeron aún más.  Treinta  mil  años  antes  del  fin,  tuvieron  lugar  las  supremas modificaciones: La Humanidad se encontró reducida a algunos territorios diseminados por el planeta, que volvía a ser vasto y formidable como en las primeras épocas. Fuera de los oasis, era ya imposible procurarse el agua necesaria para la vida.


Después, se produjo una calma relativa. Aunque el agua que proporcionaban los pozos excavados en el abismo hubiese seguido disminuyendo, que la población se haya reducido una tercera parte, que dos oasis hayan tenido que ser abandonados, la Humanidad se mantiene, y sin duda se mantendrá aún durante cincuenta o cien mil años más… Su industria ha disminuido inmensamente. El hombre de los oasis sólo puede emplear una pequeñísima parte de las energías que utilizaba nuestra especie en su lozanía. Los aparatos de comunicación y de trabajo se han hecho menos complicados; desde hace muchos milenios, ha sido necesario renunciar a los espiraloides que transportaban a nuestros antepasados por encima de los desiertos, con una velocidad diez veces superior a la de nuestros planeadores.
El hombre vive en un estado de resignación dulce, triste y muy pasivo. El espíritu creador se ha extinguido; solamente reaparece por atavismo en algunos individuos. De selección en selección, la raza ha adquirido un espíritu de obediencia automática, y por lo tanto perfecta, a las leyes que ya son inmutables. La pasión es rara, el crimen inexistente. Ha nacido una especie de religión, sin culto, sin liturgia: El temor y el respeto ante el mineral. Los Últimos Hombres atribuyen al planeta una voluntad lenta e irresistible. Favorable de momento a los reinos que nacen en ella, la tierra les deja adquirir una gran potencia. La hora misteriosa en que ella los condena es también la misma en que favorece a los reinos nuevos.
Actualmente, sus energías oscuras favorecen el reino ferromagnético. No es que pueda decirse que los ferromagnetales hayan participado en nuestra destrucción; a lo más, han contribuido al aniquilamiento, fatal de todos modos, de las aves salvajes. Aunque su aparición se remonte a una época lejana, los nuevos seres apenas han evolucionado. Sus movimientos son de una sorprendente lentitud; los más ágiles no pueden recorrer ni un decámetro por hora; y las defensas de hierro virgen que rodean a los oasis, cubiertas de placas de bismuto, son para ellos un obstáculo infranqueable. Les haría falta, para resultarnos inmediatamente nocivos, dar un salto evolutivo sin relación alguna con su desarrollo anterior.
Empezó a observarse la existencia del reino ferromagnético al final de la época radiactiva. Eran curiosas manchas violetas que aparecían sobre los hierros humanos, es decir, en los hierros y los compuestos férricos modificados por el uso industrial. El fenómeno sólo apareció en los productos que se habían empleado muchas veces, jamás se descubrieron manchas ferromagnéticas en hierros salvajes. Por lo tanto, el nuevo reino no hubiera podido nacer sin el concurso humano. Este hecho capital fue causa de gran preocupación para nuestros antepasados. Quizá nosotros nos hallamos en una situación análoga respecto a una vida anterior que, en su decadencia, permitió la eclosión de la vida protoplasmática.
Sea lo que fuere, la Humanidad constató enseguida la existencia de los ferromagnetales. Cuando los sabios hubieron descrito sus manifestaciones rudimentarias, ya no se dudó de que se trataba de seres organizados. Su composición es singular. Únicamente admite una sola substancia, el hierro. Si otros cuerpos, en pequeñísimas cantidades, aparecen a veces mezclados al hierro, tienen sólo el carácter de impurezas, perjudiciales al desarrollo ferromagnético; el organismo se desprende de ellas a menos que esté muy debilitado o sufra alguna enfermedad misteriosa. La estructura del hierro, en estado viviente, es muy variada: Hierro fibroso, hierro granulado, hierro blando, hierro duro, etc. El conjunto es plástico y no trae aparejado ningún líquido. Pero lo que caracteriza sobre todo a los nuevos organismos, es una extremada complicación y una inestabilidad continua de su estado magnético. Dicha inestabilidad y dicha complicación son tales, que incluso los investigadores más tercos han debido renunciar a aplicarles, no tan sólo leyes, ni siquiera reglas aproximadas. Posiblemente esta es la manifestación dominante de la vida ferromagnética. Cuando una conciencia superior se revele en el nuevo reino, creo que reflejará especialmente este extraño fenómeno o, más bien, será su coronación. Entre tanto, si la conciencia de los ferromagnetales existe, es aún de grado elemental. Se encuentran en el período dominado por los afanes de multiplicación. Sin embargo, ya han experimentado algunas transformaciones importantes. Los autores de la época radiactiva nos hacen ver que cada individuo está compuesto de tres grupos, en cada uno de los cuales existe una marcada tendencia hacia la forma helicoide. En aquella época no podían recorrer más de cinco o seis centímetros cada veinticuatro horas; cuando se deformaban sus aglomeraciones, tardaban varias semanas en reformarlas. Actualmente, como se sabe, son capaces de recorrer dos metros por hora. Además, muestran aglomeraciones de tres, cinco, siete e incluso nueve grupos, cuya forma reviste una gran variedad. Un grupo, compuesto de un número considerable de corpúsculos ferromagnéticos, no puede subsistir solitario; es necesario que se vea completado por dos, cuatro, seis u ocho grupos diversos. Una serie de grupos comporta, evidentemente, series energéticas, sin que pueda decirse de qué manera. A partir de la aglomeración septenaria, el ferromagnetal decae si se le suprime uno de los grupos.
En cambio, una serie ternaria puede reformarse con ayuda de un solo grupo, y una serie quinquenaria con ayuda de tres grupos. La reconstitución de una serie mutilada es muy parecida a la génesis de los ferromagnetales; esta génesis guarda para el hombre un carácter profundamente enigmático. Se opera a distancia. Cuando nace un ferromagnetal, se constata invariablemente la presencia de muchos otros. Según las especies, la formación de un individuo requiere de seis horas a diez días; parece exclusivamente debida a fenómenos de inducción. La reconstitución de un ferromagnetal lesionado se opera con ayuda de procedimientos análogos.
Actualmente, la presencia de los ferromagnetales resulta casi inofensiva. Sin duda la situación sería muy distinta si la Humanidad se extinguiese.
Al mismo tiempo que trataban de luchar contra los ferromagnetales, nuestros antepasados buscaron algún método para convertir su actividad en ventajosa para nuestra especie. Nada parecía oponerse, por ejemplo, a que la substancia de los ferromagnetales sirviese para usos industriales. Si así fuese, bastaría con proteger las máquinas (lo que ya parece haber sido realizado en otros tiempos con poco gasto) de una manera análoga al modo como nosotros preservamos nuestros oasis. Esta solución, en apariencia elegante, fue intentada. Los antiguos anales refieren que se vio condenada al fracaso. El hierro transformado por la nueva vida se muestra refractario a cualquier uso humano. Su estructura y su magnetismo tan variados hacen de él una substancia que no se presta a ninguna combinación ni a ningún trabajo orientado. Sin duda, esta estructura parece uniformizarse y el magnetismo desaparece al aproximarse a la temperatura de fusión (y, a fortiori, durante la propia fusión), pero cuando se deja enfriar al metal, las propiedades dañinas reaparecen.
Por otra parte, el hombre no puede permanecer largo tiempo en regiones ferromagnéticas de alguna importancia. En pocas horas, experimenta síntomas de anemia. Transcurrido un día y una noche, se encuentra en un estado de debilidad extrema. No tarda en desvanecerse; si no recibe pronto socorro, sucumbe.
Así perecieron muchos.
No se ignoran las causas inmediatas de estos hechos: La proximidad de los ferromagnetales tiende a suprimir nuestros glóbulos rojos. Nuestros hematíes, casi reducidos al estado de hemoglobina pura, se acumulan en la superficie de la epidermis para ser atraídos enseguida hacia los ferromagnetales, que los descomponen y al parecer los asimilan.
Diversas causas pueden contrarrestar o retardar este fenómeno. Basta con andar para no tener nada que temer; con mayor motivo, basta con circular en motriz. Si se lleva un traje de fibras de bismuto, se puede resistir la influencia enemiga al menos durante dos días; esta se debilita si uno se tiende con la cabeza apuntando al norte; se atenúa espontáneamente cuando el sol está cerca del meridiano.
Desde luego, cuando el número de ferromagnetales decrece, el fenómeno es proporcionalmente menos intenso, hasta llegar un momento en que se anula, pues el organismo humano no se deja atacar sin oponer resistencia. Por último, la acción ferromagnética empieza por disminuir según la curva de las distancias, para hacerse insensible a más de diez metros.
Se comprende que la desaparición de los ferromagnetales pareciese necesaria a nuestros antepasados. Estos emprendieron la lucha con método. Durante la época en que se iniciaron las grandes catástrofes, esta lucha exigió cuantiosos sacrificios, ya que se había producido una selección entre los ferromagnetales y hubo que apelar a inmensas energías para refrenar su pululación.
Los cambios en la estructura del planeta que luego se produjeron resultaron ventajosos para el nuevo reino; en compensación, su presencia se hacía menos inquietante, pues la cantidad de metal necesario para la industria disminuía periódicamente y los desordenes sísmicos hacían aflorar, en grandes masas, minerales de hierro nativo, intangible para los invasores. Así, la lucha contra estos fue disminuyendo hasta que se hizo negligible. ¿Qué importaba el peligro orgánico ante el inmenso peligro sideral?
En la actualidad, los ferromagnetales apenas nos causan inquietud. Con nuestros recintos de hematita roja, de limonita o de hierro espático, revestidos de bismuto, nos creemos inexpugnables. Pero si una revolución improbable devolviese el agua a la superficie, el nuevo reino opondría obstáculos incalculables al desarrollo humano, o al menos a un progreso de cierta envergadura.
Targ contempló largamente la llanura; por doquier percibía el tinte violáceo y las formas sinusoidales particulares de los aglomerados ferromagnéticos.
—Sí —murmuró—, si la Humanidad vuelve a adquirir cierta envergadura, habrá que comenzar de nuevo la obra de nuestros antepasados. Habría que destruir al enemigo o utilizarlo. Temo que su destrucción sea imposible: Un nuevo reino debe llevar en sí mismo los elementos del triunfo, capaces de desafiar las previsiones y las energías de un reino envejecido. Mas, por otra parte, ¿por qué no podríamos hallar un método que permitiese coexistir a los dos reinos, ayudándose incluso mutuamente? Sí, ¿por qué no…, ya que el mundo ferromagnético procede de nuestra industria? ¿No indica esto una profunda compatibilidad?
Luego, alzando los ojos hacia los grandes picos de Occidente, prosiguió:
—¡Cuán ridículos son mis sueños! Sin embargo… quién sabe. ¿No me ayudan a vivir? ¿No me infunden algo de esta joven dicha que ha huido para siempre del alma de los hombres?
Se irguió con un brusco sobresalto: A lo lejos, en la ensenada formada por el monte de las Sombras, tres grandes planeadores blancos acababan de aparecer.


3: El planeta homicida
Los planeadores parecieron rozar el Diente de Púrpura, inclinado sobre el abismo; una sombra anaranjada les rodeaba; luego se platearon bajo los rayos del sol cenital.
—¡Los mensajeros de las Tierras Rojas! —gritó Manó.
No revelaba nada nuevo a sus compañeros de ruta; sus palabras no eran más que un grito de llamada. Las dos escuadrillas apresuraron su marcha; al poco tiempo, las masas pálidas se abatieron hacia la larga pluma esmeralda de las Altas Fuentes. Resonaron gritos de salutación, seguidos de un silencio; todos tenían el corazón oprimido; no se oía más que el ligero susurro de las turbinas y el roce de las plumas. Todos sentían la fuerza cruel de aquellos desiertos que parecían surcar como unos amos.
Finalmente, Targ preguntó con voz temerosa:
—¿Se conoce la importancia del desastre?
—No —respondió un piloto de semblante oscuro—. No la sabremos hasta dentro de muchas horas. Sabemos solamente que el número de muertos y heridos es considerable. ¡Pero esto no es nada! Lo peor es que tenemos la pérdida de muchas fuentes.
Inclinó la cabeza con una amargura tranquila:
—No solamente la cosecha se ha perdido sino que han desaparecido muchas provisiones. Sin embargo, si no hay otra sacudida, con ayuda de las Altas Fuentes y de la Devastación, podremos vivir durante algunos años… Provisionalmente, la raza dejará de reproducirse y tal vez no tendremos que sacrificar a nadie.
Durante un momento aún, las escuadrillas volaron en conserva; luego el piloto de semblante oscuro cambió de rumbo, y los de las Tierras Rojas se alejaron.
Pasaron entre los imponentes picachos, por encima de precipicios y a lo largo de una ladera que, en otro tiempo tal vez estuvo cubierta de pastos; en la actualidad, los ferromagnetales se multiplicaban en ella.
—¡Lo que prueba —se dijo Targ— que esta ladera es rica en ruinas humanas!
De nuevo planearon sobre los valles y las colinas; transcurridas las dos terceras partes del día, se encontraban a trescientos kilómetros de las Tierras Rojas.
—¡Todavía falta una hora! —exclame Manó.
Targ escrutó el espacio con su telescopio; distinguió, imprecisos aún, el oasis y la zona escarlata a la cual él mismo debía su nombre. El espíritu de aventura, adormecido desde el encuentro con los grandes planeadores, se despertó en el corazón del joven; aceleró la velocidad de su máquina para adelantar a Manó.
Los pájaros giraban en bandadas sobre la zona roja; muchos de ellos se adelantaron al encuentro de la escuadrilla. A cincuenta kilómetros del oasis, afluyeron en gran número; sus melopeas confirmaban el desastre y predijeron inminentes temblores. Targ, con el corazón oprimido, escuchaba y miraba sin poder articular palabra.
La tierra desértica parecía haber sufrido la mordedura de un prodigioso arado; a medida que se aproximaban a él, el oasis mostraba sus viviendas humildes, su recinto dislocado, las cosechas casi tragadas por la tierra, mientras unas miserables hormigas humanas pululaban entre los escombros. De pronto un inmenso clamor rasgó la atmósfera; el vuelo de las aves se quebró extrañamente; un terrible estremecimiento sacudió la llanura.
¡El planeta homicida consumaba su obra!
Solamente Targ y Arva lanzaron un grito de pena y de horror. Los otros aviadores continuaron su ruta, con la tranquila tristeza de los Últimos Hombres. El oasis estaba ante ellos, resonaban en él siniestros gemidos. Se veían correr, trepar o jadear lamentables criaturas; otras permanecían inmóviles, alcanzadas por la muerte; a veces, una cabeza ensangrentada parecía salir del suelo. El espectáculo se hacía más espantoso a medida que se discernían mejor los detalles.
Los Nueve planearon inseguros. Pero el vuelo de las aves que momentáneamente se había visto agitado febrilmente por el espanto, se armonizaba; no había que temer de momento ningún otro accidente; se podía aterrizar.
Algunos miembros del Gran Consejo recibieron a los delegados de las Altas Fuentes. Las palabras cambiadas fueron raras y rápidas. Como el nuevo desastre exigía todas las energías disponibles, los Nueve se mezclaron con los salvadores.
Las quejas les parecieron de momento intolerables. Los adultos perdían su fatalismo a causa de sus atroces heridas; los gritos de los niños eran como el alma estridente y salvaje del Dolor.
Finalmente, los anestésicos aportaron su bienhechora ayuda. El ardiente sufrimiento se hundió en el fondo de la inconsciencia. Sólo se oían ya gritos aislados, el clamor de los que yacían enterrados entre las ruinas.
Uno de estos clamores atrajo a Targ. Era una voz que expresaba espanto, no dolor; poseía un encanto enigmático y fresco. Al joven le costó mucho situarla. Por último descubrió una cavidad por la que pudo oírla más distintamente. Se alzaban ante el custodio grandes bloques, que él se puso a separar con prudencia. Tenía que interrumpir constantemente su trabajo ante las amenazas sordas del mineral: Se formaban bruscamente agujeros, se producían corrimientos de piedras o se oían sospechosas vibraciones.
Los gemidos se habían acallado; la tensión nerviosa y la fatiga cubrían de sudor las sienes de Targ…
De pronto, todo pareció perdido; un lienzo de pared se desmoronaba. El custodio, sintiéndose a merced del mineral, inclinó la cabeza y esperó… Un bloque le pasó rozando; él aceptó el destino; pero el silencio y la inmovilidad reinaron de nuevo.
Levantando la mirada, vio que una gran cavidad, casi una caverna, se había abierto hacia la izquierda; en la penumbra yacía una forma humana. El joven retiró penosamente la ruina viviente y se alejó de los escombros en el mismo instante en que un nuevo hundimiento hacía impracticable aquel paso largo y angosto.
Era una mujer joven, casi una niña, vestida con el tejido elástico y plateado de las Tierras Rojas. Antes que otra cosa, su cabellera impresionó al salvador. Era de aquella especie luminosa, que el atavismo producía apenas una vez por siglo entre las hijas de los hombres. Resplandeciente como los metales preciosos, fresca como el agua que surgía de las fuentes profundas, parecía un tejido de amor, un símbolo de la gracia que había adornado a la mujer a través de las edades.
El corazón de Targ se dilató, mientras un tumulto heroico resonaba en su cráneo, y entrevió acciones magnánimas, gloriosas, que ya no se realizaban jamás entre los Últimos Hombres. Y mientras admiraba la flor bermeja de los labios, la línea delicada de las mejillas y su pulpa nacarada, se abrieron dos ojos que tenían el color de la mañana, cuando el sol es vasto y un dulce hálito corre por las soledades.
 
4: En la tierra profunda
Era después del crepúsculo. Las constelaciones avivaban sus llamas finas. El oasis, taciturno, ocultaba su angustia y sus dolores. Y Targ paseaba su alma febril junto al recinto.
La hora era terrible para los Últimos Hombres. Sucesivamente, los planetarios habían anunciado inmensos desastres. La Devastación estaba destruida; en las Dos Ecuatoriales, en la Gran Depresión, en las Arenas Azules, las aguas habían desaparecido; su nivel decrecía en las Altas Fuentes; el Oasis Claro y el Valle de Azufre anunciaban temblores ruinosos o escapes rápidos del precioso líquido.
El desastre alcanzaba a toda la Humanidad.
Targ franqueó el recinto en ruinas, para salir al desierto mudo y terrible.
La luna, casi llena, hacía invisibles las estrellas más débiles; iluminaba los granitos rojos y las pilas violetas de los ferromagnetales: Una fosforescencia pálida ondulaba a intervalos, signo misterioso de la actividad de los nuevos seres.
El joven avanzaba en la soledad, sin prestar atención a su fúnebre grandeza.
Una imagen brillante dominaba el desconsuelo de la catástrofe. Llevaba consigo como un doble de la cabellera bermeja; la estrella Vega palpitaba como una pupila azul. El amor se convertía en la esencia misma de su vida; y esta vida era más intensa, más profunda, prodigiosa. Le revelaba, en su plenitud, aquel mundo de belleza que había presentido, y para el cual valía más morir que vivir para el melancólico ideal de los Últimos Hombres. A intervalos, como un nombre que se hubiese vuelto sagrado, el nombre de aquella que había retirado de entre los escombros acudía a sus labios:
—¡Ere!
En el sobrecogedor silencio, el silencio del desierto eterno, comparable al que reinaba en el gran éter en el que vacilaban los astros, Targ seguía avanzando. El aire tenía la misma inmovilidad que el granito; el tiempo parecía muerto, el espacio figuraba otro espacio distinto al de los hombres, un espacio inexorable, glacial, lleno de lúgubres espejismos.
Sin embargo, allí existía una vida, abominable por ser la que sucedería a la vida humana, solapada, terrorífica, incognoscible. Por dos veces, Targ se detuvo para ver moverse las formas fosforescentes. La noche no las adormecía. Se desplazaban con fines misteriosos; su modo de deslizarse sobre el suelo no se explicaba por la presencia de ningún órgano. Mas pronto dejaron de inspirarle interés. La imagen de Ere lo dominaba; existía una relación confusa entre aquella marcha en la soledad y el heroísmo despertado en su alma. Buscaba confusamente la aventura, la aventura imposible, la aventura quimérica: El descubrimiento del Agua.
Únicamente el Agua podía darle a Ere. Todas las leyes de los hombres le separaban de ella. El día anterior, todavía hubiera podido soñar en convertirla en su esposa; bastaba para ello que una hija de las Altas Fuentes fuese acogida a cambio en las Tierras Rojas. Después de la catástrofe, el cambio era imposible. Las Altas Fuentes recibirían desterrados, mas para condenarlos al celibato. La ley era inexorable; Targ la aceptaba como una necesidad superior.
La luna era clara; desplegaba su disco de nácar y plata sobre las colinas occidentales. Hipnotizado, Targ se dirigió hacia ella. Así llegó a un terreno rocoso, que guardaba las huellas del desastre: Muchas rocas estaban tumbadas, otras agrietadas; por doquier la tierra silícea mostraba resquebrajaduras.
—Diríase —murmuró el joven— que la sacudida ha alcanzado aquí su mayor violencia… ¿Por qué?
Su ensueño se alejó un poco, pues aquel lugar excitaba su curiosidad.
—¿Por qué? —volvió a preguntarse—. Sí… ¿Por qué?
Se detenía a cada momento para examinar las rocas y también por prudencia; aquel suelo convulsionado debía de estar lleno de asechanzas. Una extraña exaltación se apoderó de él. Se puso a soñar que, si existía un camino que condujese al Agua, había muchas probabilidades de que se ocultase en aquellos parajes tan profundamente trastornados. Después de encender la radiatriz, de la que no se separaba jamás durante sus viajes, se introdujo por hendiduras o corredores: Todos se estrechaban rápidamente o terminaban en callejones sin salida.
Finalmente se encontró frente a una hendidura mediocre, abierta en la base de un peñasco alto y de gran tamaño, que los temblores apenas habían afectado. Bastaba con examinar la grieta, que en algunos sitios brillaba como el cristal, para comprender que era reciente. Targ se disponía a alejarse, pues no creyó que valiese la pena penetrar por ella. Pero un centelleo le atrajo.
¿Por qué no explorarla? Si era poco profunda, sólo tendría que dar algunos pasos.
Resultó ser más larga de lo que había supuesto. Sin embargo, después de una treintena de pasos empezó a estrecharse; Targ no tardó en creer que no podría continuar. Se detuvo y examinó escrupulosamente los detalles de los muros. El paso no era del todo imposible, pero hacía falta escalar. El custodio apenas vaciló y se metió por un orificio, de un diámetro muy poco superior al de un cuerpo humano. El paso, sinuoso y sembrado de agudos pedruscos, todavía se hizo más estrecho; Targ se preguntó si le sería posible retroceder.


Estaba como encajado en la tierra profunda, cautivo del mineral, cosita infinitamente débil que la caída de un solo bloque podía reducir a partículas. Pero la fiebre de la aventura empezada palpitaba en él: Si abandonaba la empresa antes de que esta se hiciese totalmente imposible, se detestaría para despreciarse luego. Continuó.
Con los miembros bañados de sudor, avanzó largo rato por las entrañas de la roca. Por último, sintió un desfallecimiento. Los latidos de su corazón, que hacían como un gran rumor de alas, se debilitaron. Solo sentía una insignificante palpitación; el valor y la esperanza cayeron como fardos. Cuando el corazón adquirió de nuevo un poco de fuerza, Targ se sintió ridículo por haberse metido en una aventura tan primitiva.
—¿No habré sido un loco?
Y empezó a arrastrarse hacia atrás. Entonces una desesperación atroz le abrumó; la imagen de Ere se dibujó con tal nitidez y vida, que parecía acompañarle en la fisura.
—Mi locura aún valdrá más que la horrible prudencia de mis semejantes… ¡Adelante!
Recomenzó la aventura; se jugó salvajemente la vida, resuelto a no detenerse más que ante lo infranqueable.
El azar pareció mostrarse favorable a su audacia; la hendidura se ensanchó y se encontró en un alto corredor de basalto cuya bóveda parecía sostenida por columnas de antracita. Una viva alegría se apoderó de él, y echó a correr; todo parecía posible.
Pero la piedra está tan llena de enigmas como en otro tiempo lo estuviera la selva virgen. El corredor terminó de pronto. Targ se encontró ante una muralla tenebrosa, de la cual la radiatriz apenas arrancaba algunos reflejos. No obstante, él siguió explorando las paredes. Y terminó por descubrir, a tres metros de altura, la boca de otra hendidura.
Era una hendidura algo sinuosa, inclinada unos cuarenta grados sobre la horizontal, lo bastante amplia para admitir a un hombre. El custodio la examinó con una mezcla de alegría y decepción. Si bien daba nuevos vuelos a su quimérica esperanza, pues indicaba que el camino no se había cerrado definitivamente, por otro lado se manifestaba desalentadora, pues ascendía hacia lo alto.
—Si no vuelve a descender, hay más probabilidades de que me lleve a la superficie que al subsuelo —gruñó el explorador.
Hizo un gesto de despreocupación y reto, un gesto que le era extraño, como a todos los hombres actuales, y que repetía algún gesto ancestral. Luego, inició el intento de escalar la pared.
Esta era casi vertical y lisa. Pero Targ había llevado consigo la escala de fibras de arcum, que los aviadores no olvidaban jamás. La sacó cuidadosamente de su saco de herramientas. Después de haber servido durante muchas generaciones, era tan suave y sólida como en los primeros días. Desenrolló su fina y ligera estructura y, asiéndola por el centro, le imprimió el debido impulso, en un movimiento que ejecutaba a la perfección. Los ganchos con que terminaba la escala se prendieron sin dificultad en el basalto. En algunos segundos, el explorador alcanzó la grieta.
No pudo contener un grito de descontento. Pues si bien la hendidura era perfectamente practicable, en cambio, se elevaba en una pendiente fortísima.
¡Tantos esfuerzos para nada! Sin embargo, después de recoger la escala, Targ se introdujo por la fisura. Los primeros pasos resultaron muy difíciles. Luego el terreno se allanó, apareció un corredor por el que varios hombres hubieran podido avanzar de frente. Por desgracia, la pendiente continuaba ascendiendo. El custodio calculó que debía de hallarse a unos quince metros por debajo del nivel de la llanura exterior; aquel viaje subterráneo se convertía en una ascensión.
Avanzaba hacia el desenlace, fuese cual fuese, dominado por una tranquila amargura y reprochándose aquella loca aventura: ¿Qué había hecho para terminar realizando un descubrimiento que sobrepasaría en importancia a todo cuanto habían hallado los hombres desde hacía centenares de siglos?
¿Bastaría con que tuviese un carácter quimérico, un alma más rebelde que los demás, para triunfar allí donde el esfuerzo colectivo, apoyado por un utillaje admirable, había fracasado? ¿Una tentativa como la suya no requería una resignación y una paciencia absolutas?
Distraído, no se apercibió de que la cuesta se hacía más suave. Se había vuelto horizontal cuando se despabiló, con un gran sobresalto: ¡A algunos pasos de él, la galería comenzaba a descender!
Descendía regularmente, en una longitud superior a un kilómetro; ancha, más profunda en el centro, que en los bordes, la marcha por ella resultaba generalmente cómoda, interrumpida apenas por algún bloque o alguna fisura. Sin duda, en una época lejana, por allí había circulado un curso de agua subterráneo.
Poco a poco, los derrubios se fueron acumulando, y entre ellos había algunos que parecían recientes. Por último el paso pareció cerrarse de nuevo.
—La galería no terminaba aquí —se dijo el joven—. La han interrumpido los movimientos de la corteza terrestre, pero… ¿cuándo? ¿Ayer, hace mil años, hacen cien mil años?
No se detuvo para examinar las materias derrumbadas, entre las cuales hubiera reconocido las trazas de convulsiones recientes. Toda su perspicacia se concentraba en el descubrimiento de un paso. No tardó en distinguir una fisura. Estrecha y alta, dura, erizada, desagradable, no le engañó, sin embargo: Consiguió descubrir de nuevo su galería. Esta continuaba descendiendo, cada vez más espaciosa; por último, su anchura media sobrepasaba los cien metros. Las últimas dudas de Targ se disiparon: Un verdadero río subterráneo había discurrido antaño por aquellos parajes. A priori esta convicción era alentadora. Pero a poco que reflexionase, inquietaba al habitante del oasis. Del hecho que antaño hubiese abundado allí el agua, no debía deducirse que esta estuviese próxima. ¡Al contrario! Todas las fuentes y manantiales actualmente utilizados se encontraban lejos de los parajes por donde había manado el fluido vital. Esto era casi una ley.
Tres veces más, la galería pareció terminar en un callejón sin salida; pero cada vez, Targ encontró un paso. Sin embargo, por último terminó. Un agujero inmenso, un precipicio apareció ante los ojos del hombre.
Cansado y triste, este se sentó sobre la piedra. Fue un momento más terrible que cuando reptaba, allá arriba, en una galería que parecía ahogarlo. Cualquier nueva tentativa no sería más que una amarga locura. ¡Había que regresar! Pero su corazón se rebeló contra este pensamiento. Se alzó el alma de la aventura, acrecentada por el sorprendente viaje que él acababa de realizar. La sima ya no le asustaba.
—¿Y cuando tengamos que morir? —exclamó. Y se introdujo entre las puntas de granito.
Abandonándose a sus rápidas inspiraciones, consiguió descender por milagro a una profundidad de treinta metros, cuando hizo un falso movimiento y perdió el equilibrio.
—¡Es el fin! —suspiró.
Y se desplomó en el vacío.

5
En el fondo del abismo
Un choque le detuvo. No el choque rígido de la caída sobre el granito, sino un choque elástico, pero lo bastante violento para aturdirlo. Cuando recuperó el conocimiento, se encontró suspendido en la penumbra y, palpándose, descubrió que su saco de herramientas se había enganchado en un saliente. Las correas de la mochila, sujetas a su torso, lo retenían: Hechas, como la escala, de fibras de arcum, sabía que no cederían. En cambio, la mochila podía desprenderse del saliente.
Targ se sentía extrañamente tranquilo. Calculó sin prisas sus probabilidades de pérdida y de salvación: La mochila abrazaba el saliente cerca del punto de fijación de los atalajes, de forma que la presa era buena. El explorador palpó la pared rocosa. En torno al saliente, su mano encontró superficies ásperas, y luego el vacío; sus pies hallaron, hacia la izquierda, un punto de apoyo que tras un ligero examen a tientas, le pareció que era una pequeña plataforma. Asiéndose por una parte al saliente y apuntalándose por la otra en la plataforma, pudo prescindir de cualquier otro sistema.
Cuando hubo elegido la posición que le pareció más cómoda, consiguió desenganchar la mochila. Al tener mayor libertad de movimientos, asestó en todas direcciones los rayos de su radiatriz. La plataforma era lo bastante ancha para permitir que en ella un hombre se pusiese de pie e incluso realizase algunos pequeños movimientos. Encima de su cabeza, una ranura de la roca permitía fijar los ganchos de la escala; luego la ascensión parecía practicable, hasta el punto desde donde había caído el habitante del oasis. Por debajo se abría la boca del abismo, con sus murallas verticales.
—Puedo subir —se dijo el joven—. Pero el descenso es imposible.
No pensaba en que acababa de escapar de la muerte; únicamente el despecho del esfuerzo realizado en vano agitaba su alma. Lanzando un largo suspiro, soltó el saliente y, sujetándose a las asperezas, consiguió instalarse sobre la plataforma. Sus sienes zumbaban, un torpor dominaba a sus miembros y a su cerebro; su desaliento era tan profundo, que se sentía sucumbir poco a poco a la atracción vertiginosa del abismo. Cuando se reanimó, paseó instintivamente los dedos por la muralla granítica y de nuevo se dio cuenta que esta se hundía, aproximadamente a la mitad de su estatura. Inclinándose, lanzó una débil exclamación: La plataforma se hallaba situada a la entrada de una cavidad, que a los rayos de la radiatriz pareció ser considerable.
Rio silenciosamente. ¡Si tenía que terminar sucumbiendo, al menos habría vivido una aventura que en verdad valía la pena de haberse intentado!
Después de asegurarse de que no le faltaba ninguna herramienta y sobre todo del buen estado de la escala de arcum, se introdujo por la caverna. Esta desplegaba una bóveda de cristal de roca y de gemas. A cada movimiento de la lámpara surgían destellos, misteriosos y fantásticos. Las innumerables almas de los cristales despertaban a la luz; era un crepúsculo subterráneo, deslumbrador y furtivo, un granizo infinitesimal de resplandores escarlata, anaranjados, narciso, jacinto o sinople. Targ veía en ello un reflejo de la vida mineral, de aquella vida vasta y minúscula, amenazadora y profunda, que decía la última palabra con los hombres y que diría un día la última palabra con el reino ferromagnético.
En aquel momento, él no la temía. Sin embargo, consideraba la caverna con el respeto que los Últimos Hombres sentían por las existencias sordas que después de haber presidido los Orígenes, conservan intactas sus formas y sus energías.


Un vago misticismo surgió en él, que ya no era el misticismo sin esperanza de los amargados habitantes de los oasis, sino el misticismo que antaño conducía a los corazones atrevidos. Si bien seguía desconfiando ante las asechanzas de la tierra, poseía al menos aquella fe que sucede a los esfuerzos felices y que transporta al futuro las victorias del pasado.
Después de la caverna comenzaba un corredor de pendiente caprichosa. Tuvo aún que arrastrarse muchas veces para franquear estrechos pasadizos. Luego el corredor continuó; la cuesta se hizo tan empinada, que Targ temió que desembocaría en un nuevo abismo. Pero la pendiente se suavizó, haciéndose casi tan cómoda como un camino. Y el custodio descendió con seguridad, hasta que reaparecieron las trampas. Sin que la galería disminuyese de altura ni de anchura, se cerró. Ante él se alzaba un muro de gneis, que brillaba burlonamente bajo los rayos de la lámpara. En vano Targ lo sondeó en todos sentidos; no consiguió distinguir ninguna fisura suficientemente ancha.
—¡Es el fin lógico de la aventura! —gimió—. El abismo, que se ha burlado de los esfuerzos, del genio y de los aparatos de toda la Humanidad, no podía mostrarse favorable a una bestezuela solitaria.
Se sentó, sintiendo redoblar en él la fatiga y la tristeza. ¡El camino sería muy difícil, a partir de entonces! Abatido por la derrota, ¿tendría las fuerzas necesarias para regresar?
Permaneció por mucho tiempo allí, abrumado por la angustia y sin decidirse a emprender la retirada. A intervalos, asestaba su lámpara sobre la muralla descolorida. Por fin se levantó. Pero entonces, presa de una especie de furor, introdujo sus puños en las menores fisuras, tiró con desesperación de los salientes…
Su corazón empezó a palpitar: Algo se había movido. Un lienzo de pared oscilaba. Con un sordo jadeo, y apelando a todo su vigor, Targ atacó la piedra. Esta basculó; estuvo a punto de aplastar al hombre al caer; apareció un orificio triangular: ¡La aventura aún no había terminado!
Jadeante, lleno de desconfianza, Targ penetró en la roca, inclinado al principio para erguirse luego, pues la fisura se agrandaba a cada paso. Y siguió avanzando presa de una especie de sonambulismo, esperando encontrar nuevos obstáculos, cuando le pareció entrever otro abismo.
No se equivocaba. La fisura se abría sobre el vacío; pero, hacia la derecha una masa inclinada se destacaba enorme. Para alcanzarla, Targ tuvo que asomarse al exterior e izarse a fuerza de puños.
La pendiente era practicable. Cuando el custodio hubo recorrido unos veinte metros, se apoderó de él una extraña sensación y, descubriendo su higróscopo, lo tendió hacia el abismo. Entonces sintió positivamente como la palidez y el frío se extendían por su rostro.
En la atmósfera subterránea flotaba un vapor invisible aun a la luz. ¡Había encontrado el agua!
Targ lanzó un clamor de triunfo; tuvo que sentarse, paralizado por la sorpresa y la alegría de la victoria. Luego se apoderó nuevamente de él la incertidumbre. Sin duda allí estaba el fluido vital, pronto lo vería; pero la decepción sería tanto más insoportable si solo encontraba un insignificante manantial o una pequeña capa líquida. Con pasos lentos, lleno de temor, el custodio prosiguió el descenso. Las pruebas se multiplicaron; a intervalos se distinguía una reverberación.
Y bruscamente, mientras Targ contorneaba un saliente vertical, el agua se reveló a sus ojos.
 
6
Los ferromagnetales
Dos horas antes del alba, Targ se hallaba de vuelta en la llanura, al borde de la grieta por donde había iniciado su viaje al país de las sombras. Terriblemente fatigado, contemplaba en el fondo del horizonte la luna escarlata, semejante a un horno redondo a punto de extinguirse. Por último desapareció. En la noche inmensa, las estrellas se reanimaron.
Entonces el custodio quiso continuar su marcha. Sus piernas parecían de piedra, sus hombros se hundían dolorosamente y, por todo su cuerpo, corría una languidez tan grande, que se dejó caer sobre un bloque. Con los párpados medio cerrados, revivió las horas que acababa de pasar en los abismos. El regreso había sido espantoso. A pesar del cuidado que tuvo en dejar señales de su paso, se extravió. Luego, ya agotado por los esfuerzos precedentes, estuvo a punto de desvanecerse. El tiempo parecía de una amplitud inconmensurable; Targ era como un minero que hubiese pasado muchos meses en el interior de la tierra cruel.
Sin embargo, helo aquí de vuelta a la superficie en la que aún vivían sus hermanos, y he aquí a los astros que, en el curso de las edades, exaltaron los sueños del hombre; pronto el alba divina reaparecería sobre la inmensa extensión.
—¡La aurora! —balbuceó el joven—. ¡El día!
Extendió los brazos hacia el oriente, con un gesto de éxtasis; luego cerró los ojos y, sin darse cuenta, se tendió sobre el suelo.
Un rojo resplandor le despertó. Alzando con dificultad los párpados, distinguió en el fondo del horizonte el globo inmenso del sol.
—¡Vamos… de pie! —se dijo.
Pero un torpor invisible le mantenía pegado al suelo; sus pensamientos flotaban embotados, la fatiga le aconsejaba la renuncia. Iba a dormirse de nuevo, cuando sintió un ligero picor por toda la epidermis. Y vio sobre su mano, al lado de los rasguños que se había causado con las piedras, unos puntos rojos característicos.
—Los ferromagnetales —murmuró—. ¡Están bebiendo mi vida!
En su lasitud, la aventura apenas le espantó.
Era como algo lejano, extraño, casi simbólico. No solamente no experimentaba ningún sufrimiento, sino que aquella sensación incluso resultaba agradable; era una especie de vértigo, una embriaguez ligera y lenta que debía parecerse a la eutanasia. De pronto, las imágenes de Ere y Arva cruzaron por su memoria, seguidas por un rebrote de energías.
—¡No quiero morir! —gimió—. ¡No, no quiero!
Revivió oscuramente su lucha, su sufrimiento, su victoria. Allá, en las Tierras Rojas, la vida le atraía, fresca y hechicera. No, no quería perecer; todavía quería ver por mucho tiempo las auroras y los crepúsculos; quería combatir también contra las fuerzas misteriosas.
Y, apelando a su dormida voluntad, con un esfuerzo terrible, trató de incorporarse.
 
7
El agua madre de la vida
Por la mañana, Arva no sospechó la ausencia de Targ. La víspera había trabajado con exceso; sin duda, abrumado de fatiga, prolongaba su descanso. Sin embargo, tras dos horas de espera, empezó a sorprenderse. Y terminó llamando a la puerta de la estancia que el custodio había elegido. Solo le respondió el silencio. ¿Y si hubiese salido cuando ella aún dormía? Siguió llamando y luego oprimió el conmutador de la puerta; esta, enrollándose, descubrió una estancia vacía.
La joven entró en ella y vio que todo estaba ordenadamente dispuesto: El lecho de arcum, alzado y apoyado en el muro; los objetos de tocador, intactos; nada anunciaba la presencia reciente de un hombre. Una extraña aprensión oprimió el corazón de la visitante.
Fue en busca de Manó, y ambos interrogaron a las aves y a los hombres, sin obtener ninguna respuesta útil. Aquello era anormal, y tal vez inquietante, pues el oasis, tras el terremoto, seguía lleno de trampas. Targ podía haber caído en una fisura o haberse visto sorprendido por un hundimiento.
—Más bien creo que habrá salido temprano —dijo el optimista Manó—. Como es un hombre ordenado, primero habrá arreglado su habitación… ¡Vamos en su busca!
Arva seguía ansiosa. Las comunicaciones se habían vuelto muy inseguras y muchos ondíferos se habían desmoronado; por lo tanto, era difícil buscar en tales condiciones.
Alrededor del mediodía, Arva erraba tristemente entre los escombros, en los límites del oasis y el desierto, cuando un enjambre de pájaros apareció, lanzando largos gritos: ¡Habían encontrado a Targ!
Ella sólo tuvo que trepar sobre el muro para verle venir, todavía lejos y con paso incierto.
Su traje estaba desgarrado, en el cuello tenía cortes, así como en la cara y las manos; todo su cuerpo expresaba la fatiga; únicamente la mirada conservaba su frescor.
—¿De dónde vienes? —exclamó Arva. Él respondió:
—Vengo de la tierra profunda. 
Pero no quiso decir más.


El rumor de su regreso se difundió, y sus compañeros de viaje fueron a reunirse con él. Cuando uno de ellos le reprochó que había retrasado su partida, él contestó:
—No me lo reproches, pues traigo grandes noticias.
Esta respuesta sorprendió y chocó a los que le escuchaban. ¿Cómo era posible que un hombre trajese noticias que ya no fuesen conocidas por sus semejantes? Tales palabras podían haber tenido sentido en otros tiempos, cuando la tierra era desconocida y estaba llena de recursos, cuando el acaso aún no había abandonado a los seres vivientes, y los pueblos o los individuos se enfrentaban con sus diversos destinos. Pero a la sazón, cuando el planeta ya estaba agotado, los hombres ya no podían luchar entre ellos y todo estaba resuelto de antemano por leyes inflexibles, cuando nadie podía prever los peligros antes que las aves y los instrumentos, aquellas eran palabras vacías.
—¡Grandes noticias! —repitió desdeñosamente el que había hecho los reproches—. ¿Te has vuelto loco, custodio?
—¡Pronto verán si me he vuelto loco! Vamos ante el Consejo de las Tierras Rojas.
—Tú le has hecho esperar.
Targ no respondió. Volviéndose hacia su hermana, le dijo:
—Vete en busca de la que salvé ayer. Su presencia es necesaria.
El Gran Consejo de las Tierras Rojas estaba reunido en el centro del oasis. No estaba completo, pues muchos de sus miembros habían perecido en el desastre. Nada anunciaba el dolor, y apenas la resignación, en la actitud de los supervivientes. La fatalidad habitaba en ellos, y estaba presente en sus almas como la vida misma.
Acogieron a los Nueve con una calma casi inerte. Y Cimor, que presidía, dijo con voz uniforme:
—Nos aportan el socorro de las Altas Fuentes y las Altas Fuentes también han sido alcanzadas. El fin de los hombres parece muy próximo. En los oasis no saben siquiera cuáles podrán socorrer a los demás.
—Ni siquiera deben socorrerse —añadió Rem, el primer jefe de las Aguas—. La ley lo impide. Es justo, cuando las aguas se han agotado, que la solidaridad desaparezca. Cada oasis se enfrentará con su suerte.
Avanzando ante los Nueve, Targ afirmó:
—Las aguas pueden reaparecer.
Rem lo consideró con un tranquilo desdén:
—Todo puede reaparecer, joven. Pero han desaparecido.
Entonces el custodio, después de haber entrevisto en el fondo de la sala la cabellera luminosa, prosiguió con un temblor en la voz:
—Las aguas reaparecerán para las Tierras Rojas.
Una apacible reprobación se mostró en algunas caras; todo el mundo guardó silencio.
—¡Reaparecerán! —gritó Targ con vehemencia—. ¡Y puedo decirlo, porque las he visto!
Esta vez, una débil emoción suscitada por la única imagen que aún podía agitar a los Últimos Hombres, la imagen del agua brotando impetuosa, pasó de uno a otro. Y el tono de la voz de Targ, por su vehemencia y sinceridad, casi hizo nacer una esperanza. Pero la duda no tardó en surgir de nuevo. Aquellos ojos demasiado brillantes, los rasguños, las ropas desgarradas, daban pie a la desconfianza; aunque raros, los dementes todavía no habían desaparecido de la faz del planeta.
Cimor hizo una leve seña. Algunos hombres rodearon lentamente al custodio. El vio aquel movimiento y comprendió su significado. Sin inmutarse, abrió su caja de herramientas, sacó de ella su pequeño aparato cromográfico y, desenrollando una hoja, hizo aparecer a la vista de todos las pruebas que había tomado en las entrañas de la tierra. Eran unas imágenes tan precisas como la misma realidad. Así que los más próximos las vieron, las exclamaciones se sucedieron. Un verdadero pasmo, casi una exaltación, se apoderó de los presentes. Pues todos habían reconocido el fluido temible y sagrado.
Manó, más impresionable que los restantes, clamó con voz estentórea. El grito,  repetido  por  los  ondíferos,  resonó  en  el  exterior;  una  rápida muchedumbre rodeó la sala; el único delirio que aún podía agitar a los Últimos Hombres embriagó a la masa.
Targ se transfiguró, convirtiéndose casi en un dios; las almas, semejantes a las almas antiguas, elevaban hacia él un entusiasmo místico; las caras se animaban, los ojos melancólicos se llenaban de fuego, una esperanza desmesurada rompía el largo atavismo de la resignación. Y los propios miembros del Gran Consejo, perdidos en el ser colectivo, se abandonaban al tumulto.
Solamente Targ podía imponer el silencio. Indicó con un gesto a la multitud que quería hablar; las voces se acallaron, el oleaje de cabezas se calmó; una atención ardiente dilataba todos los rostros.
El custodio, volviéndose hacia aquel rubio resplandor que Ere mezclaba a las oscuras cabelleras, declaró:
—Pueblo de las Tierras Rojas, el agua que he descubierto se encuentra en su territorio: Les pertenece, por tanto. Pero la ley humana me concede un derecho sobre ella; antes de cederla, reclamo mi privilegio.
—¡Serás el primero entre nosotros! —dijo Cimor—. Esta es la regla.
—No es esto lo que quiero —respondió suavemente el custodio.
Indicando a la multitud que le abriese paso se dirigió hacia Ere. Cuando estuvo junto a ella, se inclinó y dijo con voz ardiente:
—Pongo las aguas entre tus manos, señora de mi destino. ¡Sólo tú puedes otorgarme mi recompensa!
Ella escuchaba, sorprendida y palpitante. Pues ya no se escuchaban palabras como aquellas. En otro momento, apenas las hubiera comprendido. Pero en medio de la exaltación de todos los corazones, y con la visión mágica de las fuentes subterráneas, todo su ser se turbó, y la emoción magnífica que agitaba al custodio se reflejó en el rostro nacarado de la virgen.

8
Y sólo sobrevivieron las Tierras Rojas
En los años que siguieron, la tierra sólo se vio sacudida por débiles temblores. Pero la última catástrofe había bastado para herir de muerte a los oasis. Los que vieron desaparecer toda su agua no habían conseguido recuperarla. En las Altas Fuentes, el agua disminuyó durante dieciocho meses, para terminar desapareciendo en los insondables abismos. Sólo las Tierras Rojas abrigaron grandes esperanzas. El lago subterráneo descubierto por Targ proporcionaba un agua abundante y menos impura que la de las fuentes desaparecidas. No solamente bastaba para la subsistencia de los supervivientes, sino para la del pequeño grupo que consiguió salvarse en la Devastación y a muchos habitantes de las Altas Fuentes, acogidos como refugiados.
Hasta aquí llegaban las posibilidades de socorro. Una herencia de cincuenta milenios había adaptado a los Últimos Hombres a las leyes inexorables, y estos aceptaban sin protestar los decretos del Hado. Por lo tanto, no estalló una guerra; apenas si algunos individuos trataron de ablandar las duras leyes y acudieron suplicantes a las Tierras Rojas. No se podía hacer otra cosa sino rechazarlos: La piedad hubiera sido una suprema injusticia y una prevaricación.
A medida que se agotaban las provisiones, cada oasis designaba a los habitantes que debían morir. Se sacrificaban primero a los viejos, luego a los niños, salvo un pequeño número de ellos que se conservaron, en la hipótesis de un cambio posible del planeta; luego se sacrificaban a todos aquellos que presentaban taras orgánicas u otras imperfecciones y a los enfermos.
La eutanasia era de una dulzura extremada. Así que los condenados habían absorbido los maravillosos venenos, todo temor desaparecía en ellos. Despiertos, estaban en un éxtasis permanente; su sueño era profundo como la muerte. La idea de la nada les embelesaba, su júbilo iba en aumento hasta el torpor final.
Muchos adelantaban la hora de la muerte. Poco a poco, aquello fue un contagio. En los oasis ecuatoriales, no se esperó a que las provisiones tocasen a su fin; quedaba aún agua en algunos depósitos cuando los últimos habitantes desaparecieron.
Hicieron falta cuatro años para aniquilar al pueblo de las Altas Fuentes.
Entonces los oasis cayeron en poder del desierto inmenso, y los ferromagnetales ocuparon el lugar de los hombres.
Tras el descubrimiento de Targ, las Tierras Rojas prosperaron. Se había reconstruido el oasis hacia el este, en un territorio cuya escasez en ferromagnetales hacía fácil su destrucción. Las construcciones, la roturación, la captación de las aguas se hicieron en seis meses. Si la primera cosecha fue buena, la segunda fue maravillosa.
A pesar de la muerte sucesiva de las otras comunidades, los hombres del Oasis Rojo vivían en una especie de esperanza. ¿No eran ellos el pueblo elegido, aquel en favor del cual, por primera vez desde hacía cien siglos, se había hecho una excepción a la ley implacable? Targ alimentaba aquel estado de espíritu. Su influencia era grande; poseía la atracción de los triunfadores y su prestigio mítico.
No obstante, a quien más impresionó su victoria fue a él mismo. Veía en ella una oscura recompensa y, más aún, una confirmación de su fe. Su espíritu de aventura se desplegaba; tuvo aspiraciones casi comparables a las de sus heroicos antepasados. Y el amor que le inspiraban Ere y los dos hijos que esta le dio se mezclaba con ensueños que no se atrevía a confiar a nadie, con excepción de su mujer o de su hermana, pues sabía que eran incomprensibles para los Últimos Hombres.
Manó ignoraba todas estas fiebres. Su vida seguía siendo simple y directa. Apenas soñaba en el pasado, y menos aún en el futuro. Saboreaba la dulzura uniforme de los días; vivía junto a su esposa, Arva, una existencia tan despreocupada como la de las aves plateadas que todas las mañanas planeaban en grupos sobre el oasis. Como sus primeros hijos, a causa de su bella estructura corporal, se hallaron entre los emigrantes acogidos en las Tierras Rojas, apenas si una melancolía fugitiva se apoderaba de él al pensar en la ruina de las Altas Fuentes.
En cambio, aquella ruina atormentaba a Targ. Muchas veces su planeador le condujo hasta el oasis natal. Buscaba el agua con tesón, alejándose de las rutas protectoras y visitando terribles extensiones en las cuales los ferromagnetales conocían la lozanía propia de todos los reinos jóvenes. Con algunos hombres del oasis sondeó cien abismos. Aunque estas búsquedas no diesen fruto, Targ no se desalentaba, enseñando que hay que merecer los descubrimientos gracias a esfuerzos obstinados.
 

9
El agua fugitiva
Un día que regresaba de las soledades, Targ, desde lo alto de su planeador, distinguió una multitud cerca del gran depósito. Con ayuda de su telescopio, discernió a los jefes de las Aguas y a los miembros del Gran Consejo; algunos mineros salían de los pozos de captación. Un grupo de pájaros fue al encuentro del planeador; por ellos, Targ supo que el manantial inspiraba serias inquietudes. Cuando aterrizó, pronto se vio rodeado por una muchedumbre temblorosa, que depositaba en él su confianza. Sus huesos se helaron cuando oyó decir a Manó:
—Las aguas han bajado.
Todas las voces confirmaban la triste noticia. Interrogó a Rem, el primer jefe de las aguas, quien respondió:
—El nivel ha sido comprobado en el mismo borde de la capa líquida. El descenso es de seis metros.
Entre todos, el semblante de Rem permanecía inmóvil. La alegría, la tristeza, el temor, el deseo no aparecían jamás en sus labios fríos ni en sus ojos semejantes a dos fragmentos de bronce, cuya esclerótica apenas se veía.
Su ciencia profesional era perfecta: Poseía toda la tradición de los descubridores de fuentes.
—La capa no es inmutable —observó Targ.
—¡Exacto! Pero las diferencias de nivel normales no suelen ir más allá de dos metros. Nunca han sido tan bruscas…
—¿Ya están seguros de si lo son ahora?
—Sí. Se han comprobado los registradores: Su marcha es normal. Esta mañana todavía no revelaban nada. El descenso ha comenzado hacia mediodía, para seguir al ritmo de más de un metro y medio por hora 
Su ojo mineral permanecía fijo; su mano no mostraba un gesto; apenas si se le veía mover los labios. Los ojos de Targ palpitaban como su corazón.
—Según los buceadores —dijo Rem— no se ha formado ninguna nueva hendidura en el fondo del lago. Por lo tanto, el mal viene de las fuentes. Se pueden sentar tres hipótesis principales: Las fuentes están obstruidas, están desviadas de su camino, o se han agotado. Conservamos una esperanza.
La palabra esperanza cayó de su boca como un bloque de hielo. Targ preguntó aún:
—¿Están llenos los depósitos? 
Rem casi hizo un gesto:
—Sí, siguen llenos. Y he dado orden de excavar depósitos suplementarios. Antes de una hora, todas nuestras energías habrán entrado en acción.
Sucedió como había anunciado Rem. Las poderosas máquinas de las Tierras Rojas horadaron el granito. Hasta que surgió la primera estrella, una especie de estupor reinó sobre el oasis.
Targ descendió bajo tierra. Gracias a las galerías dispuestas por los mineros, a la sazón el acceso era rápido y sin peligro. Al resplandor de los faros, el custodio contempló el lugar subterráneo que él había sido el primero en hollar. Lo estudió febrilmente. Dos fuentes alimentaban el lago. La primera desembocaba a veintisiete metros de profundidad, la segunda a veinticuatro metros.
Los buceadores habían podido penetrar en una de las dos resurgencias, pero durante muy poco trecho; la otra resultó ser demasiado estrecha.
Para obtener algunos informes complementarios, se intentaron algunos trabajos de excavación en las rocas; pero un hundimiento hizo nacer grandes temores. ¿No habría podido aquel movimiento determinar fisuras, por las que se perderían las aguas?
Agre, el anciano más venerable del Gran Consejo, había dicho:
—Estas aguas nos han sido dadas por el Desastre; sin él, nos hubieran sido para siempre inaccesibles. Quizás ha abierto igualmente su ruta actual. No ejecutemos trabajos inciertos. Basta con haber llevado a buen fin los que eran indispensables.
Comprendiendo la sabiduría que encerraban estas palabras, todos se resignaron al misterio.
A finales del Crepúsculo, el nivel descendió más lentamente; una oleada de esperanza recorrió el oasis. Pero ni los jefes de las aguas ni Targ compartían esta confianza: Si la pérdida se atenuaba, ello quería decir que el nivel había descendido por debajo de las mayores fisuras de desagüe. El agua contenida entonces en el lago podía descender a cuatro metros y, si las fuentes permanecían inaccesibles, esta sería, junto con la que contenían los depósitos, toda el agua poseída por los Últimos Hombres.
Durante toda la noche, las máquinas de las Tierras Rojas excavaron los nuevos depósitos; también durante toda la noche, el agua, madre de la vida, no cesó de perderse en los abismos del planeta. Por la mañana, el nivel había descendido a ocho metros, pero ya se habían dispuesto dos nuevos depósitos, que recibieron rápidamente su provisión, absorbiendo tres mil metros cúbicos de líquido.
Esto hizo descender aún más el nivel, y se vio aparecer el orificio de la primera resurgencia. Targ penetró por ella antes que nadie y se apercibió de que el suelo había sufrido transformaciones recientes. Se habían formado muchas grietas, y masas de pórfido obstruían el paso; de momento había que renunciar a definir el alcance del desastre.
Transcurrió una segunda jornada, fúnebre. A las cinco, las pérdidas por filtración subterránea y el agua que se había destinado a llenar otro depósito, hicieron descender el nivel a la altura de la segunda resurgencia, cuyo orificio de salida había desaparecido por completo.
A partir de aquel momento, las pérdidas cesaron; se hizo casi inútil apresurar la construcción de nuevos depósitos. No por ello Rem dejó de proseguir su tarea hasta terminarla; y durante seis días, los hombres y las máquinas del oasis trabajaron.
Al finalizar el sexto día, Targ, molido y con el corazón febril, meditaba ante su morada. El oasis se hallaba envuelto por unas tinieblas plateadas. Se veía Júpiter; una media luna aguda hendía el éter. Sin duda, el gran planeta también creaba reinos que, después de haber conocido el frescor de la juventud y el vigor de la madurez, morían de penuria y angustia.
Ere se acercó a él. En un rayo de luna, su gran cabellera esparcía una luz dulce y tibia. Atrayéndola hacia él, Targ le murmuró:
—A tu lado, había hallado nuevamente la vida de los tiempos antiguos. Tú eras el sueño de las génesis. Sólo con sentir tu presencia, yo creía en los días innumerables. Y ahora, Ere, si no conseguimos descubrir las fuentes, o si no descubrimos ningunas aguas nuevas, dentro de diez años los Últimos Hombres habrán desaparecido del planeta.
 
10
El temblor
Pasaron seis estaciones. Los jefes de las Aguas hicieron abrir inmensas galerías tratando de descubrir las fuentes. Todo fracasó. A veces aparecían fisuras ilusorias o simas impenetrables ante las que se estrellaban todos los esfuerzos. A medida que transcurrían los meses, la esperanza disminuía en las almas. El largo atavismo de la resignación hacía presa nuevamente en ellas; su pasividad incluso pareció acentuarse, a la manera como se agravan, tras una momentánea mejoría, las enfermedades crónicas. Incluso la fe más leve les abandonó. La muerte ya tendía su garra hacia aquellas apagadas existencias.
Cuando llegó la época en que el Gran Consejo decretó las primeras eutanasias, había ya más vivientes dispuestos a desaparecer de lo que permitía la ley.
Solamente Targ, Arva y Ere no aceptaban el triste sino; pero Manó se desalentaba. Ello no quería decir que se hubiese vuelto previsor. No pensaba más que antes en el mañana; pero la fatalidad se hizo presente para él. Cuando las eutanasias comenzaron, le dominó un sentido tan agudo de la desaparición, que todas las energías le abandonaron. La sombra y la luz le fueron igualmente enemigas. Vivió a partir de entonces en una espera fúnebre y blanda; su amor por Arva había desaparecido lo mismo que el amor por su propia persona; no sentía ningún interés por sus hijos, convencido de que la eutanasia pronto se los llevaría. Y la palabra se le había hecho odiosa; ya no escuchaba, permaneciendo taciturno y embotado durante días enteros. Casi todos los habitantes de las Tierras Rojas llevaban una existencia análoga.
Ningún esfuerzo estimulaba su lamentable energía, pues el trabajo se había vuelto casi inútil. Fuera de algunos macizos de plantas, cuidadas para procurarse simientes frescas, todos los cultivos habían desaparecido. El agua de los depósitos no exigía ningún cuidado; estaba al abrigo de la evaporación y purificada por aparatos casi perfectos. En cuanto a los depósitos propiamente dichos, bastaba someterlos diariamente a una inspección, facilitada por los indicadores automáticos. Así, nada conseguía sacudir la monotonía de los Últimos Hombres. Los que más se libraban del marasmo general eran los individuos menos emotivos, que no habían querido a nadie y apenas habían sentido amor por ellos mismos. Estos, perfectamente adaptados a las leyes milenarias, mostraban una perseverancia monótona, extraños a todas las alegrías y a todas las penas. Los dominaba la inercia, la cual los sostendría contra la depresión excesiva y contra las resoluciones bruscas; eran los productos perfectos de una especie condenada.
Por el contrario, Targ y Arva se mantenían gracias a una emotividad superior. Rebelados contra lo evidente, alzaban ante el formidable planeta las llamitas de sus pequeñas vidas ardientes, llenas de amor y de esperanza, palpitantes con los vastos deseos que habían hecho vivir a la animalidad durante cien mil siglos.
El custodio no había abandonado ninguna de sus exploraciones; tenía siempre listos una serie de planeadores y de motrices; ni siquiera permitía que se deteriorasen los principales planetarios y cuidaba de los aparatos sísmicos.
Una noche, a su regreso de un viaje a la Devastación, Targ permanecía desvelado. A través del metal transparente de su ventana, brillaba una constelación que, en el tiempo de las Fábulas, se llamaba el Can. Entre sus estrellas se contaba una de un brillo extraordinario, un sol inmensamente mayor que el nuestro. Targ elevó hacia aquella estrella su deseo inextinguible. Y pensó en lo que había visto hacia la mitad de la jornada, mientras planeaba cerca del suelo.
Se hallaba sobre una llanura excesivamente melancólica, en la que se alzaban apenas algunos peñascos solitarios. Los ferromagnetales dibujaban por todas partes sus aglomeraciones violetas. Apenas se fijaba en ellas cuando, por el sur, en una superficie de un amarillo claro, distinguió una raza que aún no conocía. Parecía producir individuos de gran talla, formado cada uno de ellos por dieciocho grupos. Algunos alcanzaban una longitud total de tres metros. Targ calculó que la masa de los más poderosos no debía de ser inferior a los cuarenta kilos. Estos se desplazaban más fácilmente que los más rápidos ferromagnetales hasta entonces producidos; a decir verdad, su velocidad alcanzaba medio kilómetro por hora.


—Es espantoso —murmuró el custodio—. Temo que seríamos vencidos, si penetrasen en el oasis. La menor solución de continuidad en la muralla nos haría correr un peligro mortal.
Se estremeció; una inquieta ternura le llevó a las estancias vecinas. Bajo el resplandor anaranjado de un radiante, contempló la sorprendente cabellera luminosa de Ere y la cara fresca de los niños. Se le partía el corazón. Al verlos vivir, no podía concebir el fin de los hombres. ¡En ellos existía la juventud, el poder misterioso de las generaciones, llenas de savia! ¿Y todo tendría que desaparecer? ¡Que aquello sucediese a una raza caquéctica, lentamente comida por la decadencia, sería lógico, pero ellos, pero aquellas carnes tan hermosas y tan nuevas como las de los hombres de antes de la era radiactiva!
Cuando regresaba, soñador, una sacudida ligera agitó el suelo. Apenas lo notó cuando la calma inmensa cayó de nuevo sobre el oasis. Pero Targ estaba lleno de desconfianza. Esperó un momento, prestando oído atentamente. Todo permanecía en paz; las masas grisáceas del poblado, que se perfilaban sobre el resplandor pulverulento de las estrellas, parecían inmutables, y en el cielo, implacablemente puro, el Águila, Pegaso, Perseo, el Sagitario, inscribían en el cuadrante del infinito los minutos pasajeros.
—¿Me habré engañado? —pensó el custodio—. ¿O bien el temblor habrá sido de verdad insignificante?
Se encogió de hombros con un leve estremecimiento. ¿Cómo se atrevía a pensar que un temblor de tierra pudiese ser insignificante? ¡El más ínfimo estaba lleno del más amenazador misterio!
Preocupado, fue a consultar los sismógrafos. El aparato I había registrado la fina sacudida; un trazo ligero que apenas tenía un milímetro. El aparato II no anunciaba ninguna continuación del fenómeno.
Targ se dirigió a la morada de las aves; sólo se conservaban allí unas veinte de ellas. A su llegada, todas dormían; apenas levantaron la cabeza cuando el custodio iluminó la estancia. Ello quería decir que el temblor casi no las había afectado, durante un breve instante, y no preveían que tuviese repetición.
Sin embargo, Targ se creyó obligado a dar aviso al jefe de los vigilantes. Aquel hombre, personaje inerte y de reflejos tardos, no se había dado cuenta de nada.
—Voy a hacer mi ronda —declaró—. Comprobaremos de hora en hora los niveles.
Estas palabras tranquilizaron a Targ.

11
Los fugitivos
Targ dormía aún, cuando le tocaron en el hombro. Al abrir los ojos vio a su hermana Arva, muy pálida, que le miraba. Era señal de mal agüero; él se levantó de un salto.
—¿Qué ocurre?
—Cosas espantosas —respondió la joven—. ¡Cómo tú sabes, esta noche se ha producido un temblor de tierra, pues eres tú mismo quien lo ha señalado!
—Sí, una sacudida ligerísima.
—Tan ligera que nadie, excepto tú, la ha notado… Pero sus consecuencias han sido terribles. ¡El agua del gran depósito ha desaparecido! Y el depósito del sur tiene grandes fisuras.
Targ se había puesto tan pálido como Arva. Con voz ronca, dijo:
—¿No han comprobado los niveles?
—Sí. Hasta esta mañana, los niveles no han variado. Pero precisamente esta mañana, el gran depósito se ha hundido bruscamente. En diez minutos se ha perdido toda el agua. En el depósito del sur las fisuras se han declarado hace media hora. Todo lo más, se podrá salvar una tercera parte del contenido.
Targ tenía la cabeza baja y los hombros hundidos; parecía un hombre a punto de desmoronarse. Lleno de horror, murmuró:
—¿Será esto, al fin, la muerte de los hombres?
La catástrofe era completa. Como se habían agotado, para atender a las necesidades del oasis, todos los depósitos de granito, excepto los que acababan de ser víctimas del accidente, sólo quedaba el agua guardada en los recipientes de arcum. Esta serviría para calmar la sed de quinientas o seiscientas criaturas humanas durante un año.
El Gran Consejo se reunió.
Fue una asamblea glacial y casi taciturna. Los hombres que la formaban, con excepción de Targ, habían alcanzado un estado de resignación completa. Apenas hubo deliberación, sólo la lectura de las leyes y un cálculo basado en cifras inflexibles. Así, las resoluciones adoptadas fueron sencillas, netas, despiadadas.
Rem, gran jefe de las Aguas, las resumió así:
—La población de las Tierras Rojas asciende todavía a siete mil habitantes. Seis mil de ellos deben someterse hoy mismo a la eutanasia. Quinientos morirán antes del fin del mes. El número de los restantes decrecerá de semana en semana. De manera que cincuenta humanos puedan mantenerse hasta finales del quinto año. Si entonces no se descubren nuevas aguas, ello significará el fin de los hombres.
La asamblea escuchaba, impasible. Era vana cualquier reflexión; una fatalidad inconmensurable envolvía las almas. Y Rem aun añadió:
—Los hombres y las mujeres que pasen de cuarenta años no deben sobrevivir. Con excepción de cincuenta, todos aceptarán la eutanasia hoy mismo. En cuanto a los niños, de cada diez familias, nueve no los conservarán; las otras sólo se quedarán con uno. La elección de los adultos está fijada de antemano, no tendremos más que consultar las listas médicas.
Una débil emoción recorrió la asamblea. Luego, las cabezas se inclinaron, en señal de sumisión, y la multitud del exterior, a la cual los ondíferos habían comunicado la deliberación, guardó silencio. Apenas una leve melancolía ensombrecía los semblantes más jóvenes.
Pero Targ no se resignaba. Corrió hacia su morada, en la que Arva y Ere ye le esperaban, temblorosas y abrazando a sus hijos. La emoción las embargaba, una emoción joven y tenaz, origen de la antigua vida y de vastos futuros.
Cerca de ellas, Manó soñaba despierto. La inquietud de las mujeres apenas le sorprendió durante un minuto. El fatalismo pesaba sobre sus hombros como una roca.
A la vista de Targ, Arva gritó:
—¡No quiero! ¡No quiero! No moriremos así.
—Tienes razón —replicó Targ—. Plantaremos cara al infortunio. 
Manó salió de su torpor para decir:
—¿Y qué harán? La muerte está más próxima que si tuviésemos cien años de vida.
—¡No importa! —gritó Targ—. ¡Partiremos!
—La Tierra está vacía para los hombres —añadió Manó—. Los matará en el dolor. Aquí, al menos, el fin será dulce.
Targ ya no le escuchaba. La urgencia de la acción lo absorbía: Había que huir antes de mediodía, hora fijada para el sacrificio.
Después de visitar con Arva los planeadores y las motrices, escogió los que deseaba, luego repartió entre los aparatos la provisión de agua y los víveres que tenía en reserva, mientras Arva almacenaba la energía. Su trabajo pronto estuvo terminado. Antes de las nueve, ya estaban listos para la partida.
Encontró a Manó sumido en su acostumbrado torpor y a Ere que ya había reunido las vestiduras útiles.
—Manó —dijo, tocando el hombro de su cuñado—, nos vamos. ¡Acompáñanos!
Manó se encogió lentamente de hombros.
—¡No quiero perecer en el Desierto! —declaró.
Arva se lanzó sobre él y lo abrazó con toda su ternura; un poco de su antiguo amor calentó el corazón del hombre. Pero inmediatamente volvió a caer en manos de lo inevitable, y dijo:
—¡No quiero!
Todos le suplicaron por largo tiempo. Targ incluso intentó llevárselo a la fuerza; Manó resistió con el poder invencible de la inercia.
Como la hora se acercaba, se descargó el cuarto planeador de sus provisiones y, tras una plegaria suprema, Targ dio la señal de partida. Los aviones se elevaron hacia el sol; Arva dirigió una larga mirada hacia la mansión en la cual su compañero esperaba la eutanasia y luego, sacudida por los sollozos, surcó las soledades ilimitadas.

12
Hacia los oasis ecuatoriales
Targ se dirigió hacia los oasis ecuatoriales; los otros sólo encerraban la muerte.
En el curso de sus exploraciones, había visitado la Desolación, las Altas Fuentes, la Gran Depresión, las Arenas Azules, el Oasis Claro y el Valle de Azufre; contenían aún algunos alimentos, pero ni gota de agua. Solamente en los dos Ecuatoriales se conservaban pequeñas reservas. El más próximo, el Ecuatorial de las Dunas, distante cuatro mil quinientos kilómetros, podría alcanzarse a la mañana del día siguiente.
El viaje fue espantoso. Arva no dejaba de pensar en la muerte de Manó. Cuando el sol estuvo en lo alto de su trayectoria, ella lanzó un gran grito fúnebre. ¡Era la hora de la eutanasia! ¡Ya no volvería a ver jamás al hombre con quien había vivido la tierna aventura!


El Desierto prolongaba su inmensa extensión. Para los ojos humanos, la tierra estaba espantosamente muerta. No obstante, crecía en ella la otra vida, para la que habían llegado los tiempos del génesis. Se la veía pulular en llanos y colinas, temible e incomprensible. A veces, Targ la execraba; otras veces, una temerosa simpatía nacía en su alma. ¿No existía una analogía misteriosa, e incluso una oscura fraternidad, entre aquellos seres y los hombres? Ciertamente, los dos reinos estaban menos distantes entre sí que lejos estaba cada uno de ellos del mineral inerte. ¡Quién sabe si sus conciencias, a la larga, no se hubieran comprendido!
Al pensar en ello, Targ suspiró. Y los planeadores continuaron surcando el oxígeno azul hacia una incógnita tan terrible que, sólo al pensar en ella, los viajeros sintieron su carne transida por un escalofrío.
Para prevenir posibles sorpresas, decidieron hacer alto antes del crepúsculo. Targ eligió una colina dominada por una altiplanicie. En ella los ferromagnetales parecían raros y pertenecían a especies fáciles de ahuyentar. Sobre la misma meseta había una roca de pórfido verde, con propicias cavidades. Los planeadores aterrizaron, y ellos los aseguraron con cuerdas de arcum. Sin embargo, hechos de substancias selectas y de una extremada resistencia, eran prácticamente invulnerables.
Descubrieron que el peñasco y sus cercanías apenas constituían la morada de algunos grupos ferromagnéticos de la talla más pequeña. En un cuarto de hora estos fueron expulsados y se pudo organizar el campamento.
Después de una comida compuesta de gluten concentrado e hidrocarburos esenciales, los fugitivos esperaron el fin del día. ¿Cuántas otras criaturas, semejantes a ellos, habían conocido pruebas análogas en el océano inmenso de las edades? Cuando las familias erraban solitarias, con las mazas de madera y los frágiles utensilios de piedra, hubo noches en que algunos seres humanos, perdidos en el espacio hostil, temblaban de hambre, de frío, de espanto, ante la proximidad de los leones o de las aguas desencadenadas. Más tarde, unos náufragos clamaron en islotes desiertos o bajo las rocas de un río homicida; hubo viajeros que se perdieron en el seno de las selvas carnívoras o en medio de las ciénagas. ¡Innumerables fueron los dramas de la angustia! Pero todos aquellos desdichados se hallaban ante una vida ilimitada. ¡Targ y sus compañeros no apercibían nada más que la muerte!
—Sin embargo —se decía el custodio mirando los hijos de Ere y los hijos de Arva—, ¡este grupo insignificante contiene toda la energía necesaria para rehacer una humanidad! 
Lanzó un gemido. Las estrellas del polo giraban en su pista estrecha; los ferromagnetales cubrían de fosforescencias la llanura; Targ v Arva permanecieron largo tiempo sumidos en sus tristes ensueños, junto a la familia dormida.
A la mañana siguiente llegaron al Ecuatorial de las Dunas. Este se extendía en el seno de un desierto formado de arenas, pero que los milenios habían endurecido. El aterrizaje heló el corazón de los recién llegados: Los cadáveres de los últimos que se habían entregado a la eutanasia, permanecían allí sin sepultura. Muchos ecuatoriales habían preferido morir al aire libre, y se les veía entre las ruinas, inmóviles en su terrible sueño. El aire seco e infinitamente puro les había momificado. Podrían permanecer así durante un tiempo interminable, como testigos supremos del fin de los hombres.
Un espectáculo más amenazador distrajo la tristeza de los fugitivos: Allí pululaban los ferromagnetales. Por todas partes se veían sus colonias violetas; muchos de ellos eran de gran talla.
—¡En marcha! —dijo Targ con vivacidad e inquietud.
No fue necesario insistir. Arva y Ere, dándose cuenta del peligro, se llevaron a los pequeños, mientras Targ estudiaba el lugar. El oasis sólo había sufrido insignificantes desperfectos. Apenas si los huracanes habían dislocado algunas viviendas, o habían derribado planetarios y ondíferos; la mayoría de las máquinas y de los generadores de energía debían de hallarse intactos. Pero los depósitos de arcum eran lo que más preocupaba al custodio. Había dos de ellos, cuyo emplazamiento conocía. Cuando por fin los encontró, de momento no se atrevió ni a tocarlos; el temor hacía palpitar a su corazón. Decidiéndose al fin, gritó, con una especie de pasmo:
—¡Intactos! Tenemos agua para dos años. Ahora, busquemos el refugio.
Tras un largo recorrido, eligió una lengua de tierra próxima al lado oeste del recinto. Allí los ferromagnetales eran poco numerosos; en pocos días se podría construir una barrera protectora. Dos moradas se ofrecían a ellos, espaciosas, y que habían sido respetadas por los meteoros.
Targ y Arva recorrieron la más grande de las dos. Los muebles y los instrumentos se veían sólidos, apenas cubiertos por un fino polvillo; por todas partes se sentía una especie de presencia sutil. Al entrar en una de las estancias, una profunda melancolía se apoderó de los visitantes: Sobre el lecho de arcum, dos seres humanos aparecían tendidos uno al lado del otro. Durante mucho tiempo Targ y Arva contemplaron aquellas formas apacibles, en las que había habitado la vida y que se habían estremecido de alegría y dolor.
Para otros, aquello hubiera sido una lección de resignación; pero ellos, llenos de amargura y de horror, se dispusieron a la lucha, afirmándose en su determinación.
Hicieron desaparecer a los cadáveres y, después de haber dejado allí a Ere con los niños, expulsaron a algunos grupos de ferromagnetales. Luego hicieron su primera colación en la nueva tierra.
—¡Valor! —murmuró Targ—. Hubo un instante, en lo profundo de la Eternidad, en que sólo existió una pareja humana; toda nuestra especie desciende de ella. Nosotros somos más fuertes que aquella primera pareja. Pues si esta hubiese perecido, la Humanidad entera hubiera perecido. Ahora, muchos pueden morir sin que se destruya toda esperanza.
—Sí —suspiró Ere—. Pero entonces, las aguas recubrían la tierra. 
Targ la contempló con una ternura sin límites.
—¿No hemos hallado ya las aguas una primera vez? —dijo en voz baja.
Permaneció inmóvil, con ojos que parecían cegados por el ensueño interior. Pero despertándose de nuevo, dijo:
—Mientras ustedes arreglan la casa, yo voy a examinar nuestros recursos.
Recorrió el oasis en todos sentidos, evaluó las provisiones dejadas por los ecuatoriales y se aseguró acerca del funcionamiento de los generadores de energía, de las máquinas, de los planeadores, de los planetarios y de los ondíferos. Tenía a su disposición el tesoro industrial de los Últimos Hombres, dispuesto a secundar todos los renacimientos. Por otra parte, Targ se había traído de las Tierras Bajas sus libros técnicos y los anales, ricos en ideas.
La presencia de los ferromagnetales, empero, le inquietaba. En un distrito determinado se acumulaban masas temible;: bastaba con detenerse unos cuantos minutos, para notar su sordo trabajo.
—Si tenemos una descendencia —pensó el custodio— la lucha será formidable.
Así llegó hasta la extremidad sur del Oasis Ecuatorial.
Se detuvo como hipnotizado: En un campo en el que antes habían crecido los cereales, acababa de distinguir aquellos ferromagnetales de gran talla que había descubierto en la soledad, cerca de las Altas Fuentes. Una mano invisible oprimió su corazón. Un hálito frío le rozó la nuca.
 
13
El alto
Las estaciones se fueron sumiendo en el abismo eterno. Targ y los suyos continuaban viviendo. El amplio mundo les envolvía con su amenaza. Antaño, cuando habitaban en las Tierras Rojas, ya experimentaban la melancolía de aquellos desiertos en los que se anunciaba el fin de los hombres. Mas, después de todo, millares de semejantes suyos ocupaban con ellos el refugio supremo. A la sazón, concebían una desdicha más completa; no eran más que una traza minúscula de la antigua vida. De un polo al otro, en todas las llanuras, en todas las montañas, cada parcela del planeta era su enemigo, con excepción de aquel otro oasis en el que la eutanasia devoraba a unos seres que ya habían abandonado irremisiblemente la esperanza.
Habían rodeado el terreno elegido con una muralla protectora, consolidando los depósitos de agua, reuniendo y abrigando las provisiones, y Targ partía a menudo en descubierta, con Ere o Arva a través de la extensión desértica. Mientras buscaba el agua creadora, reunía todas las materias hidrogenadas que podía encontrar. Estas eran raras; el hidrógeno, desprendido en masas inmensas en los tiempos del poderío humano y también cuando se quiso reemplazar al agua de la naturaleza por un agua industrial, casi había desaparecido por completo. Según los anales, la mayor parte se había descompuesto en protoátomos para dispersarse por los espacios interplanetarios. La parte restante había sido arrastrada, por reacciones mal definidas, a profundidades inaccesibles.
Sin embargo, Targ recogía suficientes substancias útiles para aumentar sensiblemente la provisión de agua. Pero todo esto no pasaba de ser simples expedientes.


Los ferromagnetales, sobre todo, preocupaban a Targ. Estos prosperaban a ojos vistas, debido a la existencia, a poca profundidad bajo el oasis, de una reserva considerable de hierros humanos. El suelo y la llanura circundante recubría una ciudad muerta. Los ferromagnetales atraían el hierro subterráneo a una distancia tanto mayor cuanto más considerable fuese su propia talla. Los últimos que habían venido, los terciarios, como les llamaba Targ, podían extraer hierro que se hallaba a una profundidad superior a los ocho metros, contando con que tuviesen el tiempo necesario. Por ende, los desplazamientos del metal terminaban por abrir brechas en la tierra, por las cuales podían introducirse los terciarios. Los restantes ferromagnetales producían efectos análogos, pero incomparablemente más débiles. Además, no descendían nunca a profundidades mayores de dos o tres metros. Para los terciarios, Targ no tardó en constatar que apenas había límites para su penetración: Descendían todo cuanto les permitían las fisuras.
Hubo que adoptar medidas especiales para impedirles que minasen el terreno sobre el cual habitaban las dos familias. Las máquinas excavaron galerías bajo la muralla, con paredes revestidas de arcum y de placas de bismuto. Con pilares de cemento granítico, asentados sobre la roca virgen, se aseguró la solidez de las bóvedas. Aquella enorme obra duró muchos meses: Los poderosos generadores de energía, las máquinas flexibles y sutiles, permitieron ejecutarla sin fatiga. Según los cálculos de Targ y de Arva, debía resistir durante treinta años a todos los ataques de los terciarios, y esto en la hipótesis de que la multiplicación de los ferromagnetales fuese muy intensa.
 
14
La eutanasia
Así transcurrieron tres años. Gracias al complemento representado por los cuerpos hidrogenados, la provisión, de agua apenas había disminuido. Las provisiones sólidas continuaban siendo abundantes y aún se encontraban en grandes cantidades en los otros oasis. Pero no se consiguió descubrir la menor traza de manantial, a pesar de que Arva y Targ sondearon el Desierto, infatigablemente y a distancias enormes.
La suerte de las Tierras Rojas turbaba el ánimo de los refugiados. A menudo, uno u otro de ellos había lanzado una llamada con el Gran Planetario. Nadie respondió. Targ y su hermana llegaron muchas veces en sus viajes hasta el oasis. A causa de las leyes inexorables, no se atrevían a aterrizar, limitándose a planear en lo alto. Ningún habitante se dignaba apercibirse de su presencia. Y vieron que la eutanasia iba cumpliendo su obra. Habían muerto muchos más de los que exigían las leyes. Hacia el trigésimo mes apenas si quedaban una veintena de habitantes.
Una mañana de otoño, Arva y Targ partieron de viaje. Se proponían seguir la doble ruta que unía desde épocas inmemoriales el Ecuatorial de las Dunas con las Tierras Rojas. En un momento determinado, Targ se desviaría hacia una región que, durante un crucero anterior, le había impresionado. Acampada en una de las estaciones intermedias, Arva le esperaría. Podrían hablar y comunicarse con facilidad, pues Targ se llevaría un ondífero móvil, que podía recibir y transmitir la voz humana a más de mil kilómetros. Como en sus precedentes exploraciones, mantendrían la comunicación con Ere y los niños, pues todos los planetarios del oasis y de las estaciones intermedias se mantenían en buen estado.
Ningún peligro amenazaba a Ere, con excepción de aquellos que dominan desde tan arriba la energía humana, que no le harían correr más riesgos que a Targ y Arva. Los niños habían crecido; su inteligencia, precoz como la de todos los Últimos Hombres, apenas difería de la que poseían los adultos. Los dos mayores —un hijo de Manó y una hija del custodio— manejaban perfectamente las energías y los aparatos. Para oponerse a los ciegos avances de los ferromagnetales, valían tanto como hombres. Un atavismo seguro les aconsejaba. No obstante, la víspera Targ había consagrado muchas horas a inspeccionar el enclave familiar y los alrededores. Todo era normal.
Antes de la partida, las dos familias se reunieron junto a los planeadores. Como siempre que se iniciaba un viaje importante, hubo un minuto de gran emoción. Bajo la luz horizontal, aquel pequeño grupo encerraba toda la esperanza humana, toda la voluntad de vivir, toda la vieja energía de los mares, de los bosques, de las praderas y de las ciudades. Allá, en las Tierras Rojas, los que aún alentaban no eran más que fantasmas. Y Targ envolvió a su progenie y a la progenie de Arva con una larga mirada de amor. La claridad de las razas rubias había pasado de Ere a su hija. Las dos testas vestidas de oro casi se tocaban. ¡Qué frescor emanaba de ellas! ¡Qué leyendas profundas y tiernas!
Los otros, a pesar de su tez bistre y sus ojos de antracita, también mostraban una singular juventud, la mirada ardiente de Targ o la aptitud para la dicha de Manó.
—¡Ah —exclamó él—, qué duro es tener que dejarlos! ¡Pero mayor sería el peligro si partiésemos juntos!
Todos sabían bien, incluso los niños, que la salvación estaba allá fuera, en algún rincón misterioso de los desiertos. Sabían también que el oasis, el centro de su existencia, no podía ser abandonado en ningún instante. Por otra parte, ¿no se comunicaban muchas veces al día por la voz de los planetarios?
—¡Vámonos! —dijo Targ finalmente.
El estremecimiento sutil de las energías se dejó oír en las alas de los planeadores. Estos se elevaron, disminuyendo de tamaño en la mañana de nácar y zafiro. Ere los vio desaparecer en el horizonte. Dejó escapar un suspiro. Cuando Arva y Targ no estaban con ella, la fatalidad parecía hacerse más pesada. La joven atisbó el oasis con mirada temerosa, mientras el menor ademán de los pequeños desvelaba su inquietud. ¡Qué extraño! Su miedo evocaba peligros que ya no eran de este mundo. No temía al mineral ni a los ferromagnetales, sino que temía ver surgir a hombres desconocidos, a hombres procedentes del fondo de la inmensidad inhabitable. Y aquella extraña reaparición del antiguo instinto la hacía sonreír a veces, pero, en otras ocasiones, le provocaba un estremecimiento, sobre todo cuando la noche tendía sus ondas negras sobre el Ecuatorial de las Dunas.
Targ y su compañera surcaban vertiginosamente el océano aéreo. Ambos amaban la velocidad. Tantos viajes no habían podido extinguir en ellos el placer de desafiar al espacio. El sombrío planeta se mostraba como vencido. Veían avanzar sus llanuras siniestras, sus ásperas rocas, y los montes parecían precipitarse a su encuentro para aniquilarlos. Pero con un leve gesto, triunfaban de los abismos y de las cumbres formidables. Espantosas, flexibles y sumisas, las energías cantaban en voz baja su himno: Franqueando el monte, los ligeros planeadores volvían a descender hacia los desiertos por los que, vagos, tardos, pesados, evolucionaban los ferromagnetales. ¡Cuán lastimosos e irrisorios parecían! Pero Targ y Arva conocían su fuerza secreta. Eran ellos los vencedores. Disponían del tiempo, el cual se extendía ante ellos; las cosas coincidían con su voluntad oscura; un día, sus descendientes producirían pensamientos admirables y manejarían energías maravillosas.
Targ y Arva resolvieron empezar yendo hasta las Tierras Rojas. Su alma ansiaba visitar el último asilo de sus semejantes, presa de un deseo apasionado en el que se mezclaban el temor, la angustia, un amor profundo y la pena. Mientras hubiese allí hombres, subsistiría quién sabe qué promesa sutil y tierna. Cuando por último hubiesen desaparecido, el planeta parecería más lúgubre aún, los desiertos más repelentes y más inmensos.
Tras una corta noche pasada en una de las estaciones intermedias, los viajeros sostuvieron, mediante el planetario, una conversación con Ere y los niños; menos para tranquilizarse que para reunirse con su familia a través del espacio. Luego continuaron hacia el oasis, al que llegaron antes de mediodía.
El oasis parecía no haber variado. Tal como lo dejaron, así se perfilaba en el campo visual de sus oculares. Las viviendas de arcum reverberaban al sol, se veían las plataformas de los ondíferos, los hangares de las motrices y de los planeadores, los transformadores de energía, las máquinas colosales o delicadas, los aparatos que antaño extraían el agua de las entrañas del subsuelo y los campos donde habían crecido las últimas plantas. Por doquier se conservaba la imagen del poderío y la inteligencia humanas. Bastaba una señal para desencadenar fuerzas incalculables, que serían inmediatamente domeñadas para realizar ingentes labores. ¡Todos aquellos recursos eran tan inútiles como la palpitación de un rayo de luz en el éter infinito! La impotencia del hombre residía en su propia estructura: Nacido con el agua, con ella se desvanecía.
Durante algunos minutos, los planeadores se cernieron sobre el oasis. Este parecía desierto. Ningún hombre, ninguna mujer, ningún niño se mostraba en el umbral de las viviendas, en los caminos o en los campos incultos. Y aquella soledad helaba las almas de ambos hermanos.
—¿Habrán muerto todos? —murmuró Arva.
—Es posible —respondió Targ.
Los planeadores descendieron, hasta rozar el techo de las casas y las plataformas de los planetarios. Reinaba allí el silencio y la inmovilidad de una necrópolis. El aire, calmado, ni siquiera levantaba el polvo; solamente las bandadas de ferromagnetales se movían con lentitud.
Targ se decidió a posarse en una plataforma e hizo vibrar el transmisor de un ondífero; una poderosa llamada se repitió de caracola en caracola.
—¡Unos hombres! —gritó súbitamente Arva.
Targ se elevó de nuevo. Vio a dos personas a la puerta de una casa y, durante algunos minutos, vaciló antes de interpelarlas. Aunque los habitantes del oasis no constituían más que un lamentable grupo, Targ veneraba en ellos a su especie y respetaba la ley, que llevaba grabada en todas y cada una de sus fibras; le parecía tan profunda como la vida misma, temible y tutelar, infinitamente sabia e inviolable. Y como lo había desterrado para siempre de las Tierras Rojas, él se inclinaba ante ella.
Así su voz tembló un poco al dirigirse a los que acababan de aparecer. 
—¿Cuántos viven aún en el oasis?
Los dos hombres elevaron hacia él unos semblantes pálidos, que expresaban una extraña serenidad. Luego uno de ellos respondió:
—Todavía somos cinco. ¡Esta noche llegará la liberación!
El corazón del custodio se oprimió. En las miradas que se cruzaban con la suya reconoció el brumoso resplandor de la eutanasia.
—¿Podemos descender? —preguntó humildemente—. La ley nos ha exiliado.
—¡La ley ha terminado! —murmuró el segundo hombre—. Desapareció en el momento en que nosotros aceptamos la gran curación.
Al rumor de estas voces otros tres seres vivientes se mostraron. Eran dos hombres y una mujer joven. Todos ellos contemplaron extasiados los planeadores.
Entonces Targ y Arva aterrizaron.


Reinó un breve silencio. El custodio examinó ávidamente a los últimos de sus semejantes. En ellos ya residía la muerte; ningún remedio podía luchar contra los venenos deliciosos de la eutanasia.
La mujer, jovencísima, era con mucho la más pálida de los cinco. El día anterior aún llevaba en sí el futuro; en aquel momento, parecía más vieja que una centenaria. Y Targ exclamó:
—¿Por qué han querido morir? ¿Significa esto que se ha agotado el agua?
—¡Qué nos importa el agua! —susurró la joven—. ¿Por qué habríamos de vivir? ¿Por qué han vivido nuestros antepasados? Una locura inconcebible les ha hecho resistir, durante milenios, los decretos de la naturaleza. Han querido perpetuarse en un mundo que ya no era suyo. Aceptaron una existencia abyecta únicamente para no desaparecer. ¿Cómo es posible que hayamos seguido su lamentable ejemplo? ¡Es tan dulce morir!
Ella hablaba con voz lenta y pura. Sus palabras causaban un daño incalculable a Targ. Todos sus átomos se insurgían contra semejante resignación. Y la dicha apacible que resplandecía en el rostro de los agonizantes le resultaba incomprensible.
Sin embargo, guardó silencio. ¿Con qué derecho intentaría introducir la más ligera amargura en su fin, ya que este fin era completamente inevitable? La joven entornó los párpados. Su débil exaltación se extinguía, su aliento se hacía más espaciado a cada segundo y, apoyándose en un umbral de arcum, repitió:
—¡Es tan dulce morir!
Y uno de los hombres murmuró:
—La liberación está próxima.
Luego, todos esperaron. La joven se había tendido en el suelo; apenas respiraba. Una creciente palidez invadió sus mejillas. Luego volvió a abrir un momento los ojos para mirar a Targ y Arva con una compasiva ternura.
—Aún habita en ustedes la locura del sufrimiento —balbuceó.
Alzó la mano, para dejarla caer lentamente. Sus labios temblaron. Una última onda agitó su carne. Por último sus miembros se distendieron y ella se extinguió tan dulcemente como una estrellita en la parte baja del horizonte.
Sus cuatro compañeros la contemplaron con una dichosa tranquilidad. Uno de ellos murmuró:
—La vida nunca fue deseable, ni siquiera en el tiempo en que la Tierra quería el poder del hombre…
Mudos de horror, Targ y Arva permanecieron inmóviles mucho tiempo. Luego envolvieron piadosamente a la que, hasta el último instante, representó el Futuro en las Tierras Rojas. Pero no tuvieron valor para quedarse con sus compañeros. La certeza absoluta de su muerte les llenaba de espanto.
—¡Vámonos, Arva! —dijo Targ con voz queda.

—Hoy —dijo el custodio mientras su planeador volaba en conserva con el de Arva— hoy somos, verdaderamente, nosotros y los nuestros, la sola, la última esperanza de la especie humana.
Su compañera volvió hacia él su cara bañada en llanto.
—A pesar de todo —balbuceó— era un gran consuelo saber que aún vivía alguien en las Tierras Rojas. ¡Cuántas veces esta idea me ha alentado! Pero, ahora… ahora…
Con un gesto abarcó la extensión implacable y las pesadas montañas de Occidente. Lanzó un grito desesperado:
—¡Todo ha terminado, hermano mío!
Él también había inclinado la cabeza. Pero reaccionando contra el dolor, exclamó, con ojos centelleantes:
—Sólo la muerte destruirá mi esperanza.
Durante muchas horas los planeadores siguieron la línea de las rutas. Cuando apareció la comarca que atraía a Targ, disminuyeron si velocidad. Arva eligió la estación intermedia en la que debía esperar. Después de oír por el planetario las voces de Ere y los niños, el custodio se lanzó solo hacia las soledades. Ya conocía la región, grosso modo, en un área que se extendía hasta 1200 kilómetros a ambos lados de las rutas.
Cuanto más avanzaba, más caótica se hacía la región. Surgió una cadena de montañas y luego, nuevamente, la llanura desgarrada. De pronto, Targ se encontró volando por lugares desconocidos. Muchas veces descendió hasta el nivel del suelo; una especie de vértigo le impulsaba a cubrir nuevas etapas.
Una inmensa muralla rojiza le cerró el horizonte. El aviador la franqueó y empezó a volar sobre el abismo, en el que se abrían simas tenebrosas, cuya profundidad era imposible de adivinar. Por doquier era visible la huella de inmensas convulsiones; montañas enteras se habían hundido, mientras otras se inclinaban, a punto de abatirse en el vacío insondable. El planeador describió largas parábolas sobre aquel paisaje impresionante. La mayoría de las simas eran tan amplias que los aviones hubieran podido descender a ellas por docenas.
Targ encendió su faro e inició la exploración al azar. Principió por penetrar en una hendidura abierta en la base del acantilado; la luz parecía disolverse para alcanzar el fondo, que resultó no tener salida.
Una segunda sima le pareció propicia a la aventura. Muchas galerías se hundían en la tierra; Targ la exploró sin el menor provecho.
El tercer viaje fue vertiginoso. El planeador descendió más de dos mil metros antes de tocar tierra. El fondo de aquel gigantesco orificio formaba un trapecio, cuyo lado más pequeño medía dos hectómetros. Por todas partes se abrían las bocas de las cavernas. Necesitó una hora para recorrerlas. Con excepción de dos, todas se terminaban en paredes lisas. Aquellas dos, en cambio, tenían numerosas fisuras, pero eran demasiado estrechas para permitir el paso de un hombre.
—¡No importa! —murmuró Targ en el momento en que se disponía a abandonar la segunda caverna—. Volveré.
De pronto, experimentó aquella impresión extraña que había sentido diez años antes, la noche del gran desastre. Sacando rápidamente su higróscopo, examinó la aguja y lanzó un grito de triunfo: Había vapor de agua en la caverna.
 
15
Desaparición del enclave
Durante mucho tiempo Targ avanzó en la penumbra. Todos sus pensamientos se dispersaban, y una alegría desmesurada llenaba su carne. Cuando consiguió poner orden en sus ideas, se dijo:
—De momento, no hay nada que hacer. Para alcanzar el agua misteriosa hay que descubrir alguna entrada en otro sitio que no sea el fondo de la sima, o abrirse paso hasta ella; es una cuestión de tiempo o de trabajo. En el primer caso, la presencia de Arva me sería infinitamente útil. En el segundo, habría que ir a buscar los aparatos necesarios al Ecuatorial de las Dunas para captar la energía y hendir el granito.
Mientras se hacía estas reflexiones, el joven montó en el aparato. Al poco tiempo el planeador empezó a describir las curvas helicoidales que debían llevarlo a la superficie. A los dos minutos salió de la sima e inmediatamente, orientando su ondífero móvil, el custodio lanzó una llamada.
Nada le respondió.
Sorprendido, aumentó la intensidad de las ondas. El receptor continuó mudo. Una ligera ansiedad se apoderó de Targ; lanzó entonces la llamada circular que, sucesivamente, se esparcía en todas direcciones.
Como el silencio persistía, comenzó a temer que hubiese ocurrido algo desagradable. Tres hipótesis eran probables: Que hubiese ocurrido un accidente, que Arva hubiese abandonado el refugio o, por último, que se hubiese quedado dormida.
Antes de lanzar una última llamada, el explorador determinó su posición actual con una exactitud minuciosa. Luego dio a las ondas el máximo de intensidad. Chocarían con las caracolas receptoras con tal fuerza que, incluso dormida, Arva tenía que oírlas… Pero esta vez tampoco obtuvo respuesta.
¿Habría que suponer, pues, que la joven había abandonado el refugio? Desde luego, no se hubiera resuelto a ello sin un motivo grave. De todas maneras, tenía que buscarla.
Se embarcó de nuevo y partió a toda velocidad.
En menos de tres horas cubrió mil kilómetros. La estación se precisó en el ocular del aparato óptico aéreo. ¡Estaba desierta! A su alrededor, Targ no distinguió a nadie. ¿Se habría alejado Arva de allí? Pero, ¿a dónde? ¿Y por qué? No debía de estar lejos, pues su planeador continuaba amarrado en el suelo.
Los últimos minutos le parecieron de una lentitud intolerable; hubiera dicho que la veloz navecilla apenas avanzaba; una niebla cubría los ojos del joven.
Por último llegó al refugio. Targ lo abordó por el centro, amarró el aparato y se precipitó al interior. Un gemido se escapó de su pecho. En el otro lado de la ruta, apoyada en el talud vertical —que la había hecho invisible— yacía Arva. Estaba tan pálida como la mujer que, poco tiempo antes, en las Tierras Rojas, había sucumbido bajo la eutanasia. Horrorizado, Targ vio pulular a los ferromagnetales —terciarios de la talla más grande— en torno al cuerpo de su hermana.
En dos gestos, Targ sujetó su escala de arcum; luego, descendiendo junto a la joven, se la echó al hombro y trepó por la escalerilla.
Arva ni siquiera se había movido; permanecía inerte y Targ, arrodillado a su lado, trató de descubrir la palpitación del corazón. En vano. La misteriosa energía que ritma el curso de la existencia parecía haberse desvanecido.
Con manos temblorosas, el custodio acercó el higroscopio a los labios de la joven. El delicado instrumento registró lo que el oído no había podido descubrir: ¡Arva no había muerto!
Pero su desvanecimiento era tan profundo, tan grande su debilidad, que podía morir de un momento a otro.
La causa del mal era evidente; este era debido, sino únicamente, al menos en su mayor parte, a la acción de los ferromagnetales. La singular palidez de Arva revelaba una pérdida excesiva de hemoglobina.
Afortunadamente, Targ no viajaba nunca sin llevar consigo los instrumentos, los estimulantes y los remedios tradicionales. Con algunos minutos de intervalo inyectó dos dosis de un potente cordial. El corazón se puso a latir de nueva, aunque con extraordinaria debilidad; los labios de Arva murmuraron:
—Los niños… la tierra…
Luego se hundió en un sueño profundo que Targ sabía que no podía ni debía combatir, sueño fatal y saludable durante el cual, de tres en tres horas, debería inyectar algunos miligramos de hierro orgánico. Y harían falta al menos veintidós horas para que Arva se despertarse por breves instantes. ¡No importaba! Su más grave inquietud había desaparecido. El custodio, que conocía el perfecto estado de salud de su hermana, no temía ningún desenlace fatal. Sin embargo, no podía dominar su nerviosismo. Aquel accidente era inexplicable. ¿Qué hacía Arva tendida al pie del talud? ¿Había sufrido una caída, ella que era tan vigilante y cuidadosa? Era posible, pero no probable.


¿Qué hacer? ¿Quedarse allí hasta que ella hubiese recuperado sus fuerzas? Al menos harían falta dos semanas para que estuviese completamente restablecida. Era preferible continuar el viaje hacia el Ecuatorial de las Dunas. En el fondo, no había prisa alguna. La aventura que había emprendido Targ no era de aquellas cuya solución depende de algunos días.
Se dirigió al gran planetario y lanzó las ondas de llamada. Como le había sucedido al salir del abismo, no recibió ninguna respuesta. De pronto, una emoción terrible hizo presa en él. Repitió las señales, dándoles el máximo de intensidad. Y se hizo evidente que Ere y los niños se hallaban, por alguna causa enigmática, en la imposibilidad de oírle o en la incapacidad de responderle. Los dos términos de la alternativa eran igualmente amenazadores. No había duda de que existía una relación entre el accidente sobrevenido a Arva y el silencio del planetario.
Un temor intolerable corroía el pecho del joven. Las rodillas le temblaban y se vio obligado a apoyarse en el soporte del gran planetario, incapaz de tomar una decisión. Por último se alejó, sombrío y resuelto, examinó con atención ansiosa todos los órganos de su planeador, sujetó a Arva en el mayor de los asientos y se elevó.
Fue un viaje lamentable. Sólo hizo una parada, hacia el crepúsculo, para intentar otra llamada. Al no recibir tampoco respuesta envolvió cuidadosamente a Arva con una manta de sílice lanoso y le inyectó una dosis del cordial, más elevada que las primeras. Sumida en una profunda modorra, apenas si ella se estremeció débilmente.
Durante toda la noche el planeador surcó las tinieblas estrelladas. Como el frío era demasiado intenso, Targ contorneó el Monte Esqueleto. Dos horas antes del amanecer, aparecieron las constelaciones australes. El viajero, con corazón palpitante, contempló la cruz trazada sobre el Sur y aquel astro brillante, el más próximo vecino del Sol, cuya luz sólo tarda tres años para llegar a la Tierra. Qué hermoso debía de ser aquel cielo, cuando los jóvenes seres humanos lo contemplaban a través del follaje de los árboles, y aún más cuando las nubes plateadas mezclaban su promesa de fecundidad a las pequeñas luciérnagas del infinito. ¡Pero nunca más existirían nubes!
Un fino resplandor perlino tiñó el levante, luego el Sol mostró su disco enorme. El Ecuatorial de las Dunas estaba próximo. A través del objetivo del telescopio aéreo, Targ distinguía a veces, en la escotadura que formaban las dunas, el recinto de bismuto y las mansiones de arcum que la mañana teñía de ámbar. Arva seguía dormida y una nueva dosis de estimulante no consiguió despertarla. Sin embargo, su palidez era menos lívida; las arterias temblaban débilmente; su tez ya no tenía aquella rigidez translúcida que hacía pensar en la muerte.
—¡Está fuera de peligro! —afirmó Targ en voz alta. Y esta certidumbre alivió su pesar.
Toda su atención se concentró en el oasis. Trató de distinguir el enclave familiar. Dos mamelones lo ocultaban aún. Por último apareció y, en su emoción, Targ imprimió una súbita torsión a los mandos del aparato, el cual efectuó un brusco picado, como un pájaro herido.
El enclave entero, con sus casas, sus hangares y sus máquinas, había desaparecido.
 
16
En la noche eterna
El planeador no estaba más que a veinte metros del suelo. Lanzado a toda velocidad iba a caer a pico y estrellarse, cuando Targ, instintivamente, lo enderezó. Entonces, trazando una leve parábola elegante, continuó su vuelo hasta las inmediaciones del enclave. Al aterrizar, el custodio permaneció inmóvil, paralizado por el dolor, ante una fosa enorme y caótica: Allí yacían, en las tinieblas de la tierra, los seres que amaba más que a sí mismo.
Durante largo tiempo, los pensamientos se agitaron en desorden en el cerebro del pobre hombre. No pensaba en las causas del cataclismo; sólo distinguía su ferocidad oscura, relacionándolo confusamente con todas las desdichas de aquel triste septenario. Las imágenes desfilaban al azar. Le parecía ver constantemente a los suyos, tal como los había dejado la víspera. Luego, aquellas siluetas tranquilas desaparecían en un horror sin nombre. El suelo se abría, y él los veía hundirse, con los rostros llenos de espanto, llamando a aquel en quien habían depositado su confianza y que, tal vez en aquella misma hora de su muerte, creía vencer a la fatalidad.
Cuando por fin fue capaz de reflexionar, el Ultimo Hombre trató de representarse la catástrofe. ¿Había sido un nuevo terremoto planetario? ¡No! Ningún sismógrafo había registrado el menor movimiento. Por otra parte, con excepción de algunas hectáreas del oasis y del desierto, solamente el enclave resultó alcanzado. El desastre se relacionaba con lo sucedido anteriormente: El subsuelo, fracturado, se había hundido. Así, la desdicha que arruinaba las supremas esperanzas, no era una gran convulsión de la naturaleza, sino un accidente infinitesimal, a la escala de las débiles criaturas que se había tragado.
A pesar de ello, Targ creyó adivinar en lo sucedido la acción de la misma voluntad cósmica que había condenado a los oasis.
Su dolor no le dejó inactivo. Empezó a registrar las ruinas. No consiguió descubrir en ellas el menor vestigio de obra humana. Acumuladores de energía, máquinas perforadoras, excavadoras, cultivadoras, trituradoras, planeadores, motrices, casas, desaparecían entre una masa informe de rocas y piedras. ¿Dónde estaban enterrados Ere y los niños? Sus cálculos sólo le permitían una grosera aproximación, tal vez engañosa; había que obrar al azar.
En el Norte, Targ reunió los aparatos útiles para quitar los escombros y para excavar. Luego, después de condensar la energía protoatómica, atacó la inmensa fosa. Durante una hora las máquinas roncaron. Los crics levantaban los bloques y los apartaban automáticamente: Los paraboloides de cobalto quitaban el cascote y, sucesivamente, los pisones, mediante choques lentos e irresistibles, equilibraban las paredes. Cuando la trinchera hubo alcanzado una longitud de veinte metros, apareció un planeador, luego un gran planetario con su soporte de granito y sus accesorios, luego una casa de arcum.
Su emplazamiento precisaba los cálculos de Targ. Suponiendo que la catástrofe hubiese sorprendido a su familia cerca de su morada, había que excavar hacia el oeste. Si Ere o los niños habían podido llegar hasta el planetario que comunicaba el Ecuatorial de las Dunas con las Tierras Rojas (como permitía suponerlo el accidente de Arva), había que dirigir las búsquedas hacia el sudoeste.
El custodio estableció aparatos en las proximidades de los dos sitios probables y continuó el trabajo. Humanizadas por el esfuerzo incalculable de las generaciones, las grandes máquinas tenían el poder de los elementos y la delicadeza de unas manos finas. Alzaban las rocas, amasaban la tierra y las piedras menudas sin sacudidas. Bastaba ejercer ligeras presiones para orientarlas, acelerarlas, retardarlas o detenerlas. Representaban, entre las manos del Ultimo Hombre, un poder que no poseía, en las eras primitivas, toda una tribu, todo un pueblo.
Un techo de arcum apareció. Estaba aplastado, deformado y, aquí y allá, un bloque lo había hundido. Pero unas señales inconfundibles le permitieron reconocerlo. Había albergado, desde que tomaron tierra en el Ecuatorial de las Dunas, todas las ternuras, los sueños y las esperanzas de la suprema familia humana. Targ paró las máquinas-herramienta que empezaban a levantarlo, y lo contempló con espanto y dulzura. ¿Qué enigma ocultaría? ¿Qué drama iba a revelar a aquel desdichado, molido de cansancio y de tristeza?
Durante unos interminables minutos, el custodio vaciló antes de reanudar su tarea. Por último, ensanchando uno de los desgarrones, se deslizó al interior de la vivienda.
La habitación en que se hallaba estaba vacía. La obstruían algunos bloques, que habían arrancado un lienzo de pared, derribándola en parte. Una mesa estaba hecha pedazos, y algunas jarras de aluminio blando estaban aplastadas bajo las piedras.
Aquel espectáculo poseía el carácter indiferente de las destrucciones materiales. Pero sugería escenas más emotivas. Targ, tembloroso, pasó a la estancia contigua; estaba vacía y asolada como la primera. Así visitó sucesivamente la casa, hasta el último rincón. Y cuando se encontró en la primera pieza, a unos pasos de la puerta de entrada, su angustia se tiñó de estupefacción.
—Aunque, después de todo —susurró—, es muy natural que a la primera señal de peligro, hayan huido todos al exterior.
Trató de imaginarse la manera cómo se había producido el primer choque y también cómo Ere había podido representarse el peligro. Sólo se le ocurrieron sensaciones e ideas contradictorias. Una sola impresión le dominaba con fuerza: Que el instinto debió de conducir a su familia hacia el planetario de las Tierras Rojas. Por lo tanto, hacia allí era lógico dirigirse.
¿Pero cómo? ¿Había llegado Ere al Gran Planetario, o había sucumbido por el camino? Las palabras que Arva había balbuceado acudieron de nuevo a la memoria del custodio. A la luz de lo sucedido, cobraban un sentido. Ere o uno de los niños, tal vez todos, habían conseguido llegar hasta allí. Era casi seguro. Había que reanudar el trabajo lo antes posible, lo que no le impediría iniciar una galería de comunicación.
Una vez adoptada esta resolución, Targ alzó la puerta de entrada, e intentó una exploración rápida. Pero los bloques y los escombros le oponían un obstáculo infranqueable. Volvió a salir por el techo y puso nuevamente en movimiento las máquinas del sudoeste. Luego preparó los aparatos del norte e inició con ellos la abertura de la galería. Se ocupó también de Arva, cuyo letargo adquiría poco a poco la apariencia del sueño normal.
Luego esperó, vigilante, con los ojos puestos en las dóciles ruedas. A veces rectificaba su trabajo con un ademán furtivo; a veces detenía un pico, una lámina, una hélice, una turbina, para examinar el terreno. Por último distinguió, torcida y abollada, la alta columna del planetario y la caracola rutilante. A partir de entonces, no cesó de dirigir la energía. Sólo funcionaban los órganos sutiles que, según el caso, levantaban la piedra gruesa o recogían el menudo cascote.
Y lanzó una queja, fúnebre como un grito de agonía. Acababa de aparecer un resplandor, aquel resplandor flexible y lleno de vida que había, percibido el día del desastre, entre las ruinas de las Tierras Rojas. Un frío glacial se instaló en su corazón; castañetearon los dientes. Con los ojos llenos de lágrimas, hizo más lentos todos los movimientos, dejando actuar únicamente las manos de metal, más hábiles y delicadas que las manos del hombre.
Luego lo detuvo todo, y estrechó contra su pecho, con roncos sollozos, aquel cuerpo que había amado tan apasionadamente.
De momento, una oleada de esperanza atravesó su dolor. Le pareció que Ere todavía no estaba fría del todo. Febrilmente, puso el higroscopio sobre los labios exangües.
Ella había desaparecido en la noche eterna.


La contempló durante mucho tiempo. Ella le había revelado la poesía de las épocas antiguas; unos sueños de una juventud extraordinaria transfiguraban el sombrío planeta; Ere era el amor, en lo que este tiene de más vasto, de más puro y de casi eterno. Y cuando la tenía entre sus brazos, le parecía ver revivir una raza nueva e innumerable.
—¡Ere! ¡Ere! —murmuró—. ¡Ere, frescor del mundo! ¡Ere, último sueño de los hombres!
Luego su alma se tensó. Depositando un ósculo amargo y salvaje sobre los cabellos de la compañera de su vida, se puso de nuevo al trabajo.
Sucesivamente, los fue reuniendo a todos. El mineral se había mostrado menos cruel con ellos que con la joven, ahorrándoles la muerte lenta, el desmenuzamiento intolerable de las energías. Los bloques habían hundido los cráneos, abierto los corazones, aplastado los torsos…
Entonces, Targ se dejó caer al suelo y lloró inconteniblemente. El dolor lo inundaba, inmenso como el mundo. Se arrepentía amargamente de haber luchado contra la fatalidad inexorable. Y las palabras pronunciadas por la moribunda de las Tierras Rojas, resonaban a través de su pena como el cristal de la eternidad.
Una mano se posó en su hombro. Sobresaltado, se incorporó. Vio entonces a Arva, inclinada sobre él, lívida y tambaleante. Estaba tan abrumada por el dolor que las lágrimas ya no acudían a sus ojos; pero toda la desesperación de que eran capaces las débiles criaturas dilataba sus pupilas. Con una voz desprovista de timbre, murmuraba:
—¡Hay que morir! ¡Hay que morir!
Sus ojos se penetraron. Se habían querido profundamente en todos y cada uno de sus días, a través de toda la realidad y de todos los sueños. Las mismas esperanzas les habían sido apasionadamente comunes y, en la miseria infinita en que se hallaban, su sufrimiento era aún fraternal.
—¡Hay que morir! —repitió él como un eco.
Luego se abrazaron y, por última vez, dos corazones humanos palpitaron el uno junto al otro.
Entonces, en silencio, ella se llevó a los labios el tubo de iridio que no la abandonaba jamás. Como la dosis era masiva y la debilidad de Arva extremada, la eutanasia requirió pocos minutos.
—La muerte, la muerte —balbuceaba la agonizante—. ¡Oh! ¿Cómo hemos podido temerla?
Sus ojos se oscurecieron, una feliz laxitud distendió sus labios, y su pensamiento ya se había desvanecido por completo cuando su pecho exhaló el último aliento.
Y no quedó más que un solo hombre sobre la faz de la Tierra.
Sentado en un bloque de pórfido, permaneció hundido en su tristeza y en su ensueño. Rehacía, una vez más, el gran viaje hacia el origen de los tiempos, que tan ardientemente había exaltado su alma. Y, primero, entrevió nuevamente el mar primitivo, tibio aún, en el que pululaba la vida, inconsciente e insensible. Luego vinieron las criaturas ciegas y sordas, poseedoras de una extraordinaria energía y de una fecundidad sin límites. La visión nació, la luz divina creó sus templos minúsculos; los seres nacidos del Sol conocieron la existencia. Y aparecieron las tierras firmes. Los habitantes del agua proliferaron en ellas, vagos, confusos, y taciturnos. Durante tres mil siglos, crearon las formas sutiles. Los insectos, los batracios y los reptiles conocieron las selvas de helechos gigantes, la pululación de los cálamos y de las sagitarias. Cuando los árboles avanzaron sus torsos magníficos, simultáneamente aparecieron inmensos reptiles. Los dinosaurios tenían la talla de los cedros, los pterodáctilos se cernían sobre los formidables pantanos. En aquellas edades nacieron, enclenques, entumecidos y estúpidos, los primeros mamíferos. Erraban furtivamente, tan pequeños, que hubieran hecho falta cien mil para igualar el peso de un iguanodonte. Durante interminables milenios su existencia permaneció imperceptible y casi irrisoria. Sin embargo, seguían creciendo. Por último llegó su hora, la hora en que todas sus especies se irguieron con fuerza arrolladora en todas las praderas, en todos los oquedales penumbrosos. Fueron ellos, entonces, los colosos El dinoterio, el elefante antiguo, los rinocerontes acorazados como los viejos robles, los hipopótamos de vientres insaciables, el uro, el auroc el maquerodonte, el león gigante y el león amarillo, el tigre de dientes de sable, el oso de las cavernas y la ballena, tan voluminosa como varios diplodocus juntos, y el cachalote de boca cavernosa, aspiraron las energías dispersas.
Luego, el planeta dejó medrar al hombre; su reino fue el más feroz, el más poderoso y el último. Él fue el destructor prodigioso de la vida. Murieron bosques y selvas con sus huéspedes innumerables; todas las bestias fueron exterminadas o envilecidas. Y hubo un tiempo en que incluso las energías sutiles y los minerales oscuros parecieron estar esclavizados; el vencedor captó incluso la fuerza misteriosa que mantiene unidos a los átomos.
—Este mismo frenesí anunciaba la muerte de la tierra. ¡La muerte de la tierra para nuestro Reino! —murmuró suavemente Targ. Un estremecimiento sacudió su dolor. Pensó que lo que aún subsistía de su carne se había transmitido, ininterrumpidamente, desde los orígenes. Algo que había vivido en los mares primitivos, en el limo naciente, en los pantanos, en las selvas, en el seno de las praderas y en las ciudades innumerables de los hombres, no se había interrumpido nunca hasta llegar a él. ¡Y él era el único ser humano que palpitaba sobre la faz, de nuevo inmensa, de la tierra!
Caía la noche. El firmamento mostró sus mágicas luces, que habían contemplado los ojos de trillones de hombres. ¡Sólo quedaban dos ojos para verlos! Targ nombró a las estrellas que había preferido entre todas, luego vio elevarse aún el astro ruinoso, el astro horadado, argentino y legendario, hacia el cual alzó sus manos tristes.
Lanzó un último sollozo; la muerte entró en su corazón y, renunciando a la eutanasia, salió de entre las ruinas y fue a extenderse en el oasis, entre los ferromagnetales.
Luego, humildemente, algunas partículas de la última vida humana penetraron en la Vida Nueva.


FIN